Suele suceder que hechos alejados de la explícita dimensión de lo político o social traducen sin medias tintas las coordenadas por donde transcurre el malestar de una comunidad hablante. Hechos cuyo aparente y limitado alcance a los participantes de una puntual situación transparentan sin embargo las significaciones comunes prevalentes en una específica encrucijada social. Por ejemplo: hace pocos días un menor de diecisiete años de edad, acompañado de su madre, protagonizó un hecho cuya insólita y brutal barbarie traduce de manera paradigmática la violencia que un sector de la política agita con el foco puesto en la propiedad privada y la exaltación infantil del individualismo.

Según parece, madre e hijo advirtieron un rayón en el auto que habían dejado guardado en un estacionamiento del centro porteño. Tal como las cámaras dejan ver, mientras el playero intentaba calmar el reclamo de la mujer, de manera artera y sin aviso el joven aplicó un salvaje trompazo sobre el rostro del empleado. El trabajador --un hombre mayor de sesenta y seis años-- cayó inconsciente de manera tan instantánea como pesada sobre el duro piso del parking. Lo cierto es que de resultas de este ataque desquiciado fue internado en terapia intensiva, con un pómulo fracturado, dos coágulos en su cabeza y en estado --por si es necesario agregarlo-- reservado.

Me interesa destacar un par de rasgos de esta paradigmática escena. En primer lugar, el objeto en cuestión: un auto, palabra que desde el vamos indica el ámbito cerrado e individual de todo ente que se escinde del entorno: autoreferido; autosuficiente; autoestima; autobiografía; autolesionarse; autocentrado; automedicarse; autoengendrado; y muchas acepciones más que dan cuenta del empuje individualista propio de nuestra actual subjetividad. De hecho, para el sueño solipsista del propietario, pocas acciones brindan mayor satisfacción que subirse al auto, apretar el acelerador y que ya nada importe. De allí las escalofriantes cifras de accidentes de tránsito que desde hace años padecemos. Es que en el auto se refugia la exaltación narcisista propia de la subjetividad del macho propietario --rayado, si los hay-- y el influjo que de la misma suele imprimir sobre sus hijos. Vaya como ejemplo el reciente choque protagonizado por una niña de nueve años de edad que --en la ciudad de Mar del Plata-- sufrió una fractura de fémur a causa de que su padre la instó a conducir su auto con el solo resultado de terminar incrustados contra las rocas.

El culto al auto-ridad

Ahora bien, para volver al caso que nos convoca: el otro dato para destacar. Hay un hijo y hay una madre. Esto es: se trata de un menor que para secundar a la madre en su reclamo ante el empleado propina un golpe descomunal sobre una persona sin posibilidad alguna de defenderse. Toda la pregunta es: ¿qué tipo de autoridad es la que prevalece en la subjetividad de este adolescente? ¿cuál es el orden de prioridades que su moral establece a la hora de actuar, hablar o manifestarse? ¿qué tipo de ejemplos absorbió en su crianza a lo largo de los años? ¿qué procederes registró justificar entre sus referentes? En definitiva: ¿cuál es el discurso que escuchó --y escucha-- en su entorno familiar y social como para que, delante de su propia madre, proceda de una manera tan salvaje y brutal?

Lo cierto es que, si hablamos de menores, se hace imperativo preguntarse por el lugar de los adultos en juego, cualquiera sea la escena, el ámbito social y los protagonistas de tal o cual situación. Tanto más en este caso, cuando la responsable de este agresivo menor estaba allí mismo, a pocos centímetros del ataque [1]. Por lo pronto, aquí tenemos un hijo que encuentra su lugar como garante del auto de la madre o del padre, de sus referentes mayores, si se quiere. Un lugar como custodia de esa exacerbación infantil del Yo que el auto representa de paradigmática manera, en definitiva una posición que --más allá de lo escandaloso y brutal-- esconde la fuente de la que abreva toda inhibición: estar atrapado en el Deseo de la Madre (que no son las madres, y mucho menos que las mujeres). Fuente también --empobrecimiento simbólico mediante-- de muchas de las violencias que el sector joven reproduce y padece a lo largo y ancho del arco social.

Es que hoy los adultos están rayados por el auto. Vale considerar si la opción de muchos jóvenes por el delirante discurso libertario (y otros similares) no constituye en realidad un acting --un llamado desesperado-- por alguien que los guíe y oriente. “Sed de sometimiento”[2] lo supo llamar Sigmund Freud al describir el “ansia extrema de autoridad” que en ocasiones aqueja al ser hablante. En términos actuales: un culto al auto-ridad.

En este punto se hace oportuno recordar que la autoridad de un adulto/a --sea padre, madre, juez, tutor, docente o entrenador-- reside en aquello que se transmite más allá de su explícito propósito o decir. Y para ir más al nudo de la cuestión: la chance de que un joven --más allá del influjo que suele imprimir la fascinación--, le crea a un mayor descansa en la actitud que un adulto/a adopta respecto a sus propios errores o equivocaciones. Por algo, dice Lacan que “un padre no merece el respeto sino el amor”[3]. Así, el logro de quien se sirve de su jerarquía o su ascendencia para denigrar, segregar o abusar no va más allá de fomentar las peores actitudes y procederes, jamás esa transferencia de amor y saber que un adolescente necesita para que el privilegiado operador psíquico de la identificación oriente los impulsos del cuerpo hacia metas que cimenten el lazo social.

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.

Notas: 

1. Al momento de la redacción de esta nota el menor en cuestión continuaba prófugo y sin abogado que lo asistiera ya que el profesional designado renunció en virtud de la no comparecencia de su cliente ante la justicia.

2. Sigmund Freud (1921) “Psicología de las masas” en Obras Completas, A. E. Tomo XVIII, p. 121.

3. Jacques Lacan, El Seminario: Libro 22, RSI, clase 4 del 21 de enero de 1975. Inédito.