Primero de abril, día de los Inocentes en Estados Unidos. Un bromista se peleaba con las riendas de la acción, mientras unas bolas de confusión rodaban hacia nosotros, convertidos en objetivos de unos tiradores de acero, que nos confundían, nos hacían perder el equilibrio. Las noticias palpitaban, la mente se empeñaba en intentar dotar de sentido a la campaña de un candidato que hilvanaba mentiras a tal velocidad que era imposible seguirle el ritmo o romper el hilo. El mundo se retorcía a su antojo, era rociado con una sustancia metálica, el oro de los tontos, que ya empezaba a descascarillarse. Lluvia y más lluvia; en abril, aguas mil, como dice el refrán, que cayeron por todo Estados Unidos, hacia el oeste, sobre el condado de Marin, un testigo melancólico de la lucha de Sandy. Intenté desprenderme de la incomodidad, hacer mi trabajo, rezar mis oraciones, aguardar el momento. Sobre el tragaluz repicó más lluvia, un millar de erráticos cascos de caballo, energías generosas galopando hacia la tierra.

Me senté al escritorio y encendí el ordenador, fui vadeando entre una larga cadena de peticiones. Había infinidad de mensajes, casi todos relacionados con el trabajo, y me impuse la tarea de barajar todas las propuestas, aunque me detuve emocionada más o menos por la mitad. Me ofrecían un encargo en Australia, para un año después: varios conciertos en Sidney y Melbourne, además de un festival en Brisbane. Cerré el ordenador, saqué un atlas y localicé un mapa de Australia. Era un buen trecho y todavía faltaba mucho, pero sabía muy bien qué iba a hacer, daría nueve conciertos y después, cuando la banda se marchase a casa, me montaría en un avión lanzadera hasta Alice Springs y contrataría a un chófer que me llevara a Uluru. Contesté al instante. Sí, aceptaba la propuesta, y marqué los días en el calendario de 2017, que estaba vacío por completo. Varias aes a lo largo del marzo siguiente, desde Australia hasta Ayers.

De forma inexplicable, el cartel del Dream Motel había averiguado que yo ansiaba ver Ayers Rock, igual que Ernest. Décadas atrás, mi joven hijo, inspirado por unos dibujos animados australianos que le encantaban y que solíamos ver juntos, dibujó repetidas veces esa montaña con cera de color rojo en uno de mis cuadernos, de modo que tapó las letras escritas debajo. La esperanza de viajar allí con Sam en algún momento se había desvanecido, pero me abriría paso sola y sin duda él me daría su bendición. En el armario me aguardaban mis botas, cuyas suelas estaban curiosamente manchadas con la tierra roja de un lugar que yo nunca había pisado.

Llamé a Sam unos días más tarde, pero todavía no le mencioné el gran monolito rojo. En cambio, hablamos de caballos rojizos.

–Hace unos días fue el cumpleaños de Secretariat.

–Pero ¿cómo puedes acordarte del cumpleaños de un caballo? –me preguntó entre risas él.

–Porque es un caballo al que quieres mucho –contesté.

–Ven a Kentucky. Te contaré la historia de Man o’ War, otro gran rojo. Podemos apostar en el Derby y verlo por la televisión.

–Trato hecho, Sam. Echaré un vistazo a los participantes antes de ir.

Portada de la edición en castellano de El año del mono

El 1 de mayo, me senté en el porche de mi casa en Rockaway. No había nada salvo las flores silvestres que crecían en mi pequeño retazo de tierra, como si el cielo mismo hubiera echado las semillas. Ahí fuera, aunque solo un trayecto en metro nos separa de la ciudad, la cosmovisión desaparece. Lo que queda es una pincelada de mariposas, dos mariquitas y una mantis religiosa. Todo se reduce a mi escritorio con un retrato de estudio de un joven Baudelaire, una secuencia de fotografías de Jane Bowles también joven, un Cristo de marfil sin brazos y una reproducción enmarcada de Alicia conversando con el Dodo. Todo se reduce a una polaroid de Sam y yo, ligeramente borrosa, en el café ’Ino hace unos años, cuando las cosas eran casi normales.

Repasé The Morning Telegraph, igual que había hecho de jovencita para imitar a mi padre, un meditativo calculador de probabilidades en las carreras de caballos. Quizá lo llevara en la sangre, pues en realidad se me daba bastante bien elegir a los caballos, sobre todo para apostar. Aun así, no tuve ninguna intuición al leer cuáles participaban, pero al final me decidí por Gun Runner. Dos días más tarde compré un billete a Cincinnati, pagué a un chófer para que me llevara hasta la frontera del estado, a una gasolinera cerca de Midland, donde me recogerían. Atisbé la camioneta blanca, cada vez más cerca. Sam y su hermana Roxanne. Con una punzada de dolor, advertí que no conducía Sam.

