Sin Lucy no existiría la sitcom tal y como la conocemos. No importa que Yo amo a Lucy no haya sido la primera “comedia situacional” en la historia de la televisión estadounidense: la influencia conjunta de su ritmo y lenguaje, formato de registro a tres cámaras y legado cómico es tan profunda que es posible afirmar, sin dudarlo ni un instante, que ninguno de sus descendientes en las décadas posteriores sería el mismo sin esa impronta. El guionista y realizador neoyorquino Aaron Sorkin lo sabe, y muchos de los detalles de Being the Ricardos comentan directa o indirectamente esa huella seminal. Pero el tercer largometraje como realizador del autor de A Few Good Men (y del guion de su adaptación al cine, Cuestión de honor) hace hincapié no sólo en lo que ocurría en el set de filmación de I Love Lucy, el programa semanal emitido originalmente por la cadena CBS de 1951 a 1957 sino, esencialmente, en los acontecimientos detrás de bambalinas. Así, la película va construyéndose como una suerte de biopic centrada en la relación entre Lucille Ball y Desi Arnaz, pareja en la vida real y en la pantalla de tevé, desde los tiempos de las producciones clase B en la era de los grandes estudios, donde se conocieron, hasta el éxito popular del show televisivo. Pero más allá de los flashbacks y los desvíos del guion, la trama central se concentra temporalmente en una única semana, siete días durante los cuales un chisme del pasado remoto pudo haber terminado de golpe con la popularidad de la rubia “americana” y su esposo cubano. Eran los tiempos del macartismo, del miedo a la invasión roja de mentes y cuerpos, del comunismo como ente diabólico dispuesto a horadar y destruir el estilo de vida de los Estados Unidos. Una era marcada, además, por un único modelo de femineidad idealizada en las pantallas (dentro del matrimonio; fuera de él, las femmes fatales y prostitutas podían seguir con su derrotero sin escalas hacia alguna clase de infierno). Being the Ricardos, cuyo título señala el apellido de la dupla protagónica en la ficción dentro de la ficción, se estrena el próximo martes 21 en Prime Video, principal apuesta de la plataforma del gigante Amazon para la temporada de premios que se avecina, y cuyas principales armas para esos menesteres son las actuaciones centrales de Javier Bardem, como Arnaz, y Nicole Kidman en el rol de Ball.

Por momentos, el ritmo frenético de los diálogos recuerda al arte casi perdido de las screwball comedies de los años 30. Being the Ricardos comienza con una escena doméstica que nunca podría haber formado parte de la vida de Ricky y Lucy Ricardo. Lucille Ball, una Kidman caracterizada vía maquillaje y un poco de efectos digitales, somete a su marido Desi Arnaz a un nada sutil interrogatorio. ¿Qué hay de cierto en esa noticia que una revista de chimentos acaba de publicar en la portada, un supuesto amorío ilustrado con la imagen de una chica sentada en el regazo del músico y actor? La discusión que sigue ilumina el talento del realizador para los diálogos afilados y veloces, pero cuando las dudas sobre la infidelidad comienzan a disiparse gracias al uso de la razón, otra noticia cae como una bomba en el seno de la pareja: la posible filtración pública de la afiliación de la comediante al Partido Comunista, cuando en las elecciones de 1936 tildó el casillero correspondiente por lejana afinidad, error o simplemente para complacer a un familiar. ¡Y todo fue cierto! Sorkin retoma esos hechos de la realidad histórica y los entrecruza con el primer embarazo de Ball, potenciando el efecto dramático de la reconstrucción ficcional. En palabras del autor, entrevistado recientemente por el medio especializado Variety: “Se supone que el periodismo es objetivo; el periodismo es una fotografía. El arte, en cambio, se supone subjetivo, como lo es una pintura. Todo lo que sucede en la película ocurrió de verdad, sólo que no de la misma manera. Me gusta trabajar con periodos de tiempo comprimidos, que ayudan a acrecentar la presión”. Being the Ricardos utiliza los tiempos reales de una típica semana de producción de la célebre sitcom, de lunes a viernes, comenzando con las discusiones de los guionistas el lunes, la primera lectura en conjunto del martes, los ensayos de miércoles y jueves (estos últimos con bloqueo de posición de cámaras) y la filmación con público presente en el estudio del viernes. A partir de esa estructura madre, pero abriéndose a los recuerdos y a una serie de comentarios “documentales” (que en realidad no son tales) en nuestro presente del siglo XXI, la película (re)construye una era que puede antojarse muy diferente a la nuestra, pero en la cual, sin embargo, las acusaciones ideológicas más ridículas vuelven a resonar con una actualidad impensada.

