Desde Barcelona

UNO Rodríguez guarda recuerdo inolvidable de la primera vez que escuchó la palabra decadencia. Fue en voz y boca de Sally Bowles/Liza Minelli en Cabaret. Eso de "Divina decadencia, darling". Desde entonces y hasta ahora fue y es una de sus palabras favoritas por razones que no alcanza a comprender del todo, como suele suceder con las mejores razones. De hecho, Auge de mi decadencia es el título que pensó Rodríguez para su nunca iniciada gran novela que, con el correr de los años y las páginas en blanco, no puede evitar pensar como cada vez más frustrada y dolorosamente autobiográfica.

Y es otoño: estación para muchos decadente, pero que para Rodríguez está dotada de un cierto encanto. Oscurece más pronto/rápido, y para Rodríguez la llegada de esas sombras siempre fue un estímulo para la lectura, ahora, a la luz de las velas porque la electricidad está cada vez más cara. Y lo que lee Rodríguez es el más esplendoroso libro sobre la decadencia que recuerde su cada vez más decadente memoria.

DOS "Nadie en París dijo nunca a alguien, en 1895 o 1900, 'Vivimos en la Belle Époque, más vale aprovecharlo'... Estos nombres relucientes se acumulan siempre retrospectivamente", declara con gracia y verdad Julian Barnes en las primeras páginas de la formidable mélange de ensayo, biografía, crónica, crítica de arte, autobiografía, ficción y memoir que es el sublime El hombre de la bata roja. Y quien lo dice --piensa Rodríguez-- es uno de los dos posibles Julian Barnes. Porque por un lado está el obsesivo novelizador del por lo general decadente física e históricamente estado de las cosas domésticas e imperiales y sentimentales de su patria (aquí vienen Metrolandia, Hablando del asunto, El sentido de un final, La única historia e Inglaterra, Inglaterra). Y por otro está --por trayectoria y afinidad, obsesionado y casi infiel con la orilla opuesta-- el más francófilo escritor británico de su generación y de tantas otras (y allá van El loro de Flaubert, Al otro lado del canal y Niveles de vida).

Ahora, en este volumen/álbum de fotos, Julien Barnes vuelve a fundir historia universal con íntima y lo público con lo privado. Y Barnes (perteneciente a ese formidable linaje de revisitadores donde la disciplina para contar el cuento ajeno no está separada de la muy personal libre asociación de ideas) bascula aquí lo suyo sobre la figura de tres vitales hombres y bon vivants que le funcionan como paradigmas opuestos pero complementarios a la hora de retratar una, sí, bella época.