El último día de Acción de Gracias, Sam me había recogido en el aeropuerto en su camioneta, aunque con esfuerzo, conduciendo con ayuda de los codos. Hacía las cosas que podía y, cuando ya no podía, se adaptaba. En aquella época, él estaba corrigiendo las pruebas de Yo por dentro. Nos despertábamos temprano, trabajábamos varias horas, luego nos sentábamos a descansar fuera en sus sillas de madera Adirondack y nos dedicábamos sobre todo a hablar de literatura. Nabokov y Tabucchi y Bruno Schulz. Yo dormía en el sofá de cuero. El sonido de su máquina de oxígeno era un murmullo suave y envolvente. En cuanto se preparaba para irse a la cama, se subía la colcha hasta la barbilla y cruzaba las manos, yo sabía que era el momento de dormir y algo dentro de mí lo aceptaba.

“Todo el mundo muere”, me había dicho aquella vez, bajando la mirada hacia las manos que, poco a poco, iban perdiendo fuerza, “aunque nunca lo vi venir. De todos modos, lo llevo bien. He vivido mi vida como he querido”.

Ahora, como siempre, entramos de inmediato en el modo trabajo. Sam estaba en la recta final de la revisión de Yo por dentro. Físicamente, la tarea de escribir se le hacía cada vez más fatigosa, así que le leía el manuscrito y él valoraba si hacía falta cambiar algo. Sus últimas correcciones requerían más pensamiento que escritura, ya que debía buscar la combinación de palabras deseada. Conforme avanzaba el libro, me vi deslumbrada por el atrevimiento de su lenguaje, una mezcla narrativa de poesía cinemática, imágenes del suroeste, sueños surrealistas y su singular humor negro. Indicios de sus retos actuales emergían aquí y allá, difusos pero innegables. El título procedía de una cita de Bruno Schulz, y cuando surgió el tema de la cubierta, lo solucionó de inmediato: una imagen de la fotógrafa mexicana Graciela Iturbide que Sam y yo habíamos encajado en la esquina de la ventana de la cocina. Una mujer indígena seri de melena morena y con la falda ondeando al viento en el desierto de Sonoma, que lleva un radiocasete en la mano. La contemplamos mientras tomábamos el café y asentimos con complicidad. Desde la ventana, veíamos los caballos de Sam, que se acercaban a la valla. Caballos que él ya no podría volver a montar. Nunca decía ni una palabra al respecto.

La mañana del Derby hicimos nuestras apuestas. Iba a ser una carrera rápida y ninguno de los dos tenía la corazonada de cuál iba a ganar. Sam me dijo que marcara Gun Runner, pues tendría la garantía de recuperar lo apostado si llegaba tercero, así que lo hice. La carrera estaba prevista para las 6.51 horas del horario de verano del este, la carrera número 142 en Churchill Downs. Mientras nos apiñábamos alrededor del televisor, se me ocurrió que era el cumpleaños de mi difunto suegro, Dewey Smith. Cuando aún vivía mi marido, solíamos reunirnos alrededor del televisor en casa de sus padres para ver el Derby; me pregunté qué caballo habría preferido Dewey. Había nacido en la parte este de Kentucky y su padre era un sheriff que patrullaba el condado a lomos de un caballo, con un rifle con muescas en el costado. Para asombro de Dewey, durante tres años seguidos yo había escogido el caballo que había llegado segundo, pero en esta ocasión mi caballo Gun Runner llegó el tercero.

Después de cenar, salí a sentarme en los escalones delanteros a contemplar el cielo. La luna estaba en cuarto menguante, igual que el tatuaje que Sam llevaba entre el pulgar y el índice. Una especie de magia, susurré, era una súplica más que cualquier otra cosa.

Patti Smith con Sam Shepard en los años '70

UN REGALO SOÑADO

Unos cuantos días después de volver a casa, recibí un paquetito junto con una nota de parte de la hermana de Sam. Él había querido mandarme su navaja de bolsillo a la vez que mis ganancias, todo envuelto en papel de periódico. Coloqué la navaja en una vitrina de cristal, cerca de la taza de café de mi padre. Los días que siguieron me sentí cansada e insegura, con un ánimo muy distinto del habitual. Supuse que era simplemente un bajón, o quizá estaba incubando un resfriado, así que decidí no hacer nada.

