Cuando era niño había dos expresiones que tenían brutal consenso en el medio familiar patricio en decadencia al que pertenecía mi madre de crianza y segunda esposa de mi padre: tal o cual pariente o amigo “no es normal” o “es muy especial”. Se condenaba sin bajar la voz, ostentosamente, y con un gesto a veces de preocupación y a veces de desprecio. Una prima, por culpa de un amor loco, se había casado con un resentido social, es decir un zurdo por ahí guerrillero, y desde entonces solo provocaba angustia en los padres. Otra, que era “un quemo” estaba hecha un horror de gorda y compraba de manera clandestina la ropa en el Once, porque en esa casa la fortuna se había liquidado entre el hipódromo y el casino, y un novio era un afán imposible. Por último, el menor no se había casado, y en fin, parece que era medio “alcanzame la polvera”. 

Se sucedían las fiestas de casamiento con invitados normales que, más tarde, terminaron acusados de estafa, quiebras fraudulentas o delitos de lesa humanidad. Se casaban y tenían muchos hijos, y si de pronto aparecía en escena una febril tercera en discordia, se separaban, pero nadie se escandalizaba si el hombre rehacía su vida sentimental con esa mujer que tenía la edad de su hija mayor, como en el caso de Bartolomé Mitre, el director de La Nación: “Bartolo es un tipo normal pero liberal”. Quien, en cambio, estaba marcado con la Cruz de la Derrota, la Orden al Desmérito, era su hermano homosexual Luis Emilio, el abogado y periodista sin descendencia que apareció muerto en su dormitorio con una bolsa en la cabeza. Típico crimen de odio que muchos suponen aún, sin que haya pruebas concluyentes, cometido por un taxi boy, y algunos otros a causa de un testamento que se sospechaba insalubre, porque repelía a la propia familia. “Mi hermano era homosexual, y por tanto, tenía relaciones anormales”, reapareció en una pérfida confesión Bartolo –vaya a saberse por qué– en el programa de TV de su esposa actual, la modelo Nequi Galotti. Habló sobre el asunto después de cinco años de no aparecer en público. Maltrecho por la edad está sin embargo feliz; feliz con el gobierno de turno, que es gente normal y no lo acusa de delitos de lesa humanidad (¿Lesa humanidad solo por haber comprado una empresa de papel prensa? Por favor, dijo); feliz con su vida sexual, que sigue siendo normal aunque a uno le cueste imaginarla; feliz con la normalidad de sus hijos, de su yerno Darío Lopérfido de Mitre (como escribe Horacio Verbitsky), y con el destino que lo hizo nacer justo en el centro de la historia patria y de las decisiones nacionales. En la familia Mitre, como en el 76, siempre reinó total normalidad. Pero Luis Emilio era como el esperpento que afea las mejores familias. Especial por monstruoso, cultor del despilfarro hormonal pero con otros varones. Una vida fea y yerma, objetivamente consagrada a la oscuridad, al blackroom, al blackout. Inmostrable. Asesinado en su ley. Un quemo.

El patriciado argentino nunca quiso despojarse del gobelino heredado de la colonia donde se despliega una falsa moral austera, falsamente convencional. Un trompe l´oeil de su divino interior doméstico. Pero ahí donde hubo alguna masacre siempre estuvieron ellos, matando en nombre de una moral autogestiva como en la campaña del desierto, en el aire de una sala de torturas. Quebrando empresas y fugando capital sin que se les cayera el rosario de las manos. O como un ojo que vigila el ganado en la alcoba del hermano puto, ese que mantiene relaciones anormales con amantes guarangos o amigos de mal gusto, y deja sin firmar o firmado, no se sabe, un testamento de millones. La moral privada y pública, para la gente como Bartolo Mitre, antes que nada es una lección de estética para la gilada.