El de Cristian Mungiu (n. 1968) es uno de los nombres indiscutibles de la renovación reciente del cine rumano, una pequeña cinematografía que –sin embargo, y como su par portuguesa– continúa ofreciendo al mundo, año tras año, películas de enorme fuerza creativa y originalidad. 4 meses, 3 semanas, 2 días, con su Palma de Oro en Cannes en el año 2007, fue el film que lo hizo célebre en todo el mundo, un relato duro y tenso cuya puesta en escena obsesiva, quirúrjica, no lograba ocultar un efectismo emocional de dudosa raigambre. El último largometraje del realizador, que también tuvo su debut en la Croisette, lo encuentra deslizándose sobre aguas algo más sutiles, sugestivas y, eventualmente, profundas. A pesar de partir de un hecho de violencia (que nunca se verá, a excepción de un fugaz video de vigilancia) la historia de Graduación no apunta sus cañones a una decisión tan compleja y peligrosa como abortar en la Rumania comunista, sino a una serie de diminutas resoluciones de la vida cotidiana –aparentemente inocuas en sus consecuencias directas– y su relación con el entramado familiar y social de los tiempos que corren.

“Sobre la ética individual, de los dichos a los hechos”, podría llevar como subtítulo Graduación, que encuentra a la joven Eliza a punto de dar un importante examen final en el bachillerato (el bacalaureat del título original) que podría abrirle las puertas de un viaje de estudios en el exterior, dejando atrás la vida en su pueblo natal por una nueva en el Reino Unido. Ese parece ser el mayor deseo de su padre, Romeo, un respetado médico que ambiciona lo mejor para su hija, aunque ese anhelo combine la paternidad amorosa con la sublimación de las frustraciones más íntimas, de todo aquello que no se pudo o no se quiso hacer en otros tiempos. Un intento de violación en las proximidades de la escuela, el mismo día del examen, comenzará a cambiar varias cosas, en principio de manera microscópica, revelándose finalmente como el comienzo de un efecto bola de nieve. Lo que ocurrirá de allí en más no será tanto una búsqueda del culpable (aunque haya algo de eso, apoyada en la ayuda de un jefe de policía amigo de Romeo) sino la descripción de una cotidianeidad ligeramente alterada: las visitas al hospital, los encuentros con una amante de larga data, la constatación de una relación matrimonial al borde del precipicio, el enfrentamiento cada vez más pronunciado con su hija.

La primera secuencia despliega las armas de lo concreto como elemento simbólico: la tranquilidad (normalidad sería un término más preciso) de una mañana en el departamento que comparten Romeo, su mujer Magda y Eliza se ve perturbada por una piedra lanzada desde la calle hacia la ventana del living. Esos vidrios rotos por ¿quién?, ¿por qué? –el primero de una seguidilla de extraños hechos de violencia– anticipan una alteración aún mayor, que no tardará en llegar. Para Mungiu, sin embargo, se trata apenas de un punto de partida, casi una excusa: el miedo a que su hija falle en ese examen –para el cual se ha venido preparando durante meses– por un incidente de origen externo dispara la posibilidad cierta de un hecho de corrupción escolar que, en otras circunstancias, nunca hubiera cruzado por su cabeza.

A partir de ese momento, la película avanza lenta pero inexorablemente hacia un derrotero personal que termina dándole forma a la descripción de una trama de corruptelas, compensaciones económicas y “ayudas” entre amigos que sobrevive en la sociedad rumana a treinta años del fin de la era de Nicolae Ceau?escu (descripción que puede hacerse extensiva a muchas otras sociedades, por cierto, y no demasiado lejanas geográficamente). Algo similar ocurría en la reciente y magistral El tesoro, de Corneliu Porumboiu, pero el estilo de Mungiu se ubica más cerca del naturalismo seco, menos osado a nivel formal y más afecto al hiperrealismo de las actuaciones y los diálogos como sostenes esenciales del motor narrativo. Afortunadamente, el realizador nunca cae en el facilismo del sermoneo: no hay aquí una crítica despiadada a las miserias de la clase media, aunque sí una descripción certera de algunos de sus miedos y zonas erróneas. Con escasa piedad, pero sin abandonarse por completo a la imposibilidad de la empatía.