El pasado 16 de septiembre, el periodista Julián Varsavsky brindó una charla exclusiva para las y los soci@s de Página/12 a partir de sus crónicas surcoreanas en el libro Corea, dos caras extremas de una misma nación --Ediciones Continente— donde cruza miradas y vivencias son su colega Daniel Wizenberg, quien viajó a Corea del Norte y dará otra charla complementaria el 23 de septiembre. Varsavsky arrancó su investigación –y la exposición-- a partir del sistema educativo surcoreano como reflejo de la sociedad del rendimiento y el cansancio, conceptos del filósofo coreano Byung Chul Han.

Uno de los ejes de ese modelo educativo es el suneung, un examen anual y común que rinden medio millón de aspirantes a ingresar a las universidades de todo el país, privadas y públicas. El día previo al gran examen nacional –segundo jueves de noviembre— las evaluaciones recién impresas salen de las fábricas impresoras en camiones controlados por la policía y las cámaras de TV. Y el día del examen –dura 8 horas y venite minutos— la bolsa de comercio abre dos horas más tarde para atrasar las actividades laborales y alivianar el transito matutino, y que los alumnos puedan llegar a horario sin imprevistos: atrasarse un minuto significaría perder un año.

Durante la parte oral del examen de inglés se suspenden los vuelos de avión y a lo largo del día los vigiladores del examen deben medir bien sus actitudes: podrían ser denunciados por los alumnos si acaso tuviesen un perfume muy penetrante, le clavaran la mirada a algún examinado o taconearan muy fuerte, generándoles desconcentración. El 1% suele alcanzar el objetivo de los 490 puntos sobre 500, lo que les permite entrar a una de las tres mejores universidades del país, que podría garantizarles un buen trabajo en alguna empresa emblemática de los conglomerados surcoreanos como Samsung, Hyundai y LG, donde trabajarán 12 horas de lunes a viernes y a veces sábados y domingos. Lo que se define en ese examen es –en el fondo— el status social que tendrá esa persona a lo largo de su vida en esa sociedad estratificada socialmente a la manera confuciana, donde uno de los principales valores de reconocimiento es el nivel educativo.

Para llegar a ese examen, los niños se van preparando desde el kindergarden, cuando comienzan a ir a clases privadas de inglés, a veces antes de dominar el coreano. Estos institutos se conocen como hagwon y a medida que los adolescentes avanzan en la secundaria, pasan cada vez más horas extracurriculares allí estudiando de todo. Un dicho muy repetido afirma que quien duerma más de cinco horas por día, no habrá aprendido lo suficiente para sacar una buena nota en el suneung. Los niños transcurren su infancia jugando muy poco –esto ha sido denunciado en la ONU por no respetar su derecho a jugar– y los adolescentes casi no hacen otra cosa en su vida que estudiar. A tal punto ha llegado la obsesión por asistir al hagwon, que se tuvo que crear una ley para que los cierren a las 10 de la noche: funcionaban hasta bastante más tarde. Esta acaso sea la única ley en el mundo que prohíbe estudiar demasiado. Pero muchos institutos tratan de evadir la prohibición y existen patrullas nocturnas controlando que estén cerrados. Hay otros llamados kisuk hagwon donde los alumnos se internan –de manera voluntaria-- 10 meses a estudiar, literalmente incomunicados, sin TV ni teléfono, sin poder salir siquiera los domingos.

En su relato oral, Varsavsky cruzó su trabajo de campo con la obra de Byung Chul Han, quien plantea que el capitalismo post Guerra Fría ha logrado interiorizar la vigilancia laboral, instalándola en la cabeza del trabajador. Desde el momento en que se hace coincidir la idea de trabajo con la de libertad --apelando al “tú puedes” en lugar del “tú debes”-- se positiva el concepto de explotación, que muta en auto-explotación voluntaria, impulsada por la idea de realización, ante la promesa seductora del consumo. La estructura coactiva del trabajo se oculta tras la aparente libertad del individuo. Pero este “sujeto de rendimiento” entregado al éxito sigue disciplinado: trabaja hasta el límite de la resistencia de su cuerpo. En una oficina --o en la calle pedaleando con una caja en la espalda— ese sujeto tiene una productividad mayor a la de la vieja sociedad disciplinaria foucaultiana, devenida hoy en “sociedad de rendimiento”.

