El G20, el grupo de las veinte mayores economías del mundo, se convocaron el último fin de semana de octubre de este año, en Roma, Italia, y entre otros temas en agenda, uno se refiere a la propuesta de aplicar un impuesto especial del 15 por ciento a multinaciones de algunos sectores económicos. 

Los presidentes de las naciones más poderosas tendrán entonces que pronunciarse sobre el acuerdo adoptado el viernes 8 de octubre por 136 países bajo la égida de la OCDE para cambiar el sistema de fiscalidad de las multinacionales.

Los 14 miembros de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional enviaron una carta a los miembros del G20. Estos economistas e intelectuales reconocidos internacionalmente -entre ellos Joseph E. Stiglitz, Thomas Piketty, Gabriel Zucman, Eva Joly, José Antonio Ocampo y Jayati Ghosh- expresaron una posición crítica a esa propuesta y consideraron que el acuerdo alcanzado beneficia principalmente a los países ricos.

La misiva completa es reproducida aquí por el suplemento Cash. 

La carta

Hace ocho años, ustedes encomendaron a la OCDE que pusiera fin a la evasión y elusión fiscal de grandes empresas que costaba a los países al menos 240.000 millones de dólares al año en ingresos fiscales perdidos

Tras años de negociaciones en las que participaron 140 países, el acuerdo anunciado demuestra que por fin es posible cambiar un sistema que se construyó hace cien años. El acuerdo reconoce como principio básico la necesidad de aplicar una alícuota mínima global en la tributación empresarial para acabar con el modelo de negocio de las guaridas fiscales

Con la aplicación de una alícuota mínima global, los beneficios de las grandes corporaciones serían gravados al menos a esa tasa, sin importar donde decidan las grandes corporaciones registrar sus beneficios. 

El acuerdo también reconoce por fin la realidad de considerar a las multinacionales como entidades unitarias a efectos fiscales independientemente de que operen en distintas jurisdicciones, por lo que sus beneficios mundiales deben tributar en función de sus actividades globales reasignando beneficios a cada mercado en el que operan en función de factores clave sobre los que se configura la realización de los beneficios reales del grupo (por ejemplo, el número de trabajadores, el volumen de ventas y los activos), de modo que las multinacionales ya no puedan elegir dónde registrar sus beneficios.

Sin embargo, este proceso de reforma se ha diluido de tal manera que beneficiará abrumadoramente a los países ricos.

Las propuestas de una alícuota mínima efectiva global del 21 por ciento (o, incluso mejor, del 25 por ciento, como defendemos) han sido rechazadas, y se optó básicamente por el mínimo común denominador del 15 por ciento: un éxito para Irlanda y un fracaso para el resto del mundo.

Una reforma que podría haber aportado más de 200.000 millones de dólares de aumento de ingresos fiscales en todo el mundo con una alícuota mínima del 21 por ciento, sólo aportará 100.000 millones de dólares al 15 por ciento

Al dar prioridad a la aplicación del impuesto mínimo a los países donde se encuentran las matrices de las multinacionales, se estima que la mayor parte de los ingresos adicionales apenas beneficiará a un pequeño número de países ricos. Esto deja de lado la aplicación del principio de equidad que ustedes mismos acordaron, según el cual las empresas deben tributar en las jurisdicciones donde se generan sus beneficios.

Existe la legítima preocupación de que una alícuota mínima global tan baja se convierta en la norma mundial, y que una reforma que pretendía garantizar que las multinacionales pagaran su parte justa acabe haciendo justo lo contrario. 

Los países en desarrollo serían los grandes perdedores, a pesar de que dependen relativamente más de lo recaudado por el impuesto sobre la renta empresarial como fuente de ingresos públicos, y que sufren proporcionalmente las mayores pérdidas fiscales por los abusos. También lo serían las pequeñas y medianas empresas de los países desarrollados, que seguirían tributando a la alícuota nominal del país sin lograr rebajarla por igual.

Especialmente problemática es la propuesta que pretende abordar los nuevos derechos tributarios. Sólo se aplicará a las 100 multinacionales mundiales más grandes y rentables y reasignará sólo una pequeña fracción de sus beneficios globales. La exigencia de un compromiso por parte de los países de retirar o abstenerse de introducir nuevas medidas unilaterales incluso para gravar a los colosos digitales no cubiertos por el acuerdo actual es simplemente injusta.

