Se fue sin apenas ruido, en primavera, cuando la vida renace. Con el cálido despertar de la savia dulce de los árboles. Tímido, escondido, zumbón. En un tiempo quieto, vacío, inhabitado. Buscando un destello, tan solo un destello de su universo fabulado, de sus campanadas y de su niebla, de su luz y de su sombra, de su obra angustiada, libre e imperfecta. Diego se “fue” muchas veces buscando un lugar donde refugiarse, suplicándole a la vida una pausa reflexiva, un deseo amable, una lágrima. Al final se fue en silencio. Calladito. Como lo querían. En un pacto faústico diseñado por parásitos, narcisos y mantenidos. Atesorado por una desdicha endémica de neurotróficos, silencio, culpa, alcohol, pastillas, firmas falsas y un corazón bombeado desde el desasosiego. Lo querían callado. Esa entelequia de lo imposible.

“Volvimos”, dijo desde el eterno balcón, regresando como una paloma blanca desde la noche de los tiempos. Aquella aparición le franqueó el acceso al Parnaso, y con el tiempo encontró una nueva grieta por donde respirar y hacerse oír: “En estos momentos de crisis se necesita la ayuda de los que más tenemos”, expresó en apoyo al aporte solidario de las grandes fortunas. Lo dijo con una sonrisa de arroz con leche y una pizca de canela amarga destinada al gran Capital, y a algunos jugadores distraídos que perseguían recursos como luciérnagas.

Somos del tamaño de lo que miramos, decía Pessoa. Y Diego siempre “miró” diferente. Heredó esa forma de mirar el mundo desde el sueño sosegado de los humildes, de los vulnerables. “¿Te acordás de aquel momento con Videla? -me dijo una vez en España-. Es de las cosas que más me duele recordar. Esos 'milicos asesinos' abrieron la Casa Rosada para ventilarla. Se querían limpiar la sangre con nosotros”. Se refería al festivo recibimiento que la dictadura militar nos diseñó como campeones del Mundial Juvenil de 1979, mientras la Comisión de Derechos Humanos de la OEA investigaba en el país la desaparición forzosa de personas.

Eran días afilados, de sangre seca, de silencios duros, concretos, de tumbas sin nombres, de pañuelos blancos. Bajo el paraguas de ese descarnado silencio, de un tiempo no cicatrizado, cada cierto tiempo los pibes exitosos nos volvemos a encontrar. A los otros pibes todavía los siguen buscando.

Al dolor le cuesta llegar, pero más le cuesta marcharse. Necesitamos nutrirnos mejor de lo íntimo, de lo cercano. Arroparnos de historias mínimas, de vida honda. De las luces y sombras de las que estamos hechos.

Se fue calladito. Como querían. Descubriendo lugares inhóspitos donde refugiarse.

Este país celeste, fatigoso, de furia desatada, te recordará siempre Diego. Si un día regresás al mar de tu infancia debes recordar que ese mar no te ha olvidado. Sos el niño que levanta los mismos castillos de arena, y los ve caer una y otra vez, sin saber que esa es la primera lección de la vida que justifica por sí sola toda la existencia del mundo.

(*) Ex futbolista de Vélez y campeón Mundial en Tokio 1979.