El presidente francés, François Hollande, lega hoy a Emmanuel Macron un país martirizado por el terrorismo jihadista, con tibios signos de recuperación económica y una profunda división política y social encarnada por el ascenso de los extremismos. 

El socialista, que en el 2012 puso fin a 17 años de presidencias conservadoras, no parece triste por pasar las riendas del país a manos del que fuera su consejero personal, asesor presidencial y ministro de Economía durante dos años. Pero abandonará el palacio del Elíseo con el gusto amargo de un nivel de aprobación ínfimo, incapaz de haber convencido a los franceses de su acción política, percibida por una mayoría como un fracaso sin paliativos. El presidente que pretendía contrarrestar la línea económica austera impuesta a nivel europeo por la canciller alemana, Angela Merkel, resbaló en el intento, frenado por sus propios problemas económicos internos y obligado a afrontar otros frentes, como el de la lucha contra el jihadismo. 

Nunca Francia había sido golpeada con tanta brutalidad por el terrorismo, que se ensañó con el país. La redacción de la revista Charlie Hebdo, la sala Bataclan y el paseo de los Ingleses de Niza fueron los tres momentos más tristes del mandato de Hollande, quien tuvo que lamentar la muerte de más de 230 personas en atentados. Con gesto grave, trató de unir al país frente a esa barbarie, pero ni siquiera consiguió armar un frente común, como certificó la división que provocó su proyecto de reforma de la Constitución para quitar la nacionalidad a los terroristas. 

Una muestra más de que el socialista se mostró incapaz de meterse en la piel de la función presidencial, tal y como la diseñó en los años 50 el general Charles de Gaulle: un hombre que encarne al pueblo. El consenso que consiguió en política exterior cuando lanzó a sus tropas a combatir al terrorismo en África, en Mali primero y luego en la República Centroafricana, se resquebrajó en Siria, cuando Hollande se convirtió en el más duro látigo contra el presidente Bashar al Assad. 

Fue el primer líder occidental que recibió a la oposición democrática siria y el más proclive a bombardear al régimen de Damasco cuando en agosto del 2013 fue acusado de utilizar armas químicas, un proyecto que frenó el presidente estadounidense Barack Obama y que no consiguió un total respaldo doméstico. 

Hollande, que en el 2012 controlaba el Ejecutivo, el Legislativo y la casi totalidad de las regiones, deja un Partido Socialista al borde de la implosión, con una perspectiva nefasta en las legislativas y sin apenas poder territorial. Quizá por ello se convirtió en el primer presidente francés que renuncia a renovar su mandato, con el único consuelo de ponerlo en manos de un joven cuya carrera política lanzó cuando, allá por 2011, se lanzaba a la conquista del Elíseo. 

A Macron se atribuye, precisamente, el giro económico liberalizador que Hollande dio a su política –marcada por la reducción de impuestos patronales y la reforma laboral– que lo distanció de amplios sectores de la izquierda. Una línea que no logró el anunciado despegue económico del país, _ni conseguir los logros que el mandatario había prometido, sobre todo la reducción del desempleo, que solo comenzó a percibirse en el último tramo de su mandato y fue tan ligera como discontinua. Si cerró 2016 con 105.400 desempleados menos, en marzo pasado se sumaron 43.700 más a las listas. Tampoco cumplió su compromiso de estabilizar las finanzas públicas, ni el de reducir la deuda.