El comunista y la hija del comunista es el segundo libro de Jane Lazarre que se traduce a nuestro idioma. El anterior título de esta novelista y ensayista estadounidense fue El nudo materno. Y aunque no sea así, este nuevo volumen bien podría llamarse El nudo paterno: porque de desanudar o desandar ese lazo se trata, de analizar ese vínculo trascendente y encarnado, en mil vueltas a lo largo del tiempo y el espacio, condensadas en 350 páginas de total intensidad teórica y emocional.

Hay que saber que Lazarre es una una autora de tres libros fundamentales de la escritura memorialística: el recién mencionado sobre la maternidad, Beyond the Whiteness of Whiteness: Memoir of a White Mother of Black Sons (1995) centrado en las fricciones identitarias y raciales en los Estados Unidos; y finalmente el que tenemos entre manos. A lo largo de los últimos cuarenta años, su trabajo se ha repartido entre la docencia en instituciones prestigiosas como la Universidad de Yale o el City College de Nueva York y columnas para diarios y revistas. Antes de todas estas derivas estuvo El nudo materno, donde planteó sus ideas centrales y que con el correr del tiempo se convirtió en un clásico del feminismo. Y al final del recorrido está El comunista y la hija del comunista. Sin dudas un libro maduro, complejo, que escribe entrados ya los setenta años, en el que se propone poner bajo las luces al hombre que la marcó más profundamente que ninguno, su padre.

Uno de los aspectos más interesantes de este libro, es que si bien son memorias, Lazarre pone continuamente en duda lo que ocurrió, lo que recuerda, lo que pudo haber inventado, lo que quisiera que haya ocurrido, lo que le dijeron pero desconfía, lo que no le dijeron pero presiente cierto. Todo esto forma parte de la complejidad de dejar un testimonio. Su padre lleva décadas muerto pero ella evoca una y otra vez sus largas charlas, el modo en que ella lo veía de niña y también el desafiante con que lo vio cuando se convirtió en adulta. Su inmersión en ese colador que es la memoria se acompaña de otros materiales que la secundan, con los que comprueba ideas, descubre detalles, refuta versiones: cartas, fotografías, documentos judiciales, del FBI, libros de historia. Y es que su padre, Bil Lazarre, no fue un hombre cualquiera, sino más bien lo contrario.

Itzrael Lazarovitz, William Lazar, Bill Lazarre. Ni siquiera su nombre es único y fijo, si no que ha tenido varios, el que le pusieron en su Rumania natal, el que anotaron cuando entró a EEUU, el que le dio el Partido Comunista, el que corrigió su mujer para que quedara más coqueto. El recorrido que la hija hace de la vida del padre podría presentarse con las mismas palabras que el cineasta lituano Jonás Mekas – otro viajero forzado-- definió el suyo en sus memorias-diario: “Te invito a leer todo esto como fragmentos de la vida de alguien. O como una carta de un extranjero que siente nostalgia. O como una novela, ficción pura. Sí, te invito a leer esto como una ficción. El tema, la trama que anuda estas piezas es mi vida, mi desarrollo. ¿El villano? El villano es el siglo XX”. Bill Lazarre nació en una Rumania más que hostil, asediada por los pogrom y los cosacos; fue parte de la gran inmigración a los Estados Unidos en las primeras décadas del 1900, donde tuvo que aprender de cero una lengua; antes y después tuvo unos principios que lo sostuvieron, lo lanzaron a la aventura, lo conectaron con el mundo y el dolor que lo rodeaba: su ferviente adhesión al Partido Comunista. Un dogma y una práctica que lo llevó muchas veces a la cárcel, otras a la URSS a formarse, y la central, en la que se detiene más páginas de este libro: a combatir como parte del Batallón Abraham Lincoln en la Guerra Civil Española.

De todo esto vamos enterándonos lentamente, en un libro cuya estructura parece nunca avanzar, sino ir metiéndose más y más adentro del testimonio, de la pasión memorialística, de los motivos que lo empujaron al padre y los que empujan a la hija, el punto donde divergieron –en un momento la dicotomía para Jane Lazarre fue Marx o Freud; finalmente se quedó con los dos—y el punto donde se encuentran. Esos momentos en que ella se descubre cantando las mismas canciones que entonaba su padre, cuando la intranquilidad por el curso de la Historia, los problemas económicos y la soledad no lo dejaban dormir. Hay algo más, un detalle muy significativo: la madre de Jane y su hermana murió cuando ella tenía siete años. Así que este padre evocado fue un padre solo, que lidió como pudo con sus pasiones terrenas: El Partido y sus hijas.

Muchas escenas brillan a lo largo de las páginas por su fuerza poética y significante. Cada una impacta en su particularidad, en la potencia del fragmento, pero a la vez se vincula con las otras por reflexiones que su autora –feminista histórica y defensora de los derechos humanos consumada-- extrae de cada hecho paradigmático. Pequeña y gran Historia se cruzan, empujándose muchas veces una en brazos de la otra. Lazarre joven, a principios de los sesenta, rebosante de libertad yendo a visitar a su padre al hospital; Lazarre adulta recibiéndolo en su casa en la convalecencia de su infarto y escuchando todas sus historias en el Partido; Lazarre mayor viajando con su marido a España y visitando el único monumento a los combatientes Batallón Abraham Lincoln que hay en el país; Lazarre llevándose una parte de las cenizas de su padre a su casa y mezclándolas con una planta que florece a veces.

Algo así ocurre también con este libro. Las enseñanzas de Bill, un duro y sensible ciudadano que mantiene su entereza más allá de la viudez, de las amenazas en la caza de brujas del macartismo, de sus luchas perdidas en la sangrienta España de la guerra civil y luego, de la devastación que dejó los inocultables estragos del estalinismo. Todas esas ideas, palabras y canciones son cenizas, pero también tierra fértil, donde la hija puede afianzarse. Entre lo muerto y lo vivo, lo que ya no es y se perdió para siempre y lo que todavía puede renacer.