El fallo por el cual la Corte Suprema de Justicia concede el beneficio del 2x1 a los condenados por crímenes de lesa humanidad excede por largo las cuestiones partidarias, electorales, salariales, las puntuales confrontaciones adentro y fuera de las instituciones políticas, sindicales, barriales, religiosas, sanitarias, etc; y cualquier otro conflicto que haga a la vida de la comunidad. Se trata de un fallo que, cual siniestra paradoja, denigra el lugar y la función que hace posible la vida en común: la justicia. Ergo: más que un fallo/falla de la administración de justicia, se trata de una renuncia a su función.  Lo que está en juego entonces es la vida misma de la comunidad en tanto tal, la posibilidad de una convivencia civilizada, es decir, ese reconocimiento que hace del respeto al semejante la condición de nuestra propia integridad física, psíquica y espiritual. Por algo decía Marx que “en cierto modo, con el hombre sucede lo mismo que con la mercancía. Como no viene al mundo con un espejo en la mano, ni tampoco afirmando, como el filósofo fichteano, ‘yo soy yo’, el hombre se ve reflejado primero sólo en otro hombre. Tan sólo a través de la relación con el hombre Pablo como igual suyo, el hombre Pedro se relaciona consigo mismo como hombre. Pero con ello también el hombre Pablo, de pies a cabeza, en su corporeidad paulina, cuenta para Pedro como la forma en que se manifiesta el género hombre”1.  

Un proyecto enloquecedor 

Desde ya, esta escandalosa decisión no sale de la nada. Mucho más que un mero cambio de administración, el 10 de diciembre de 2015 hace su formal ingreso a la instancia máxima del poder político en Argentina un proyecto orientado a suprimir la vocación por el debate, los lazos de solidaridad, la capacidad deseante y la pasión en la vida de los argentinos. Con la monstruosa premisa según la cual todo aquello que no sintoniza con lo normal o el orden natural de las cosas –léase: el mercado– es ideología descartable, este proyecto pretende obturar, suturar y borrar las vías por las que toda comunidad tramita y expresa el malestar que distingue a un colectivo humano respecto de una colmena o una máquina. Se trata de un proyecto cuyo efecto enloquecedor explica el negacionismo que distingue a sus principales funcionarios.

Basta colegir que pocos días atrás esta sociedad, abrumada por la escalada femicida, estallaba de indignación por el juez que, contra todo lo que indicaban las pericias, había dejado suelto a un asesino femicida. Fiel a su demagogia punitiva, en esos días el gobierno envió al Congreso un proyecto para limitar las excarcelaciones, al tiempo que el colectivo Ni Una menos y otras organizaciones advertían la inutilidad de la iniciativa.  Ahora, este mismo gobierno que prometió seguridad, paz y concordia celebra –de manera más o menos oculta y solapada– el fallo que concede el beneficio del 2x1 a los condenados por crímenes de lesa humanidad. Pocas situaciones como la que ilustra nuestra actual escena nacional traslucen la esquizofrenia a la que el vaciamiento del discurso nos condena. Y que conste que no nos referimos tanto a la especial experiencia de esos sujetos cuyo cuerpo no hace amarra con la palabra, sino al flagrante cinismo con que el discurso oficial amenaza dejar perplejos, sin respuesta, aislados y atónitos, a los ciudadanos y su buena fe.

La ignominia del campo 

De allí que entre las múltiples palabras que le cabe al fallo de la Corte elegimos el vocablo ignominia, el cual hace referencia al estado de quedar privado del nombre, esa nuda vida que reduce los sujetos a un número grabado en la piel: 2x1. De hecho, si nos cuesta encontrar un calificativo que designe el acto de estos jueces es porque nos han dejado sin nombre para eso que no tiene nombre, léase: lo real en lo social. Fue muy preciso en este punto Lacan al ubicar en el campo de concentración lo real en lo social, a saber: ese resto inasimilable que rechaza toda tramitación simbólica, el Padre abominable de la horda, tal como Freud eligió figurar ese detrito inhumano que, por ejemplo, el terrorismo de estado puso en acto en los años más oscuros de nuestra historia. Hoy el perverso y enloquecedor proyecto del macrismo pretende hacer de nuestra comunidad otro campo de concentración. De consumidores. 

Riesgo para los testigos 

Una vez más los testigos en juicios de lesa humanidad constituyen el más clarividente testimonio de ese real en lo social. Quien haya tenido ocasión en estos días de dialogar –sea en el consultorio o durante una simple charla– con esas personas cuyo relato de la experiencia en el campo hicieron posible las condenas a los genocidas, coincida quizás en señalar el efecto que la noticia del fallo imprimió en los cuerpos: una abrumadora sensación de pesadez, signo inequívoco de la palabra que amenaza desamarrarse del cuerpo. No es casual, si algo distingue al trauma es la imposibilidad de eliminar, por la vía simbólica, ese resto que cada ser hablante canaliza y orienta como puede según los recursos a su alcance: sea el trabajo, el amor, el arte o la lucha por la justicia. Por algo, ya avanzada su enseñanza, Lacan señala que “la angustia se sitúa en un lugar diferente que el miedo. Es el sentimiento que surge de esa sospecha que nos asalta de que nos reducimos a nuestro cuerpo”2, es decir reducirnos a nuestra condición de meros objetos, tal como los atroces testimonios de las torturas así lo atestiguan. Este fallo que reinstaura la impunidad en la Argentina abre las puertas a los peores fantasmas: basta con evocar a Julio López, el testigo desaparecido tras brindar el testimonio que posibilitó la condena al cura Won Wernich y al ex comisario Etchecolatz. 

Testigos o superstes 

No es necesario abundar en razones y fundamentos para argumentar cuánto cuidado requiere nuestra dañada y valiente gente que accede y accedió a brindar su testimonio. De lo que se trata es de vislumbrar en qué consiste ese resguardo. En Lo que queda de Auschwitz, Giorgo Agamben desarrolla la diferencia entre testigo y superstes. El primero es aquel que, por poner cierta distancia respecto de los hechos, logra brindar una versión que resguarde su integridad psíquica. El superstes, en cambio, es quien, por estar aún presente en los hechos, no logra ubicar cierta distancia respecto de su fidedigno relato; queda tomado de tal forma que el trauma ominoso sobreviene actualizado, en su subjetividad. Por eso, para Lacan, esta acepción de testigo remite a mártir del inconsciente.  ¿Hasta dónde no somos todos un poco superstes? Si de lo que se trata es de evitar la repetición de un pasado de horror, es necesario el compromiso que la comunidad toda debe asumir para proclamar el más decidido rechazo a la impunidad.

* Psicoanalista.

1. Carlos Marx, El Capital, México, Siglo XXI, trad. Pedro Scaron, pag. 65

2. Jacques Lacan, “La Tercera” en Revista Lacaniana N° 18, Buenos Aires, EOL, 2015, p. 27.