Tristeza, amargura y un sentimiento de derrota son sentimientos no siempre confesables. No obstante, las imágenes de debacle individual y colectivo pueden caber en una poesía sin perder refinamiento. Y, al leerla, uno puede sentir que está menos solo en el mundo. De esto habla Todos nosotros, la completa compilación de Raymond Carver (1938 – 1988), más de trescientos poemas que permiten acceder al corazón de su escritura y también a las zonas sensibles de un alma en estado de necesidad no únicamente económica, necesidad de comprensión, digo, y léase solidaridad, amistad o simplemente amor en tiempos difíciles. No fueron mejores los tiempos que le tocaron en sus cincuenta años. Tampoco lo son estos que ahora vivimos. Y es lo que sostiene su vigencia.

La sensación al leer sus versos es de internarse en las zonas sensibles de una subjetividad golpeada y percibir que ese infierno privado es común a “todos nosotros”. Esta es la poesía de un tipo que no podía olvidar “su vida anterior, / con la que cargaba a todas partes / como si fuera una mochila”. Leída en orden cronológico, su poesía permite inferir que el pasado, esa sombra, está siempre ahí. Y él empezando cada día, con la misma dificultad y las mismas dudas que empieza a escribir cada mañana, acosado por la culpa y el dolor que lo siguen a todas partes. En cada verso está el registro de un combate consigo mismo: “Se cierra la puerta por fuera y tratas de entrar”, titula un poema y puede ser leído como metáfora existencial del “francamente avergonzado por el daño que había causado”.

Pobreza, desocupación, indigencia, frustraciones y descarríos de la marginalidad son sus temas. Y el alcohol, siempre el alcohol. Sus estragos están en ese poema que le dedica su hija: “Ya eres mayor, y preciosa. /Eres una borracha preciosa, hija. / Pero una borracha. No puedo decir que se me parta/ el corazón. No tengo corazón cuando se trata/ de la bebida. Es triste, sí. Sólo Dios lo sabe. // Llevas tres días borracha, me dices, cuando sabes jodidamente bien que la bebida es veneno/ para nuestra familia. / ¿No te servimos de ejemplo/ tu madre y yo? Dos personas / que se querían a golpes, / que acabaron a golpes con el amor que se tenían, vaciando vaso tras vaso, / maldiciones, desgracias, traiciones. / Debes estar loca. ¿No has tenido suficiente?”.

“Que no haya ideas sino en las cosas”, proponía William Carlos Willams. Carver quiso ponerlo en práctica. “Un escritor”, pensaba, “no tiene por qué ser el más inteligente de la cuadra sino uno que se para ante las cosas y las nombra desde una mirada nueva”. Difícil hablar del Carver narrador y su fama sin tener en cuenta el lápiz corrector de Gordon Lish, el editor que advirtió lo potente de su escritura y lo lanzó al estrellato literario. Más que una poda a su prosa, Lish le impuso una tala. Y Carver la aceptó.

Sus poemas permanecieron a un costado cuando en realidad han sido, desde un comienzo, centrales en su producción. Porque su poesía es el río que se ramifica luego en narrativa. Por tanto sus poemas pueden ser leídos como las bases de sus cuentos. Pero en sus poemas, si bien predomina una manifiesta intención narrativa del instante, su búsqueda es la misma de su escritura de cuentos. Escribía una versión y la guardaba en un sobre. Dejaba pasar un tiempo, le volvía encima, corregía, limaba, ajustaba. Y volvía a guardar el sobre. Esta obsesión en macerar el lenguaje se percibe nítida en la lectura de sus poemas. Su búsqueda disponía una alta dosis de misticismo, de aspiración al satori. Lo que buscaba, ni más ni menos, era una revelación. Pero el sendero hacia esa luz tropezaba en más de un revés de la vida diaria, y entonces lo que encontraba era un poema como “La lapicera”. Queda claro en un instante autobiográfico: “La lapicera que narraba la verdad / terminó dentro del lavarropas/ por tantas preocupaciones. / Salió una hora más tarde y la arrojaron / al lavarropas junto a un par de jeans/ y una camisa a cuadros./ Los días pasaron y ella permaneció/recostada serenamente sobre el escritorio/ frente a la ventana./ Ella pensaba que estaba acabada./ Sin una sola convicción. Sin voluntad. / Pero una mañana, poco antes del amanecer, / se reanimó/ y escribió: “Los campos húmedos duermen/iluminados por la luz de la luna”. Es decir, no se limitó a narrar sus penurias sociales. Iba más lejos. Y más hondo. Escarbaba en intimidades propias y ajenas que conocía como la palma de su mano.

Su cuentística se prestó al malentendido crítico: se lo clasificó como minimalista (por la forma) y a la vez como “realista sucio” (por el contenido). En verdad sus piezas respiran un aura chejoviana y resignifican la tradición de la short-story. De su maestro ruso extrajo las lecciones para capturar lo cotidiano en pocas palabras, las esenciales. “Si una historia se puede contar en diez palabras”, preguntó alguna vez, “¿por qué usar once?”. Su estilo puede parecer fácil, pero esta es una impresión falsa, lo que explica el caudal de imitadores que le surgieron a partir de los ´90. Nada más complejo que su elaboración del contar en silencio, con naturalidad y distancia, introduciendo una sombra de amenaza.

Una vez muerto Carver, su viuda, la poeta Tess Gallagher, habría de publicar los mismos cuentos en la versión pre-Lish, Principiantes. A tener en cuenta, cuando Carver le había presentado sus cuentos a Lish no le importaba más que publicar y estaba dispuesto a ceder en todo. Pero si se compara un mismo cuento en cada versión, resultará más acerada y punzante la versión Lish, que extrema el mecanismo Hemingway de la teoría del iceberg, y se ajusta a sus personajes lacónicos, inequívocamente white-trash, hombres, mujeres y chicos que nunca saldrán de esas viviendas baratas en las que siempre se oye como telón de fondo un electrodoméstico descompuesto, una tele, gritos de una pareja matándose. Indiscutible: en las dos versiones reverbera una sustancia personal, intransferible.

 

Carver había recompuesto su vida al conocer a Gallagher. Pero la felicidad le duró poco. Se casaron en secreto en Reno, Nevada. Y allí fue la luna de miel, apostaron en los casinos. Y ganaron. Pero la suerte estaba echada: ya tenía cáncer. Su poema final se llama “Último fragmento” y funciona como epitafio: “¿Y conseguiste lo que/ querías en esta vida? Lo conseguí. / ¿Y qué querías? / Considerarme amado, sentirme / amado sobre la tierra”.