“Si toda la música estuviera condenada a perecer en la inminente conflagración universal, nosotros tendríamos que salvar esta sinfonía, aun a riesgo de nuestras vidas, si fuera necesario”. Eso le dijo Mijail Bakunin a Richard Wagner, a mediados de 1849 en Dresde, después de escuchar un ensayo de la Novena Sinfonía de Ludwig Van Beethoven. Más allá de la retórica inflamada propia de una época en la que, como casi siempre sucede, un mundo está terminando sin que otro termine de nacer, la idea del impenitente revolucionario anarquista refleja hasta qué punto la última sinfonía de Beethoven había marcado el porvenir. Símbolo de cuanto hiciera falta para representar altos ideales de humanidad, la “Novena” atravesó el tiempo en nombre de la libertad y la alegría, acomodada a los cambios de sentido de cada época, entre la insurrección, la virtud nacional y la bondad celeste.

Este viernes a las 20, en el Auditorio Nacional del Centro Cultural Kirchner, la Orquesta Sinfónica y el Coro Polifónico Nacional, con Gustavo Fontana como director invitado, interpretarán Sinfonía nº 9 en re menor Op. 125 de Beethoven. Los solistas serán la soprano Mónica Ferracani, la mezzosoprano Tamara Odón, el tenor Ricardo González Dorrego y el barítono Mario de Salvo.

Sorprendente en su momento por sus dimensiones y por sus exigencias técnicas, “la Novena” es una obra revolucionaria en muchos sentidos, no sólo por el empleo de coro y solistas para entonar en el último movimiento la celebérrima “Oda a la alegría”, basada en un texto del poeta Friedrich Schiller.

Su estreno, el 7 de mayo de 1824, fue un acontecimiento social y político para Viena, la capital del imperio austríaco que contra toda idea revolucionaria el canciller Klemens Metternich estaba transformando en lo que se podría considerar el primer estado policial moderno. Las crónicas de la época señalan el largo aplauso con que el público saludó el estreno de una obra que quedaría entre las más influyentes en la historia de la música, un punto de referencia para los grandes sinfonistas del Romanticismo tardío cuyas resonancias se puede escuchar todavía hoy. Aquella ovación que el sordo no escuchó pero retribuyó con un leve gesto, casi desconfiado, fue también la reivindicación del artista y del hombre, del iluminista incómodo en la capital de la reacción monárquica.

El insólito diálogo entre complejidad conceptual y técnica e inmediatez melódica, en base a un texto cargado de buenas intenciones, hicieron de “la Novena” una obra popular en un sentido inabarcable. Vehículo de una idea de solidaridad y fraternidad que tocó sensibilidades individuales y colectivas de distintas formas, también fue, más allá de las salas de concierto, la herramienta para una épica de “la razón de los buenos” en contextos muy diferentes. “El fetiche musical de Occidente”, como la llama el musicólogo Esteban Buch, fue por ejemplo la columna sonora de la caída del muro de Berlín en 1989, poco después de que en la plaza de Tiananmen la cantaran los manifestantes de contra la opresión en China y en Chile se utilizara contra la dictadura de Pinochet.

Antes, se tocó la parte coral en las Olimpíadas de Berlín de 1936 –las que pretendieron demostrar la superioridad de la raza aria–y al año siguiente Wilhelm Furtwängler, la ofreció completa con la Filarmónica de Berlín para el cumpleaños de Hitler. En 1974, la naciente República de Rodesia, sostenida por un régimen de segregación racial, la adoptó como himno nacional. Desde 1985 es himno de la Unión Europea, en una versión adaptada por el ubicuo Herbert von Karajan, y todavía hoy es un hit incontrastable de los conmutadores telefónicos de todo el mundo.

Entre el fárrago de significancias que van y vienen, “la Novena” de Beethoven se mantiene como uno de los grandes monumentos del ingenio humano, la muestra de una aspiración cuyos límites no terminan de descubrirse, de tensiones que no terminan de resolverse. La Orquesta Sinfónica Nacional y el Coro Polifónico Nacional, dos de los organismos estables más importantes de la Argentina, la eligieron, una vez más, para celebrar al genio y al mismo tiempo para culminar un año que, si bien sería excesivo llamar “temporada”, termina abriendo esperanzas por sobre los prolongados silencios de la pandemia.

La Novena queda entonces, como prenda para que el reencuentro con el público se prolongue.