Pero son 19 los motivos exactos, repetidos, que me paralizan. Que me hacen saber que ya no podré.

No es la foto que descuelgo, desteñida, de nuestras sonrisas detrás de la torta de casamiento ni las molduras en mármol travertino que un artesano armó y encajó por valor exorbitante bajo las alacenas. Me acuerdo de las rodillas rotas de tanto limpiar en cuatro patas con la esponja el pis de nuestro Rafa cachorro sobre las baldosas calcáreas que elegimos para la galería cubierta. Del agujero cavado en la pinotea -una fortuna por la que pagamos en las boutiques de demolición- que obligó a mudar la cama de lugar, punidos por haber dejado al perro solo en una noche de tormenta.

No es el olor a humedad que habita los armarios, contra el que luché y perdí por años, ni las guardas infantiles con oseznos que pegamos torcidas en el cuarto de juegos, del que desalojamos a huéspedes que no esperábamos. 

No son los vidrios repartidos contra los que hicimos el amor, parados y semi vestidos, tras regresar de madrugada de una puesta de Fuerza Bruta ni la bici que no estacionaremos en el zaguán. 

Lo que duele más es el recuerdo de aquellas tardes haciendo equilibrio entre los fierros de la biblioteca que pretendimos llevar hasta el techo, que habíamos encargado a medida y que en cambio llegó desmontada y oxidada: tres tardes enteras haciendo pie en ese andamio improvisado, entre las asperezas del óxido sobre el que pasé un esmalte verde menta primero y un barniz después; sintiéndome una acróbata de circo escuchando lo nuevo de Calamaro. No es haberlo logrado lo que me afecta, sino verla ahora desmontada, deshabitada. Me mata la convicción de que nunca seré trapecista o equilibrista, pese a la cuerda floja por la que me siento en trance.

Estremezco al percibir el olor de las fresias que sembró mamá en las macetas y que hoy florecen tan amarillas; que ella no verá. Ni yo. Absurdo, pero un impulso hace que desee regarlas, aunque no tenga sentido y tampoco pueda hacerlo. Hay que cerrar la casa antes del anochecer. Lo sé, lo entiendo, intento apurarme y soy tan torpe. Me atascan los frenos que no sé usar, los reposapiés con los que me resisto a convivir. Me pierdo en los ecos de la risa de papá aniquilando el silencio de las siestas, acompañándome con los mates fríos en el patio mientras le daba la teta a Laura.

Observo pasar las cajas con ropas, libros, juguetes que habíamos olvidado en los rincones de la infancia, tantas fotos, y siento que estos tipos de la mudanza arrancan un pedazo de mí entre bulto y bulto. Me despellejan con cada paso hacia la calle. Vestidos con mamelucos humo adelantan la presencia del vacío que vendrá junto a la noche. Qué desnudas quedaron las paredes contra las que agoté el taladro. Serán otras manos las que cuelguen otros cuadros, máscaras, tapices y tal vez plumas de pájaros muertos.

Años soñando en esta casa de ventanas a los costados del cancel con rejas ocres que elegimos un domingo de mañana. Fueron 16 años riendo, conversando entre vinos hasta el amanecer, decidiendo colores y texturas. Celebrando que Rafa haya aprendido por fin a orinar en la calle, subyugados por las epopeyas de Laura: ¡dijo ajó, gatea como un bólido, camina solita! Me recuerdo de pie tras la ventana, esperándote diez minutos después de las ocho, cada vez que ibas hasta la oficina, calculando el tiempo entre la salida del subte y el cancel. Siento aquellos besos de despedida en el umbral, te veo invisible cada miércoles, cuando eras quien esperaba hasta cualquier hora de cierre en la revista; con un trago, un té, un vino, un mate. Nuestro modo de decirnos que habíamos llegado a destino.

Lo más pesado no es mudar los muebles, es cargarse las esperanzas. Lo que jode es saber que es inútil resistir; duele leer el epitafio pintado en el costado del camión de mudanza estacionado en la puerta. Tener que andar, dejando el alma entre las paredes de nuestros mejores años como si fuéramos apenas el aroma del café que olerán otros.

Las puertas del camión se cierran con un estruendo seco e imagino el sonido de la tapa de un ataúd a punto de partir. Se llevan los muebles como un cortejo se llevaría al muerto. Quedo sola en el vacío de la sala: a mis espaldas, sé que las cortinas que no llevaremos se bambolean en un mudo adiós. No las miro, no puedo. Quedo sentada de frente a la escalera que tantas veces subí moviendo el culo al ritmo del Fax U de Charly… Las casas tienen armazones blandas y hay un lado que no tiene sol…

Los escalones son exactos, mudos. Son 19 y me separan de todo. Del estudio que montamos arriba, de mi máquina de escribir sin la letra H, del arrozconleche con Laura en la terraza. Son 19 los escalones que pintamos de azul royal de esta maldita escalera que ya no subiré, que me expulsa, que nos obligó a vender la casa.

Lloro. Sé que deberé olvidar eso de indicar al taxista un viaje por el camino más rápido a Gurruchaga 1916. Lloro. Oigo esa voz tan familiar, de marido paciente, que dice no es el final y que habla sin respiros de recomienzo, de historias nuevas, del mismo amor. Advierto el brillo en los ojos, adivino la culpa por no haber visto el furgón cruzar la esquina, el semáforo en rojo, en aquella noche que volvíamos de dejar a Laura en la fiesta de 15 de una amiga. Me duelen las piernas que ya no tengo, me atosiga este reposapiés para dedos invisibles. La normalidad de andar sentada. Lo sabés, me abrazás y la fe al pronunciar cada palabra me convence.

Dale, empujame la silla, pido y me das las fresias amarillas recién cortadas. Las huelo, las apoyo en mi regazo. El barullo de las ruedas al deslizarse será una de las cosas a las que me vaya a acostumbrar.