El aniversario de la muerte de Kirchner y este momento político se cruzan en varios aspectos. O en unos pocos y fundamentales.

Aquella imagen de convicción respecto de para dónde ir, incluso asumiendo que la etapa inmediatamente previa había hecho, a fuerza de un estallido, las correcciones económicas “macro” que eran menester para arrancar de nuevo.

Aquel semblante efectivo de animarse al enfrentamiento con los factores de poder.

Aquella cuestión de que los discursos no sean sólo retórica.

Pero tampoco se trata de la melancolía, que en política conduce a la nada misma.

Sí se trata, por más que parezca un cliché, de proyectar lo que enseña el pasado (muy reciente, además).

No hay tantas vueltas que darle.

Cualquiera sea el resultado electoral, y mucho más si se confirman o amplían los números desfavorables, el Gobierno entrará en una etapa de definiciones a la que es muy difícil encontrarle punto intermedio.

Prácticamente descartado que la oposición acepte sentarse a dialogar y acordar ¿sobre qué, cómo, con cuáles acciones concretas?, eso significa un escenario a dos puntas regido por las negociaciones con el FMI.

Aun cuando se conviniera un plazo de gracia de cuatro años para recién después empezar a pagar la deuda monstruosa dejada por Macri, y aun eliminadas las sobretasas, también indefectiblemente el Fondo exigirá su invariable programa de ajuste.

Recordatorio “técnico”: en rigor, el FMI estipula números y no destinatarios que no sean el propio organismo. Sus programas ajustadores no señalan que la plata a devolverle debe extraerse de tales o cuales sectores sociales. Son los gobiernos quienes deciden si juntan los dólares extrayendo de arriba o de abajo.

Por si alguien se ensueña con otras cosas, el futuro embajador de Estados Unidos en Argentina acaba de dejarlas muy claras.

Habría que ver si hay antecedentes de unas afirmaciones como las del texano Marc Stanley ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado de su país, tras ser nominado por el presidente Biden para desempeñarse en Buenos Aires.

Parecería no haber adjetivo que califique al apriete de un diplomático --palabra tornada a ridícula, vistas las circunstancias-- capaz de presentar sus credenciales con las frases que despachó alegremente.

Le reclamó al gobierno argentino que presente “el plan (macro) económico que aún no tiene”. Y con aspiraciones de ironía, directo al ultimátum, agregó: “Dicen que ya pronto viene uno”.

Como encima tiene empeños metafóricos, describió a la Argentina cual “hermoso autobús turístico al que no le andan las ruedas”.

Tampoco debe ser la falta de alineamiento del gobierno de Alberto Fernández con la lucha de Washington por los derechos humanos en Venezuela, Cuba y Nicaragua, dijo el amigazo Stanley pero, a esta altura de sus ¿inconcebibles? declaraciones, vamos a ponerle que esa parte es una minucia obvia al lado de lo siguiente.

“A medida que Estados Unidos ve una mayor competencia con la República Popular China, en la Argentina y en otros lugares, haré que sea una prioridad mantener los pies en el fuego, sobre todo cuando productos como la tecnología 5G están ingresando al mercado regional. Y permitiendo que China acceda a todos los datos e información de la población argentina”.

En medio de semejante ametralladora de amenazas explícitas e implícitas, Stanley coló, sin exponer un solo dato porque sencillamente no lo hay, que “algunas empresas estadounidenses están abandonando el país debido a barreras regulatorias”.

Ante un universo de lectores como el de este diario, con alto nivel de consumo en información política e intelectualmente presto, inquieto, polemista, provoca rubor la insistencia textual con los dichos del futuro embajador estadounidense. Cabe inferir que una gran mayoría ya los leyó. Ya los sabe. Y que ya los impactó. Ya los sublevó.

