Las desafortunadas declaraciones que en estos últimos días de la campaña electoral que atravesamos hemos debido volver a oír respecto a la presunta conveniencia de arancelar las universidades públicas debido a la injusticia que representaría que “un chico pobre tenga que pagar impuestos por la leche que toma para pagarle la Universidad a un chico de clase media que podría pagársela él” vuelve a activar los más básicos resortes de un tipo de pensamiento sobre la cuestión universitaria (pero no solo sobre ella: también sobre las cuestiones social y tributaria) que es necesario discutir muy severamente, porque parte de un conjunto de prejuicios, de equívocos y de taras que no pueden organizar las maneras en las que un pueblo considera asuntos tan fundamentales. Me gustaría decir dos palabras, apenas, sobre cada una de estas tres cuestiones.

Sobre la cuestión universitaria: la novedad que introduce la reforma de la Ley de Educación Superior de la Argentina sancionada y promulgada en 2015 es la conceptualización de ese nivel educativo –en la línea de lo que oportunamente había establecido, en sendos documentos muy importantes de 2008 y de 2018, el Instituto para la Educación Superior de América Latina y el Caribe de la UNESCO– como un derecho. En efecto, la educación es en nuestro país, en todos sus niveles, hasta el superior, un derecho, que el Estado tiene la obligación de promover y de garantizar. No es una mercancía, no es un bien que se compra y que se vende por un precio. Es una posibilidad que tiene que ser cierta y efectiva para todos los ciudadanos y todas las ciudadanas. Que es lo que quiere decir que es un derecho, palabra que la derecha tiene una enorme dificultad conceptual para comprender.

Que la educación superior es un derecho es un principio muy importante que tiene muchas consecuencias. Una de ellas (no la única, pero una básica y primera) es que no se puede cobrar por impartirla. Por los derechos no se cobra, por ejercer un derecho no se debe tener que pagar. No solo no pueden las universidades ni el Estado cobrar por los estudios superiores que imparten (ni antes de impartirlos ni después de haberlo hecho: volveré sobre este punto más adelante), sino que deben realizar las inversiones de dinero que sean necesarias (en políticas de becas, de subsidios al transporte, de financiamiento de los libros, las fotocopias, los útiles de trabajo de los y las estudiantes, de mejora de las condiciones de trabajo de docentes y de no docentes) para que en efecto todo el mundo lo tenga garantizado. No solo por los derechos no se puede cobrar: los derechos cuestan mucho dinero, que es el Estado, en tanto garante del bien común de toda la sociedad, el que tiene que invertir.

Aquí aparece la segunda cuestión de las tres que presentábamos: la tributaria. La Argentina tiene un sistema tributario muy injusto, y es necesario volverlo mucho menos inequitativo. Mucho menos regresivo: es necesario que los que más tienen paguen más y los que menos tienen paguen menos, mucho menos, que lo que hoy pagan. Es necesario hacer justicia tributaria en la Argentina, pero la justicia tributaria hay que hacerla en el sistema tributario, no en el sistema educativo. No se trata de aceptar que a la Universidad solo van y solo pueden ir los hijos de los ricos y que a los impuestos solo los pagan y solo los pueden pagar los pobres, y entonces de pedirles a los hijos de los ricos que paguen un arancel (“si total pueden…”) por el ejercicio de un derecho sancionado por una ley de la nación, sino de lograr, a través de políticas tributarias más justas, que a los impuestos los paguen más los ricos que los pobres, y logrando, a través de políticas educativas mejores, que a la Universidad no vayan solo los hijos de los ricos.

Lo cual, por cierto, es el caso. Gracias a que el gobierno de derecha que tuvo este país entre 2015 y 2019 no terminó de desmantelar todas las políticas públicas que había implementado el gobierno anterior para permitir que los hijos de los sectores populares pudieran ejercer ellos también el derecho a la educación superior que los asiste, muchos de esos jóvenes llegaron, y algunos siguen llegando, a la Universidad. El conmovedor sentido de la justicia que le agarra a la derecha justo cuando se trata de discutir derechos (y que no le agarra cuando se trata de discutir las obligaciones de los sectores más ricos de la población de hacer su aporte al sostenimiento de la vida del conjunto y a la garantía de los derechos de todos pagando los impuestos que le corresponden) termina sirviendo como coartada o como pretexto naturalizador de una situación de hecho (que a la Universidad van más los hijos de los ricos que los de los pobres) que en un pasado reciente había podido empezar a ser revertida y que tenemos la obligación de volver a ayudar a revertir, porque no está escrito en ningún lugar que las cosas deban ser así de injustas.

Arancelar los estudios superiores no haría más que convalidar y consolidar esa injusta situación de hecho, que confirmar privilegios, que es lo que siempre nos propone, incluso con los argumentos superficialmente más justicieros, la derecha. Por cierto, tampoco resuelve ninguna cuestión ni vuelve más justo el orden social ni el sistema educativo la muy mala idea (que sabemos que da o ha dado vuelta por alguna cabeza) de arancelar los estudios universitarios “ex post” a través de un impuesto a los graduados universitarios. Eso es, también, y por lo mismo, un disparate. Por los derechos no se paga, por ejercer un derecho no hay que pagar (en eso consiste que se trate de un derecho), ni antes ni después. Se responde: “¡Pero no! ¡Lo estamos pensando solo para aquellos graduados a los que les vaya muy bien, que ganen mucho dinero!” Respondemos: si les va muy bien, si ganan mucho dinero, tienen que pagar muchos impuestos a los ingresos, a las ganancias, a los patrimonios que van a adquirir con ese dinero y a todas las cosas que se nos ocurran para gravar esa demasía. No a la educación que recibieron, que no se puede gravar porque es un derecho que los asistía a ellos como asiste a todo el mundo.

Construir un sistema social más justo (última de las tres cuestiones, entonces, que habíamos indicado: la “cuestión social”, el problema de la desigualdad y de la agraviante pobreza que padecen muchos sectores en nuestro país) requiere edificar un sistema tributario en el que los ricos paguen más impuestos (más impuestos, no más aranceles a la educación) y los pobres menos. Y en el que todo el mundo tenga garantizado un amplio conjunto de derechos. Es necesario transformar los privilegios particulares en derechos universales, no consolidar la división entre quienes pueden usufructuar esos privilegios y quienes no pueden acceder a ellos. Una sociedad es tanto más democrática, igualitaria y justa cuantos más derechos garantiza para todos sus ciudadanos y sus ciudadanas. El derecho a la educación, en todos sus niveles, es entre todos esos derechos uno demasiado importante como para que permitamos que una derecha carente de imaginación, de sensibilidad y de ideas nos haga la irreverencia de tratarlo como a una mercancía que algunos pueden comprar y otros apenas mirar, la ñata contra el vidrio, desde afuera.

* Investigador docente y ex rector de la UNGS.