Uno de ellos es el artísticamente mediocre Conde de Montesquiou-Fezensac (pero inspirador de dos inmensos personajes literarios como el Barón de Charlus de Marcel Proust y el Jean des Esseintes de Joris-Karl Huysmans). Otro es el príncipe Edmond de Polignac (gay apenas secreto y cazador de fortuna norteamericana vía matrimonial con heredera lesbiana). Y el tercer hombre es el del título y portada y formidable retrato firmado por John Singer Sargent. El increíble-pero-cierto muy adelantado a sus tiempos pionero doctor/ginecólogo de sociedad y libre pensador mujeriego Samuel Jean "L'Amour médicin" Pozzi. Alguien con refinada habilidad para conocer a tout le monde y estar en todos los sitios en los que hay que estar en el momento preciso sin que esto lo convirtiese en omnipresente oportunista sino, por lo contrario, en la más oportuna de las presencias. Así, Barnes comienza mirando fijo ese cuadro (recordar sus paseos pictóricos ya exhibidos en Con los ojos bien abiertos) y trasciende su marco para pintar inmenso fresco abundando en paisajes diversos y figuras secundarias de primera como Stéphane Mallarmé, Henry James, Auguste Rodin, Sarah Bernhardt, Oscar Wilde, Alfred Dreyffus, Léon Daudet, George Sand, Ruyard Kipling, Guy de Maupassant, Claude Monet, Richard Wagner, Colette, Arthur Conan Doyle, Paul Verlaine, los ya mencionados Proust y Huysmans (y sigan pasando que aún hay mucho sitio) y, last but not least, el propio Julian Barnes. Avanzando y retrocediendo, entrando y saliendo, impulsado por una melancolía por tiempos acaso no mejores (porque, para Barnes, la Belle Époque también tuvo lo suyo en lo que hace a cultura de la celebridad y xenofobia y fake news) pero sí tanto más interesante. Barnes se/nos pasea con clara vocación de distraerse de la consternación que siente hacia el "autoaislamiento masoquista" de "las actuales actitudes inglesas (no británicas: inglesas) ante Europa". De ahí que la tesis del libro no sea otra que proponer a Pozzi (cuyos antepasados emigraron de Italia a Francia y sus parientes no dudaron en casarse con extranjeros de todo el continente) como triunfante Homo Europeo "racional, científico, progresista, internacional y constantemente inquisitivo; que recibía cada nuevo día con entusiasmo y curiosidad". Modelo modélico, para Barnes, igualmente aplicable contra los presentes y cada vez más abundantes movimientos cerracionistas aquí y allá y en todas partes. Pozzi, concluye su retratador en letras Barnes, "afortunadamente, no carecía de defectos. Pero yo, a pesar de todo, lo presentaría como a una especie de héroe". Y así nos lo ofrece (cabe pensar que el inquieto Pozzi apenas se detuvo a la hora de posar para Sargent o para exhalar su último aliento en un final sin sentido y tan absurdo como trágico con paciente impaciente) en este libro afortunado y heroico y cuyo único defecto acaso sea el de tener una última página y terminar.

TRES Aunque quien más le intriga a Rodríguez del trío tan dinámico es el mega-ultra-maxi decadente Robert de Montesquiou. Protagonista de otro retrato, en grises y con bastón, firmado por Giovanni Boldini (tiene, también, otro firmado por James Whistler, que a Rodríguez le gusta menos), y a quien el Musée d'Orsay de París supo dedicarle toda una exposición: Robert de Montesquiou on l'art de paraître. Y, sí, buen título: porque el vampírico conde fue un auténtico maestro de la apariencia. Sus muchos amigos (entre ellos Henry James y Gabriele d'Annunzio) lo apodaron Quiou-Quiou; sus enemigos, Grotesquiou. Proust lo reconoció como "profesor de belleza" y, a partir de incluirlo en su novela-océano, fue responsable de un tercer apodo: Montesproust. Diletante amigo de todos con amante argentino (Gabriel de Yturri) y digno poeta simbolista que pasó de la gloria al olvido, Monstesquiou murió en un sombrío auto-exilio provinciano en 1921 luego de haber resplandecido en la Ciudad Luz donde su palacete contaba con habitaciones especialmente decoradas para sus diversos estados de ánimo (en una de ella había un trineo-cama rodeado por escenografía de estepa rusa). Sobre su tumba, sin nombres ni fechas, se encarama el llamado Ángel del Silencio con un índice sobre sus labios acaso pidiendo, para el más grande de los decadentes. Alguien que, con el tiempo, fue representado en el cine por Alain Delon y John Malkovich (quienes, curiosamente, también coincidieron en el decadente y mortal personaje de Tom Ripley). Y, sí, piensa Rodríguez: aquí hay una novela, tal vez protagonizada por Yturri, quién sabe.

 

Después, en la decadente Barcelona, Rodríguez se apaga y prende la televisión para enterarse de las últimas noticias del decadente (apenas por escandaletes sexuales-financieros) pero nada artístico Juan Carlos I en Dubai. Tiene ganas de volver para las Fiestas y extraña mucho al jamón, dicen los que lo conocen bien, lo quieren mejor, y lo apodan, apenas, Juancar.