Se han ignorado las propuestas concretas presentadas por los países en desarrollo y emergentes, incluidos algunos miembros del G20, para garantizar que todas las empresas paguen impuestos en los países en los que se desarrollan las actividades económicas reales, y para permitir que los países fuente apliquen el impuesto mínimo sobre el pago de servicios y ganancias de capital (la llamada "regla de sujeción al impuesto"), que son utilizados por las multinacionales para trasladar los beneficios fuera de sus países y hacia las guaridas fiscales. Tampoco se han tenido en cuenta las reiteradas preocupaciones sobre las nuevas normas de resolución obligatoria de litigios.

Las negociaciones se están llevando a cabo tras la covid-19, en un momento en el que los países desarrollados se están recuperando más rápidamente que los países en desarrollo, que carecen de un espacio fiscal adecuado. Agravar esta divergencia no garantizando suficientes ingresos para sostener el crecimiento económico en los países en desarrollo es económicamente insensato.

Hacerlo durante una pandemia cuando la necesidad de ingresos para apoyar la salud pública y la recuperación económica es mayor que nunca es también socialmente injusto. Este acuerdo, que se produce tras el nacionalismo de las vacunas y el acaparamiento por parte de los países avanzados, no favorece la solidaridad mundial.

Además va en contra de los compromisos globales basados en la Carta de las Naciones Unidas, incluidos los relacionados con los derechos humanos y los Objetivos de Desarrollo Sostenible, en particular el Objetivo 10 sobre la reducción de las desigualdades dentro de los países y entre ellos.

De manera general, el acuerdo actual no se basa en una comprensión adecuada de la realidad económica que subyace detrás del funcionamiento del impuesto sobre los beneficios empresariales y refuerza las desigualdades mundiales. Desde el punto de vista de los países en desarrollo sólo puede considerarse una solución provisional que se han visto obligados a aceptar. 

 A falta de soluciones sostenibles, no se debe restringir a los países para que sigan aplicando medidas alternativas, como los impuestos sobre los servicios digitales, que ya están generando ingresos en la actualidad o la solución para gravar los servicios digitales que ha desarrollado el Comité Fiscal de las Naciones Unidas.

Las negociaciones actuales deben continuar durante la presidencia de Indonesia en 2022 y de India en 2023, pero en un formato diferente que reconozca el fracaso del proceso de 2019-2021 para dar voz efectiva a los países en desarrollo. En última instancia, esto debe proporcionar la plataforma para una nueva ronda de negociaciones más inclusiva que permita alcanzar un nuevo acuerdo fiscal global para el mundo.

Abordar los complejos retos globales a los que se enfrenta hoy el mundo desde la prestación adecuada de servicios públicos hasta la crisis climática existencial, requiere decisiones visionarias que dejen de lado los intereses nacionales en la búsqueda del bien común. Significa ponerse del lado no de las multinacionales y las guaridas fiscales, sino de los ciudadanos, tanto del Norte como del Sur. Tienen una oportunidad única. La historia los juzgará severamente si no la aprovechan.

* Miembros de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Internacional de las Empresas:

Edmund Fitzgerald, profesor de Economía, Universidad de Oxford.

Jayati Ghosh, profesora de Economía en la Universidad de Massachusetts Amherst.

Kim S. Jacinto Henares, asesor fiscal internacional.

Eva Joly, abogada y exeurodiputada.

Ricardo Martner, economista.

Suzanne Matale, ministra de la Iglesia Metodista Episcopal Africana.

Leónce Ndikumana, profesor de economía en la Universidad de Massachusetts Amherst.

José Antonio Ocampo, profesor de economía en la Universidad de Columbia.

Irene Ovonji-Odida, abogada.

Thomas Piketty, profesor de la Escuela de Economía de París.

Magdalena Sepúlveda Carmona, Directora Ejecutiva de la Iniciativa Global para los Derechos Económicos, Sociales y Culturales.

Joseph E. Stiglitz, profesor de la Universidad de Columbia, ganador del Premio Nobel de Economía en 2001.

Wayne Swan, presidente nacional del Partido Laborista Australiano, ex ministro de Finanzas de Australia.

Gabriel Zucman, profesor asociado de economía en la Universidad de California en Berkeley.