Pero ocurre que la pornografía de Stanley da una dimensión demasiado cabal de lo que se viene, o de lo que ya está mientras eventualmente distraen las elecciones, y el show de debates que no lo son, y las chicanas de baja estofa, y el regodeo con la actuación del juez que debía tomarle declaración a Macri por espiar a los familiares de los muertos del ARA San Juan, y el papelón de Macri con los cuatro gatos locos que convocó a Dolores para respaldarlo, y los discursos del oficialismo que le muestran los dientes al Fondo mientras a la par se asimila la necesidad de arreglar, y la hipocresía siniestra de una oposición que se abre de plantear cualquier alternativa económica que no sea eso de ajustar a los que menos tienen.

Pasarán las elecciones.

Volverá a haber cambios de gabinete que expresen nominalmente las tensiones entre Alberto, Cristina, Máximo, los gobernadores, los intendentes del conurbano, La Cámpora.

Volverá a verse, muy probablemente redoblado, el espectáculo opositor de reconfiar en que ahora sí. En que esta vez se habrá acabado la potencia del peronismo para reciclarse como regulador del orden social, de una distribución más equilibrada de la riqueza, porque ya no tiene o no tendría cómo ofertar un destino, para las grandes mayorías, que no sea seguir achicándose.

Es injusto, muy injusto, lo que le pasó a este Gobierno. Es decir: injusto es la palabra que sale, más allá de los errores que haya cometido.

Lo agarró la pandemia a tres meses de asumir.

En los dichosos primeros cien días, ¿pudo haber adoptado gestos y medidas drásticas, efectivas y simbólicas, a la Néstor, que hubieran representado otras posibilidades de confrontar cuando se lo permitía la correlación electoral de fuerzas y el ánimo popular?

Probablemente sí. Es contrafáctico. Como quiera que hubiese podido ser, ya fue. Ya está.

Dicho hasta el cansancio por propios y ajenos, e irrefutable, la notable movida de entronizar a un moderado, para poder en las urnas lo que con Cristina no alcanzaba ni alcanza, se muestra insuficiente.

Un partido o movimiento inevitablemente verticalista tiene obstáculos severos para encarar una conducción de comando doble, o compartida entre líneas y figuras disímiles con las que se debió y debe negociar repartos y sapos hasta último momento.

¿Estuvo mal? ¿Está mal?

No.

Era la chance que había y hay para sacarse de encima lo peor de lo peor. Un gobierno en manos de dueños, que chocó la calesita con absolutamente todo a favor: las corporaciones concentradas, los medios, la famiglia judicial, el presunto apoyo internacional.

Más, hoy, el problema impresionante de que la memoria popular es cada vez más frágil.

¿Es todavía viable, sin sonar a poética infantilista, que el Presidente, y Cristina, y sus etcéteras, se dispongan a superar rencores y trazar un rumbo específico para identificar cuáles intereses afectarán?

Ya se hizo esta pregunta desde este espacio, y continuará haciéndosela en el entendimiento de que no hay otro interrogante más importante que ése.

¿El Gobierno y sus aliados marchan definitivamente hacia la versión conservadora de un peronismo que quiere el poder por el poder mismo?

¿Cristina y el cristinismo militarán el ajuste exigido por Stanley con todas las letras? ¿Harán las valijas?

Y en esa hipótesis, ¿rumbo a qué? ¿A asumir ser una fracción minoritaria? ¿Una corriente testimonial?

¿O intentarán mantener la unidad y su influencia desde adentro, porque es el único camino posible para afrontar lo que viene (mientras haya la correspondencia, desde los frentistas “moderados”, de aquello de querer enfrentarse con alguien, de entusiasmar con algo, de recrear mística?).

La firmeza del discurso presidencial en el G-20 sobre las responsabilidades compartidas del FMI y del macrismo; lo expresado por el ministro Guzmán en igual sentido, apuntando a “la derecha”; la prueba de consenso interno en el acto de Morón; el estimulante y generalizado apoyo de entidades pequeñas y medianas al temporario control de precios, contra el chantaje de los oligopolios, conforman una suma indicativa de que el Gobierno dará batalla desde algo más que el diagnóstico.

En otras palabras: el Frente estaría tomando nota, ante los tiempos ya casi agotados con el Fondo Monetario, de que también se agota el comentarismo.