En la cuadra solo hay dos edificios: yo vivo en uno, el otro está casi a la misma altura, al otro lado de la calle. Estoy en el noveno piso. Puedo ver el río y parte de las islas. A diario pasan barcazas paraguayas y algún barco de ultramar. Suelo compartir en las redes las fotos que saco de las columnas de humo y, por las noches, de los focos rojos de las llamas de los incendios en las islas.

Me mudé hace un par de años. Nunca puse cortinas, no las consideré necesarias. De día, levanto las persianas y cuando oscurece, las bajo. Los balcones del otro edificio son variados: algunos permanecen abiertos, otros fueron cerrados con mamparas de vidrio.

En este tiempo de aislamiento, sentada en el sofá frente a la ventana del living, puedo ver a la señora del sexto entrar a su gato, por las tardes, y después cerrar los vidrios. El muchacho del séptimo y su novio suelen salir al balcón a fumar juntos. En el octavo, una anciana que vive sola riega las plantas todas las mañanas. Después, se acoda sobre la baranda y mira hacia la calle, a las pocas personas que se mueven allí abajo. Cuando me ve, me saluda. El día que coincidimos en el almacén, me prometió unas medialunas que ella misma hace. Nos encontramos en la vereda y le regalé un chocolate a cambio. A mí no se me da por cocinar. El hombre de la pareja mayor del noveno se la pasa leyendo en el balcón, mientras su mujer le lleva el mate. Cuando los veo, me dan ganas y me preparo el mío. En el último piso vive una pareja joven; ella estuvo embarazada, muy embarazada, habría dicho mi abuela. Las últimas semanas, discutían mucho. Los veía gesticular, alzar los brazos; gritaban, aunque nunca escuché qué se decían. No los veo desde hace unos días.

El tiempo transcurre lento, porque el tiempo es relativo, como lo aprendí en la facu. Pero este tiempo subjetivo termina siendo caótico. Me levanto tarde; como cuando tengo hambre: a veces son las cuatro de la tarde, o de la mañana, da igual. Escribo, miro series, hablo por teléfono. Lo que me mantiene ligada a la realidad son las clases virtuales. Tengo que estar atenta para conectarme a la hora establecida. Sí, lo virtual es lo que me vincula a la realidad, lo que veo por mi ventana se siente lejano, absurdo, extraño.

Ahora se abre el balcón de la pareja y ella sale. Sostiene a su bebé, envuelto en una mantilla beige. No puedo saber si es niña o niño, como si eso importara. Él se acerca por detrás y los abraza. El bebé, el nuevo habitante, solloza. Se meten en el departamento y cierran la mampara.

Dejo mi sofá y voy a tomar un vaso de agua. No lo termino y vuelco el resto en una de las macetas que tengo sobre la mesita ratona. Noto que la tierra está seca. Vuelvo a la cocina, lleno la jarra de plástico y la riego, hago lo mismo con las otras plantas del balcón. Desde ahí veo a la pareja discutir. Ella sostiene al bebé, grita y, de repente, le da una cachetada al muchacho. Él se queda quieto. Ella sigue gritando. No escucho si el bebé llora. Estoy descalza y siento los pies mojados. Volqué el agua fuera de las macetas. Entro. Me seco, me pongo las pantuflas. Vuelvo a mi sofá, pero ya no están en mi campo visual. Igual me quedo allí, haciendo un paneo de los balcones del frente.

Creo que me dormí. Ya es de noche. Veo luz en algunos balcones. Bajo la persiana y enciendo el televisor.

No sé a qué hora me acosté. Ya no me afecta: duermo bien. Aunque soñé con la joven mamá. Me preocupa. Creo que no está bien. Abro la persiana y me siento con una taza de café con leche en el sofá. Espero que salga alguien.

La señora del octavo me ve y me saluda. La mamá sale con su retoño. Me acomodo para verlos mejor. Están muy cerca de la baranda. Ella se da cuenta de que la estoy viendo. Se queda quieta, sin dejar de mirarme. Levanta al bebé por encima de sus hombros y se acerca aún más a la baranda. Me congelo. Siento un escalofrío que me recorre la columna hasta los pies. ¿Lo va a arrojar por el balcón como lo hizo esa médica rusa? No puedo moverme. Tanteo el teléfono que está a mi lado. Voy a llamar al 911 pero, en cambio, le saco una foto. Ella me hace un gesto con el dedo medio y entra.

Oscurece. Miro la hora en el móvil: son las siete. Bajo la persiana, abro mi netbook y me conecto. Saludo a mis compañeros de taller. 

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