El día 13 de mayo era la festividad de Juana de Arco, tradicionalmente un día de forzoso optimismo. Todavía me sentía tristona y la tos iba en aumento, y sin embargo, tenía la impresión de que algo borboteaba por debajo, algo estaba a punto de ocurrir, como el nacimiento de un poema o la erupción de un volcán pequeño. Esa noche tuve el sueño, uno que parecía más un regalo que una ensoñación, medicinal y puro como un arroyo ártico inmaculado.

En el sueño, estábamos solos en la cocina y Sam me hablaba del calor en el centro de Australia y del brillo color rubí de Ayers Rock y de cómo en aquella época (en aquellos tiempos, como decía él), antes de que hubiera complejos turísticos en la zona, había ido en solitario y sin guía, en jeep, y lo había visitado por su cuenta. Un carrete de recuerdos, como una película casera granulada, fue desvelándose ante mí y observamos cómo bajaba del jeep y empezaba el ascenso prohibido. Recogió las lágrimas de los aborígenes. Eran negras, no rojas, y se las guardó en una bolsita de cuero gastada, como la bolsa del talismán que se cayó del bolsillo de Tom Horn cuando lo ahorcaron por Dios sabe qué motivo.

Miré a Sam, sentado e inmóvil en su silla de ruedas eléctrica, aparcada delante de la mesa de la cocina. Su cabeza se había convertido en un diamante inmenso que giraba despacio, cuyos ojos incrustados emitían rayos de luz. Entonces todavía quedaba esperanza, pese a que todo era muy complicado. La habitación se contraía y expandía como un pulmón o como el fuelle de una gaita. Me apresuré a cumplir sus órdenes y desenchufé el oxígeno.

–¿Estás preparada? –me preguntó en el sueño.
–Pero ¿cómo vas a respirar así?
–Ya no lo necesito –contestó.
Viajamos hasta que Sam encontró el punto exacto que buscaba, entonces nos sentamos en unas cajas de madera, a esperar sin más. Apareció una mujer, que se puso manos a la obra y colocó una mesa baja de madera ante nosotros. Otra llegó con dos cuencos sin cubiertos y una tercera transportó un caldero de sopa humeante. El feto de un pollo negro flotaba en un caldo de dieciocho hierbas medicinales, junto con nueve yemas de huevo que formaban una corona alrededor de su diminuta cabeza. Un sistema solar de yema, un arco perfecto que iba de un pequeño hombro al otro.

–Es una receta antiquísima –me explicó Sam–, este caldo procede del sol. Bébetelo todo, es un regalo.

Tras ofrecerme un cucharón, las tres mujeres se retiraron. Me angustié al ver que estaba obligada a ser la que destruyera la imagen que flotaba y que ya había adquirido el aspecto de una estampa bordada.

–Tendrás que hacerlo –dijo, mirándose las manos.

Yo estaba convencida de que me provocaría náuseas, pero él me guiñó un ojo, así que bebí y al cabo de un instante apareció un camino, un camino de polvo de estrellas. Ambos nos incorporamos, pero me di la vuelta, confundida. Entonces Sam empezó a hablar, me contó la historia de Man o’ War, el mejor caballo de carreras de la historia. Y me contó que era posible amar tanto a un caballo como a un ser humano.

–Sueño con caballos –me susurró–. Llevo toda la vida soñando con ellos.

Continuamos el viaje y al final me mareé, como me había temido. Tres días más tarde, todavía sudaba y vomitaba. Me sentía seca y deshidratada, así que tuvimos que ir parando en todos los arroyos imaginables para que pudiera beber. El cuarto día, vi que Sam recogía el agua entre sus propias manos.

–¿Cómo es posible? –pensé.

–El brebaje está funcionando –me dijo, leyéndome el pensamiento.

Y, sin embargo, él tampoco hablaba. Estaba de pie al borde de un tremendo desfiladero, más grande que el Gran Cañón, más grande que el cráter de diamantes de Siberia, masticando el extremo muerto de una brizna de paja. Me senté sin mover ni un músculo. Sam escuchaba una solitaria estampida, como si saliera de la respiración de un sueño letal. Y entonces, a través de su ojo de la mente, vi el mejor caballo de carreras de la historia, con una estrella blanca en la frente y el lomo rojizo y reluciente igual que las ascuas en la oscuridad.