Las mujeres caminamos por la calle con miedo. Con miedo y bronca, mujeres y todos, todos tenemos bronca, todos tenemos miedo de caminar con miedo desde que un fallo de la Corte Suprema de Pollo a la Napolitana de Injusticia amenaza con dejar en libertad a los torturadores, a los asesinos genocidas. Y femicidas. Y violadores: seriales, dando el mal ejemplo a los jóvenes potentes. Caminamos, vivas de milagro. Milagro no camina por la calle con miedo. Ni sin él. Sigue presa. Acusada de una literal huevada.

Una chica denuncia en Facebook el secuestro de otra. Dice estar angustiada. Camina llorando por Congreso. Caminamos con miedo y con tristeza. Si caminamos con furia y con alegría, después nos matan peor. El corrector ortográfico de Word, sumándose al espíritu de los tiempos, no me acepta "femicidas" pero sí "feticidas".

Me quedo en casa. Agos se queda en casa. Agostina, con su nombre de invierno, de verano en otro hemisferio, se queda en su casita a refrescarse del veranillo otoñal. Agos se muestra a Argos, el monstruo de miles de ojos, en la pileta saludando a sus amigos. Insiste en una aliteración agradable: "Hola. Pile". Y el monstruo Argos reacciona. No reacciona por los torturadores y asesinos que podrían salir libres, ni por la chica secuestrada que no se sabe dónde está ni quién la secuestró, pero Agos ha irritado a Argos, sí. Y esto es una tragedia, y de las griegas, donde el único culpable de todas sus desgracias es el o la mortal que atrae sobre sí la ira de los dioses. Y los dioses son tan crueles como inimputables pero los y las mortales no, los y las mortales somos el justo objeto de la ira de Argos, que reacciona irritado. No reproduciré las burlas, los insultos horrendos a una posible sexualidad y a un cuerpo, la catarata de diagnósticos salvajes que Argos, el de los miles de ojos, le descerraja a Agos. ¡A una niña! Pero nadie parece darse cuenta de que Agos es una niña, una adolescente que quiere comunicarse con sus amigos desde su pileta. Sus defensoras la reivindican como "mujer de alta autoestima" mientras las imparciales la defenestran con una definición elegante: "persona que hace el ridículo". No dicen nada de los monstruosos jueces ni de los viejos monstruos por cuya liberación han firmado. Todos estamos enojados con los jueces pero Argos está enojadísimo con Agos. No entiendo qué le pasa al nuevo monstruo, a Argos.

Mientras tanto, en Murcia, la patria chica del poeta Vicente Medina, por similar motivo cundió la ira de Argos. No por los asesinos genocidas de la dictadura que duró medio siglo, ni porque inmigrantes de otros continentes agonicen varados en las playas.

No. Lo que enoja a Argos es un muchacho de Murcia que una noche vio a una chica en el tranvía de Murcia, se enamoró de ella al verla y pegó cuatro cartas de amor en cuatro postes de la estación del tranvía de Murcia, dirigidos a: "la chica del tranvía".

Eso fue todo. Argos, el monstruo, con sus múltiples ojos, multiplicó los papeles: "murciano empapeló la ciudad", decían las noticias. Argos, al principio, no estuvo tan monstruoso. "Romántico", escribieron. Pero pronto una chica del tranvía, que no era esa chica del tranvía sino otra, cualquier otra chica de cualquier otro tranvía, le respondió con ira, también en un papel pegado en un poste: "¿Estás loco? No me busques más".

Y le habló de cómo las mujeres caminamos con miedo por la calle. Caminamos, vivas de milagro. Con miedo caminamos. Con miedo de los asesinos, de los femicidas, de los violadores, de los piropeadores, de los miradores, de los empapeladores seriales.

Muy enojado se puso el monstruo Argos con el muchacho murciano. Sobre él arreciaron las acusaciones, los muchos diagnósticos salvajes. El había puesto en el papel su número de teléfono para que la chica del tranvía (si ella quería) lo llamara. Lo llamaron. Los comités de ética de Murcia lo llamaban, para encarrilarlo, al muchacho. Amenazándolo con las peores cosas si la chica por puta casualidad era la novia del tipo que llamaba. El murciano dejó pasar unos días y dio de baja su teléfono. Luego, con una gallardía digna de un personaje de los "Aires murcianos" de Medina, dio la cara. No era un monstruo. Un detalle que terminó de irritar al verdadero monstruo, a Argos el de los mil ojos, fue que como al pasar dijo que la verdadera chica del tranvía lo había llamado.

Esa sí, digo yo, esa sí es una mujer: una mujer con la autoestima alta. Digo yo.

Argos dice otras cosas. De una chica que invita a la pileta a sus amigos o de un muchacho que pega cuatro papeles en el espacio público pidiendo a una chica que (si quiere) lo llame, Argos el monstruo de los mil ojos dice cosas horribles, monstruosas. Dice de todo menos el chiste fácil, cambiar una u por una a: no tiene sentido del humor.

¿Cuál es el crimen de estas pobres criaturas? ¡Ni un marciano dejaría de darse cuenta! Agos y el murciano han usado un medio de comunicación para comunicarse. No para exhibirse, sino para comunicarse. No para verse reflejados en su propia perfección y absoluta completud, sino para mostrar una falta: la necesidad de que estén presentes los amigos, o de que se materialice un nuevo amor encontrado por la calle. Jóvenes sanísimos, reclamaron presencia. Demandaron amor. Buscaron alegría en las calles del miedo, pidieron simpatía a los miles de ojos del monstruoso Argos del terror. Juran que no lo volverán a hacer más. "Cada uno en lo suyo", decía un lema de una dictadura cuyos imprescriptibles criminales saldrían libres en un tiempo no tan distinto de aquel.