El sujeto de rendimiento surcoreano tiene una de las jornadas laborales más extensas del mundo y puede morir por guarosa: muerte súbita por exceso de trabajo. Casi no ve crecer a sus hijos porque llega tarde a casa e invierte gran parte del ingreso en educación. Si fracasa, al haberse diluido la idea de explotación, en lugar de rebelarse, se deprime y colapsa por recalentamiento neuronal: Corea del Sur tiene una de las tasas de suicidio más altas del mundo. Por eso –plantea Han-- hemos pasado de la biopolítica que sujetaba los cuerpos a la cadena de montaje en la sociedad disciplinaria, a una psicopolítica individualista que interioriza el control: ya no hay un otro a quien culpar.

Byung Chul Han actualiza la metáfora panóptica de Foucault conceptualizando la idea del panóptico digital. Se refiere a una nueva visibilidad total que permite verlo casi todo a través de los medios electrónicos. La hiperconectada Corea del Sur tiene la velocidad de navegación por internet más rápida del mundo y es el laboratorio más osado de la “sociedad de la transparencia”. El control panóptico de la sociedad disciplinaria funcionaba a través de una mirada lineal en perspectiva desde una torre central. Los reclusos no se veían entre sí –ni divisaban al vigilante– y hubieran preferido no ser observados para sentirse más libres. El panóptico digital pierde su carácter perspectivista: en la matrix cibernética todos ven a los demás y se exponen para ser vistos. El punto único de control que tenía la mirada analógica desaparece: nos observan desde todos los ángulos. Pero el control continúa, de manera más efectiva: cada persona le entrega a las demás su intimidad, generando vigilancia mutua. Esta visión total convierte a la sociedad transparente en una sociedad de control más eficiente porque no nos sentimos vigilados: nos interconectamos de manera permanente desde un lugar de aislamiento, generando una hipercomunicación adictiva, multifocal e intermitente. Esto resulta en una información inconexa –sin pasado ni futuro– donde es muy difícil establecer sentidos. La sobrecarga informativa y el exceso de luminosidad tendrían un efecto cegador: el mundo termina siendo un gran panóptico donde desaparece el muro que separa el adentro y el afuera.

Este homo-digitalis alimenta el nuevo panóptico impulsado por voyerismo y exhibicionismo: colabora con gusto en su construcción y lo usa de plataforma exhibicionista para su desnudamiento voluntario. Cada persona se convierte en su propio objeto de publicidad, adquiriendo valor en la medida en que se exponga y sea reconocida a través del “me gusta”. Para ello el cuerpo debe ser optimizado, de allí el auge del gimnasio y la sobrevaloración de la belleza física: Corea del Sur –en tanto Meca digital– es también el paraíso asiático de las cirugías estéticas. La torre de control central del viejo panóptico ha desaparecido en esta red sin centro, donde terminamos siendo nuestro propio panóptico: el smartphone deviene en confesionario móvil que suplanta a la cámara de tortura de la novela 1984 de Orwell. Allí confesamos todo y el Big Brother muta en un Big Data más amable y seductor.

La premiada película Parasite –del director Bong Joon-ho-- pone de relieve los daños colaterales del llamado “milagro coreano”, donde hubo un desarrollo frenético mientras crecía una desigualdad estratosférica con familias como la del joven docente viviendo en los subsuelos: en Seúl las villas miseria son subterráneas, refugio antimisiles devenidos en casa. Los ricos –como la otra familia de la película— tienen sus propios búnkeres preventivos ante una conflagración nuclear. La niña rica de esta ficción más o menos verosímil, se puede dar el lujo de no asistir al hagwon: le traen los docentes a casa, quienes terminan parasitando a quienes los contratan. La debacle trágica de la frustrada familia pobre de Parasite, es la forma que eligió el director para hacer explotar la olla de presión surcoreana, casi siempre muy bien contenida por el confucianismo y sus tácticas para evitar el conflicto manteniendo en la tierra la armonía cósmica, mediante un respeto riguroso de las jerarquías y normas de la sociedad. El final de Parasite hace explotar al confucianismo por los aires.