Este mes de diciembre -exactamente el 22- se cumplirán cinco años de la muerte de Alberto Laiseca. Portentoso narrador, poeta, ensayista, prologuista, conferenciante, cuentacuentos de terror para la TV, protagonista de películas, tallerista, Laiseca fue el creador del llamado “realismo delirante”, prosa hiperdinámica, vertiginosa, alucinante, en la que se combinan –con formas en verdad sorprendentes– el conde de Lautréamont y el Marqués de Sade con Lewis Carroll, la gauchesca con la ciencia ficción y la Gothic Novel, la historia de las civilizaciones antiguas con el policial negro, la fantasía y la magia con múltiples datos de la técnica –la cibernética, la física y la química. Y las historias de amor con las de las guerras. Shakespeare y Hitler, Wagner y Poe, Stalin y Diógenes. Todas las dimensiones histórico-temporales alteradas, cruzadas, entremezcladas. Lo “culto” y lo “popular”, donde se destaca su particular léxico: chichi, manija, vaina, mudra, chasco; el arcaísmo y el neologismo. ¿Sus personajes?: desde una amplia gama de alter ego del autor, pasando por un proteico y mutante gusano, un profesor (de nombre Eusebio Filigranatti, para más señas), y la hija de Kheops, protagonista de una novela “histórica” que se puede conectar a una serie o zona donde hay más libros: Las cuatro torres de Babel y La mujer en la muralla.

Y si se habla de sus novelas, imposible no mencionar Los sorias (1998), la más extensa de la literatura argentina, con más de 1300 páginas (y la segunda también podría ser una más del mismo Laiseca: El jardín de las máquinas parlantes, de casi 800). Acompañada de un prólogo de Ricardo Piglia, “La civilización Laiseca”, destaca de Los sorias el carácter de “novela enciclopédica” –género del que Thomas Pynchon es claro exponente–, y le adjudica una comparación de importancia entre las obras argentinas al situarla con Los siete locos, nada menos. Con todo, el padre de la criatura literaria “realismo delirante”, siempre que pudo, destacó en charlas y entrevistas que le interesaba, para su concepción creativa, mucho más el primer término que el segundo. El poder, el complot y lo bélico, la relación del ser humano con máquinas y animales fantásticos, los planos de lo real y “lo astral” son las coordenadas desde donde, como la orwelliana distopía de 1984 llevada a la megahipérbole –países en competencia y guerra total, vigilancia y control social, etcétera–, se desarrollan las peripecias, aventuras y desafíos laisequianos: el triunfo del amor y la amistad, la grandeza y valía del arte, los caminos de la “humanización” del dictador, la lucha contra el “anti-Ser”.

Reconocido como genial y único por el periodismo cultural y literario, fue también aceptado por el público lector que se renovó y amplió a raíz de una sobresaliente actuación en Cuentos de terror, ciclo del canal de cable I-Sat durante la década de los 90, y luego en las películas El artista (2008) y Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo (2011). Y por sus pares; por ejemplo César Aira criticó el “silencio” que hubo (¿o todavía hay?) en “la academia”. En una entrevista publicada en 2016 en el blog La lectora provisora se lee: “Con Laiseca se comete una gran injusticia. Es imperdonable que se escriban tesis sobre Bolaño y nunca se haya escrito una sobre él, ni esté en ningún programa de ninguna universidad. De hecho creo que él y Osvaldo Lamborghini son los únicos genios auténticos que han aparecido ‘después de Borges’, como dice la vieja canción”.

Alberto Laiseca dio talleres; como tantas y tantos –Abelardo Castillo, Liliana Heker, Isidoro Blaisten, Hebe Uhart– cultivó e influenció a discípulos y discípulas: Selva Almada (a quien está dedicado el Manual sadomasoporno, caleidoscópico libro), Gabriela Cabezón Cámara, Leonardo Oyola, Sebastián Pandolfelli, Juan Guinot y Karina Rodríguez, entre otros vínculos y relaciones, como con Hernán Bergara (quien luego prologó la reedición de Eudeba, para su “Serie de los dos siglos”, del ensayo Por favor ¡plágienme!); así como también “indirectamente”, por medio de sus libros, alentando lo que puede ser una amplia “familia literaria” con generaciones más jóvenes de escritores, de quienes se podría decir que han hecho obra realista-delirante, como Ariel Magnus, Pablo Katchadjian, Osvaldo Baigorria, Emilio Jurado Naón y Ariel Luppino; y los y las artistas que hicieron una versión ilustrada de cada capítulo del magnum opus de Laiseca: iluSORIAS (2013).

Y hay más metamorfosis: Poemas chinos, singular colección de piezas (apócrifas) donde Laiseca crea una serie de nombres y épocas del Oriente antiguo para dar formas y sentidos, con una delicada percepción, con aires de nostalgia por momentos, al recuerdo y la contemplación. Un remanso para atemperar los vértigos del delirio.

Alberto Laiseca nació en Rosario, en 1941, y pasó su infancia en Camilo Aldao, pueblo situado entre Córdoba y Santa Fe. Ejerció oficios en varias provincias, estuvo en la zafra, fue peón de campo, peón de limpieza, y trabajó diez años como empleado telefónico y luego como corrector de pruebas en el diario La Razón. Dejó un obra monumental, un tesoro literario –original mix de Bram Stoker y Andy Warhol, de Oscar Wilde y Ray Bradbury–, desbordante de imaginación, libre de toda atadura y de cualquier condicionante políticamente correcto. “Novelista atonal”, fanático de la cerveza y los cigarrillos, “wagneriano” (maximalista-megalómano), reivindicador y amigo de Osvaldo Soriano, sus historias pasaban del cementerio a las cloacas de Nueva York, de Vietnam a una pieza de pensión en “Soria”; de los linyeras a los libros forrados sólo con papel blanco, homogéneos cual uniformado ejército. Creador de un “tango pornográfico”, escribió en su novela Sí, soy mala poeta pero... : “la postura romántica por excelencia es creer que podés cambiar el mundo por el sólo poder de tu voluntad y de tu infinito amor. Me echaron de Saigón con helicópteros y todo. Bien. De acuerdo. Pero a pesar de ello continuaré siendo romántico y realista delirante”.