A mediados de los años 90, cuando empecé a salir a caminar por el parque Urquiza de Rosario, llevaba un walkman, así se llamaba el reproductor de casetes donde escuché toda la música brasilera que fui capaz de encontrar en épocas de internet telefónica, cuando los CDs eran la novedad que se encontraba en locales llamados “disquerías”.

Quien nunca haya visitado el Parque Urquiza, desconocerá su circuito circular de un kilómetro, enfrente del Observatorio Astronómico y la vista al Paraná, ese río marrón que supo ser imponente, y hoy denuncia en su escasez la voracidad extractivista. No sabrá de sus jacarandáes que se ponen celestes en primavera, de los lapachos que llenan de rosa el cielo, ni del enorme ombú que invita a treparlo. Caminar ese parque es entregarse a la sorpresa de la variedad de texturas y sonidos.

Ahora que la mirada se posa sobre un fantasmal curso de agua, sigo caminando por ese, mi parque, siempre repleto de historias, de chicas que toman mate, con el barbijo en la pera, de perros que corren con o sin correa. Parejas, grupos de hombres, de mujeres, caminantes y corredores se cruzan en ese círculo de cemento que bordea los árboles.

La compañía más íntima es el Spotify. Hay disco nuevo de María Bethania. Noturno se llama, y es una fiesta reencontrarse con esa voz tan profunda que parece venir de la memoria. Los primeros nueve temas se sienten flotando por un espacio irreal. Escucharlos es como viajar entre cascadas, en la selva, meterse a jugar con las olas del mar, aunque el frío húmedo de Rosario cale la piel.

Suena A Flor Encarnada, de Adriana Calcanhotto. Esas artistas, juntas, son dinamita. Recuerdo el momento lésbico glorioso que comparten en un recital, cuando interpretan Depois de ter vocé. Así vuelan los pensamientos al caminar.

Lo apacible es efímero. En la décima canción, llega el golpe. Se llama Dois de Junho, y también es de Calcanhotto. Trae el horror del mundo, y la voz se agrava más para enfatizarlo. “En un país negro y racista, en el corazón de América Latina, en la ciudad de Recife, martes, 2 de junio de 2020, 29 grados celsius, cielo claro. Sale para trabajar la empleada, aún en medio de la pandemia, es por eso que lleva de la mano a Miguel, de cinco años, nombre de ángel, Miguel Octavio. Primero y único. Treinta y cinco metros de vuelo, desde el noveno piso”.

La letra está en portugués. Es un poema, y también tiene todo lo que necesita una noticia, con los datos más importantes . Evoca una de las infamias más recordables -y olvidadas- del primer año de esta pandemia infinita. La conocí por Analba Texeira, compañera feminista negra de Brasil, que compartió la noticia en Facebook con toda la bronca y el llamado a la rebeldía. En esos días, las manifestaciones de Black Lives Matter recorrían Estados Unidos y el mundo.

La vida de Miguel no importó. Había quedado durante unos minutos al cuidado de la empleadora, blanca, que siguió en libertad. “Si fuera al revés, creo que ni siquiera tendría derecho a fianza”, lamentó la mamá del nene.

Mientras camino, el nudo en la garganta, la conciencia del privilegio. Escucho con auriculares una historia que apenas parece lejana. Como contó Camila Barón en este diario, apenas comenzada la pandemia, las trabajadoras de casas particulares no son domésticas ni están domésticadas. Ninguna rebelión las salvó de ser las más afectadas por la crisis monumental del capitalismo que develó la pandemia y que favoreció a unos poquitos, entre ellos, a los dueños de las tecnológicas que controlan y manejan el mundo.

Lejos de las fortunas multimillonarias y cerca de mi propia vida, Lorena, mi amiga, me cuenta que su hermana Sonia perdió su trabajo en una casa de familia después de dos décadas. “Ya es grande, tiene 46 años”, dice, preocupada. Un tiempo después me cuenta que con la indemnización se puso un negocio en su casa, en la calle de los carros -así le dicen- del barrio Las Flores, de Rosario. Ese barrio que el mundo conoce por la banda narco Los Monos, y yo por la lucha de un grupo de adolescentes para conservar su secundaria, en 1997. De ahí derivó un taller de periodismo breve y potente. Mi cuarto, se llamó la revista que hicieron esas chicas y chicos que habían peleado para que se abriera, justamente, el cuarto año de la escuela técnica en su barrio. Lo lograron, aquella vez. Fue en otra vida. En una historia distinta, cuando la ciudad apenas amanecía a las peleas entre bandas y los tiroteos, las muertes violentas, rompían la rutina urbana como excepción. Los Monos crecieron, se convirtieron en el ícono de una trama en la que son los puntos, pero no las agujas de tejer. Los tiroteos son cotidianos en los barrios de la ciudad, no tanto en el centro. Mucho menos en Puerto Norte, el barrio de viviendas lujosas que miran al río. "Anoche escuché tiros", dejó de ser una novedad para (casi) todos. 

Ya no presto atención a los dos temas siguientes. Mis pies siguen dando la vuelta al parque, pero mis pensamientos volaron. Al siglo pasado, al barrio Las Flores. Ni siquiera presto atención a los árboles, a los pájaros que cantan sus diálogos de rama a rama. La caminata sigue, el disco termina. 

Las melodías acompañan otras ideas, esa sensación de injusticia que recorre el cuerpo y lo rebela, lo pone a desear volver a encontrarse con otras en las calles como antes, aunque sea pura nostalgia: el pasado nunca vuelve. Y la confianza en que inventaremos otras formas de habitar el espacio público, de enlazar nuestros cuerpos para denunciar los horrores y crear nuevos amores.