Tal vez lo más maravilloso que sucede al entrar a un libro sea el estado de ignorancia original, ese momento en el que no sabemos cuál de todos sus hilos van a comenzar a trenzar nuestra lectura. Qué palabras, qué imágenes tendrán la pregnancia suficiente como para convertirse en esas posibilidades que están a punto de ocurrirnos. La ignorancia propicia el acontecimiento de la lectura, permite el asombro, la acumulación, el alimento. Luego la salida del libro suele ser lenta y con repliegues. En ese silencio comienzan a decantar las claves de lectura que nos construimos, la agitación de habitar lo nuevo y desparramarlo sobre lo vivido. Por eso las claves de lectura tienen una conformación tan extraña -y a veces tan antojadizas- como las propias imágenes de un texto. Pero en su capricho van revelando coincidencias, cruces irreales, armando repreguntas, proponiendo nuevas clasificaciones imposibles. La clave emerge como dispositivo sólido aunque es siempre deudora de las imágenes que decantaron de la lectura a fuerza de pura resonancia. Porque hay que saberlo: mientras leemos la voluntad es una falacia y la lectura es espectro: tanto si la pensamos como una distribución de imágenes gráficas de los sonidos como en ser una entidad fantasmática sobre la que en principio no tenemos dominio ni poder de comprobación. Del diálogo enloquecido entre imágenes y clave comienza a crecer el hilo de Ariadna que guiará la lectura hacia otros laberintos. No sería necesario aclararlo, pero ahí va por las dudas: esto no sucede con cualquier libro, y por eso se agradece tanto la porosidad, la textura, la sintaxis generosa y desobediente, el ritmo que expande la raíz y el rumbo del sentido cuando de pronto un libro se transforma en una experiencia. El corazón del daño, el último libro de María Negroni publicado por Literatura Random House es eso, una experiencia a decantar.

En este caso, la clave de lectura resuena en una entrada casi enciclopédica que gira alrededor de la idea de “Islas” y está en esa especie de inventario de amuletos que es su Pequeño mundo ilustrado. En algún párrafo dice así: “Las islas son también lugares raramente felices. Tristes, pero felices, como toda infancia, o mejor sería decir: como toda infancia recobrada. El mundo se vuelve allí superficie en blanco. Por eso, todos los náufragos sucumben a la compulsión lingüística: se desviven por nombrar. En su aislamiento, construyen fábulas de castigo o salvación: lo mismo da, con tal de cancelar la temporalidad y abrir espacios donde otra genealogía -cierta fantasía de autocreación- pueda tener lugar. La apuesta es a que todo suceda por primera vez, sin antecedentes, sin las jerarquías del poder o la historia.” Negroni construye una idea de isla y la llama camafeo, mundo perdido, diorama viviente que en su pequeñez maximiza, al mismo tiempo, las posibilidades de la visión trascendental. 

En El corazón del daño, Negroni vuelve a ser coleccionista de miniaturas pero esta vez las despliega sobre la imposible cartografía materna. La madre como fondo y forma, como piedra refractaria de analogías inconcebibles donde las miniaturas pueden ocupar todo el espacio existente. En El corazón del daño entran todos los hitos de una vida pero también sus fugas en forma de recortes, párrafos, poemas o versos. Es lo que se escribió antes, durante y después de la muerte de la madre. Entran cartas, poemas, fotos y rencores, entra el amor y el odio eterno, el genio y la figura, lo que la madre es en la hija y lo que ésta ha construido de ella usando sus mismas palabras. En el corazón del daño está la madre y en ella el centro de la pregunta: "¿Cómo transmitir a los otros el infinito aleph que mi memoria apenas abarca?" Negroni hace de la madre un aleph literario y personal, una isla en sí misma alrededor de la cual no se puede ser ni más ni menos que un náufrago en busca de ese lenguaje que vuelva a nombrarlo todo.

Y para eso hay que volver a la infancia suspendida en las palabras. María Negroni las recobra, las mastica y las escupe. Arma y desarma la palabra madre de mil maneras posibles, atravesando ciudades, amores y militancias de las que ha formado parte. Va y viene sobre las definiciones -las hay también de otros- sobre lo que es escribir, qué tipo de artefacto es un libro, una biblioteca, si la vida está en la obra o la obra es la vida. El corazón del daño es entrar a una dimensión personal, casi secreta, de una clase magistral de teoría literaria, gramática o lingüística donde la doctora titular de la cátedra se convierte en poesía atravesada por las preguntas de la materia. Maria Negroni se adentra tanto en las claves de otros como en las propias y no se queda con ninguna, sino que las sigue replicando, sigue tirando del hilo que generan y luego los abandona porque no quiere salir del laberinto. Todo lo contrario. Hay un intento de expandirlo a costa del poema y por eso el silencio aparece en medio de tantos sonidos. Leer a Negroni es quedarse sin aliento y hasta sin palabras. No es posible rearmar en línea recta lo que se ha leído. Quedan imágenes y sonidos como al evacuarnos de un sueño: “La pérdida es una varita mágica. Las cosas se borran, se anulan, se suprimen y a continuación se reinventan, se fetichizan, se escriben. Después se hacía de noche y la noche se lo tragaba todo: los puentes sobre el río, los rascacielos, los seres sin fe, la música del corazón y el corazón del tiempo”. La vida fuera de Buenos Aires, lejos del cuerpo de la madre, son los años en Nueva York. Rodeada de ríos, en medio de otras islas y fundaciones, Negroni nombra el espacio que Jim Jarmusch retrató. El libro fue Ciudad Gótica que ahora vuelve para injertarse en El corazón del daño. Detrás de cada oleada que acerca y aleja, detrás de cada libro está la fuerza gravitatoria de la figura materna. Por la deformación del espacio tiempo en el que el cuerpo de la narradora se encuentra inmerso, la fuerza de gravedad irrumpe en las frases pronunciadas por la madre: Guay que se te ocurra. Ahuecá. Vos sabrás. No sos quién. ¿Qué más se puede esperar del hijo de un almacenero?. A veces son solo palabras: Trifulca, lumbrera, poligrillo, bataclana. 

¿Cómo acallar a la madre? ¿Cómo dejarla hablar sin agotarse? ¿Llenando de palabras la propia vida? ¿Haciendo de la lengua materna un laberinto para perdernos en él? Desde la pérdida y en el perderse, Negroni volvió a escribir una isla donde poder seguir naufragando. Por eso en el corazón del daño también le da voz a María Zambrano: “Escribir es defender el silencio en que se está”.