AARON SORKIN CON BARBIJO Y LAS INDICACIONES A NICOLE KIDMAN

ROJO Y NEGRO

“Lo único rojo acerca de Lucy es su cabello, y ni siquiera eso es legítimo”, declaró en su momento Arnaz, en una entrevista con la temida y temible periodista Hedda Hopper, frase que Sorkin transforma en una línea de diálogo. “Hay que entender que los tipos malos durante la era de las listas negras no eran solamente Joe McCarthy y Roy Cohn”, reflexionó Sorkin en una extensa conversación publicada en The Hollywood Reporter. “Ninguno de ellos hubiera tenido poder de no ser por el Comité de Actividades Antiestadounidenses, cuyo trabajo era confirmar que estaba todo bien si una cadena deseaba contratar a tal o cual figura o aceptar publicidad del dueño de un supermercado”. Las cosas han cambiado. Sin embargo, Sorkin recuerda que su puesta teatral basada en Matar a un ruiseñor tuvo que bajar las persianas durante un año y medio a causa de la pandemia, y que durante ese lapso “cinco distritos escolares del país prohibieron el uso de la novela en clase, junto con Las aventuras de Huckleberry Finn y De ratones y hombres. Mucha gente me decía ‘pero en Matar a un ruiseñor se usa la palabra que empieza con n’ (nigger). ¿No es mejor tener una discusión en clase acerca de eso? ¿No es una oportunidad para hablar sobre esa palabra? Creo firmemente, más ahora que vivimos en una sociedad tan dividida que asusta, que la solución es que la gente hable entre sí. No prohibir cosas. Prohibir libros, prohibir gente. Quiero ser claro: una cosa es que alguien disemine información falsa y peligrosa o que utilice la libertad de expresión para justificar o impulsar la violencia. Pero, ¿alguien que simplemente te ofende?” ¿Y si Lucille Ball sentía algún tipo de simpatía por algunas ideas socialistas? Imposible decirlo en voz alta, mucho menos justificarlo. En Being the Ricardos, las conversaciones entre las estrellas, los productores y los auspiciantes, la tabacalera Philip Morris, giran alrededor de la potencial filtración de esa información; cómo frenarla, minimizarla, desintegrarla. Al mismo tiempo, la noticia del embarazo de la figura conjura otro problema, que velozmente es “solucionado” con la idea de tapar la inminente panza con sillas, mesas y otros objetos del decorado. ¿Y por qué no mostrar el embarazo en la serie, como parte de la ficción?, proponen Lucille y su esposo. Imposible: la televisión no puede mostrar a una mujer inequívocamente embarazada, sería inconducente y casi obsceno, eso forma parte del ámbito privado. Algunas cosas, afortunadamente, sí han cambiado.

Cerca del final de la película, la única guionista mujer del show le cuestiona a Ball la consistente tontera del personaje de Lucy, su inhabilidad para intentar escapar de las normas de etiqueta que regulan qué es ser una mujer y una esposa. La respuesta de la actriz, comediante de pura cepa, conocedora de gags y risas, no sorprenderá al espectador, pero abre una discusión interesante que mezcla ficciones y realidades, creación artística y negocios. En la vida real, Lucille Ball era lo más parecido a lo que hoy suele llamarse una mujer empoderada, aunque otro de los aspectos de fricción en la trama está ligado a las posiciones de poder e interacción entre ella y Arnaz, dupla inseparable por razones muy diversas (el divorcio llegaría años después, en 1960, luego de dos décadas de matrimonio). Nicole Kidman hace un trabajo notable como la estrella de la televisión, no tanto un trabajo de mímesis –aunque algo de eso hay– como de construcción paralela, mitad imitación y mitad creación. Sorkin recuerda que, durante las conversaciones iniciales con Kidman y Bardem, “dejé muy claro que no estaba buscando una imitación física o vocal literal. Todos los días les escribía ‘simplemente interpreten a los personajes que están en el guion’. Sé que Nicole trabajó un tiempo en la voz de Lucy y quería quitarle ese peso de encima”. En cuanto a los personajes como entes autónomos ligados a figuras reales, el guionista destacó que “más allá de las acusaciones de comunista, había otras cosas que me interesaban, como el hecho de que Lucille Ball no se parecía en absoluto a Lucy Ricardo. Y tampoco su imagen era esa. Ella era un poco como Charlie Chaplin. Cuando la gente piensa en Chaplin ve al personaje del vagabundo, pero Chaplin no era así, se veía de una manera muy diferente. Cuando la gente piensa en Lucille Ball y Desi Arnaz piensa en Lucy y Ricky. Pero Lucille era más parecida a Rita Hayworth, una actriz con un look a lo Jessica Rabbitt. Ese contraste era el que me interesaba”.

DEMASIADA MUCHACHA

La pulsión cinéfila encontrará en Being the Ricardos varios detalles de interés, muchos de ellos tan fugaces que apenas si es posible advertirlos. Un paneo por la mesa de producción revela el nombre del checo-alemán Karl Freund, quien muchos años después de su trabajo como destacado director de fotografía en films germanos como El gólem (1920), La última carcajada (1924) y Metrópolis (1927) se afincó en Hollywood y, además de continuar con su métier principal, llegó a dirigir títulos como La momia (1932). Ya en los años 50, fue el responsable no sólo de la dirección fotográfica de decenas y decenas de capítulos de I Love Lucy, sino de diseñar el sistema sincronizado de tres cámaras de cine con el cual se filmaba el programa. Los flashbacks a los años 30 y 40 permiten reconocer el esquema industrial de los grandes estudios en el así llamado período de oro, con sus figuras contratadas, sueldos quincenales y estructura rígidamente estratificada de talentos y técnicos. Los tiempos en los cuales Lucille Ball alternaba rodajes en la RKO y Metro-Goldwyn-Mayer, a veces como protagonista de películas de presupuesto moderado, otras como figura de reparto secundario en largometrajes de mayor perfil, como El crimen de vanidades, Baile y pasión y Ziegfeld Follies, amén de una única chance de transformarse en estrella que terminó en decepción, desencanto y algo parecido a la depresión (Lucille y Desi se conocieron en 1940, durante el rodaje de la comedia musical Demasiadas muchachas). La venganza llegaría con Yo amo a Lucy, reinvención de la dupla que los transformó en mega estrellas del cada vez más popular medio televisivo, el show semanal de los lunes por la noche seguido con atención y fidelidad por 60 millones de espectadores. Concepto que Being the Ricardos utiliza para contar una historia personal y profesional poco conocida que ilumina aspectos de toda una sociedad en tiempos convulsionados, más allá de esa engañosa apariencia de plácida felicidad de posguerra.