Tan antiguos como los hombres -o incluso anteriores: tan antiguos como el miedo, que es anterior a los hombres- los monstruos de todas las épocas forman una constelación exagerada, acaso infinita, despareja y absolutamente caprichosa. Sin embargo, algunos detalles se repiten obsesivamente en las afiebradas imaginaciones que, a cada momento y en cada lugar, soñaron con la sombra de todo aquello que no es humano, pero tampoco animal. Seres por definición inclasificables que finalmente fueron clasificados; engendros mágicos o médicos que, por hallarse en la medianía de dos o más especies, a veces en los límites de lo vivo y lo muerto, quiebran el orden cósmico e inauguran un umbral infranqueable: constituyen una alteridad total.

En Monstruos y monstruosidades, volumen compilado por la especialista en historia del arte Marta Piñol Lloret, los artículos seleccionados abordan la categoría monstruosa como una insistencia de siglos. Un tumultuoso desfile de ogros, sirenas y dragones que desde la edad media hasta hoy siguen dándole cuerda a la tenebrosa fantasía de confirmar que no estamos solos en la creación. El libro recorre un abanico amplio pero orientado por un rasgo común de lo monstruoso: su dimensión visual. Es que, desde su raíz etimológica, la palabra monstruo está vinculada al plano visual, al verbo mostrar. Derivada del latín monstrum, que significaba maravilla o prodigio, el vocablo se vincula en su génesis más antigua a cierto tipo de advertencia o señalamiento de los dioses para los mortales. Un llamado de atención que implicaba un salto en la norma; un desvío intolerable que no resiste comparación, un estado de excepción, impureza e hibridación. Cierta advertencia que venía a contradecir los valores clásicos de la belleza, la proporción y la armonía. Desde siempre, los monstruos en general son horribles, desproporcionados, collages espantosos de especies, partes ensambladas que no remite a nada conocido pero que, al mismo tiempo, forman parte del mundo. En cada época, la manera de dar cuenta de su existencia fue sobre todo visual. Imaginados para ser vistos pero, al mismo tiempo, ocultos porque son horribles.

El unicornio de Marco Polo

Son minuciosas y abundantes las descripciones que sobreviven en los relatos, grabados y dibujos medievales que dan cuenta de esta dimensión visual de los monstruos. Durante la Edad media, los cíclopes y unicornios formaban parte de un imaginario tan poderoso como ambigüo que nadie ponía en duda pero nadie tampoco comprobaba. Siempre fronterizas e inhallables, las razas monstruosas medievales tenían domicilio en las profundidades del mar o en los márgenes del mundo conocido. Su carácter limítrofe cobraba importancia en los relatos de viaje de la época, un género por entonces de lo más popular que amplificó y conservó, en tierras lejanas, las leyendas y estudios teratológicos heredados de las civilizaciones griega y romana.

A partir del siglo XV, cuando el globo terráqueo se volvió algo más o menos navegable, los aventureros exportaron al Nuevo Mundo las fantasiosas maquinaciones que habían aprendido de sus ancestros. Marco Polo, por ejemplo, en uno de sus viajes, sin saber confunde a un rinoceronte con un unicornio y, desengañado, en su diario de viaje, anota el fake: “Tiene la piel como la del búfalo y la pezuña como la del elefante, con un gran cuerno de color negro sobre la frente. Son animales de muy desagradable y horrible aspecto, en nada se parecen a los de las leyendas que en nuestras tierras cuentan”.

La leyenda de los cinocéfalos, uno de los relatos más difundidos hasta bien avanzada la Edad Media, es la fábula de una extraña y feroz raza de hombres con cabeza de perro. Como el falso unicornio de Marco Polo, la historia de estos híbridos humanos con rasgos caninos, salvajes antropófagos que se comunicaban a través de ladridos, es un malentendido que duró siglos. Los estudiosos cristianos remitían a esta leyenda inspirados en la lectura de autores como Plinio El Viejo, que con su libro Historia Naturalis, del Siglo I d.c., es el principal responsable de la supervivencia de los monstruos antiguos en la Edad Media y el Renacimiento. 

La literatura cristiana, por su parte, tenía motivos de sobra para creer en estos engendros humanoides: si tenían alma, podían ser salvados por la gracia divina. Era una buena manera de representar todo aquello que, aun siendo parte de la creación, estaba al margen de la fe y por lo tanto era horripilante. Cuanto más aberrantes los infieles, más gloriosa la conquista de los misioneros que viajaban hasta tierras remotas con la fe bajo el brazo. Los monstruosos hombres-perro encajaban perfecto con el proceso de demonización (deshumanización) cultural que recaía sobre todos aquellos pueblos que eran considerados enemigos del cristianismo. “Tienen todos cabeza de perro, y dientes y ojos como perros; y no debeís dudar que sea cierto. Son gentes muy crueles y se comen a los hombres completamente crudos”, apuntaba Marco Polo, sin creer pero creyendo, en el diario de uno sus viajes por la India, al descubrir una isla llena de cinocéfalos. El rasgo más pernicioso y desagradable de estos híbridos, que se repite como práctica monstruosa par excellence: el canibalismo.

Jean de Mandeville, que entre 1365 y 1371 escribió su famoso volumen El Libro de las Maravillas del Mundo, suscribe a las versiones fantásticas de los antiguos y compone un ambicioso atlas en donde da cuenta de las extrañas razas que habitan los confines de la tierra. Allí describe a otro de los monstruos más famosos (y horribles) de la edad media, los blemmia: “Unas gentes de feísima y malvada naturaleza, ya que ni ellos ni ellas tienen cabeza, sino la cara en medio del pecho, con los ojos por los hombros y en medio de los pechos la boca torcida como una herradura”.

Monstruos en palacio

En un hábito que anticipaba al freak show moderno y contemporáneo, en las cortes europeas, durante los siglos XVI y XVII, los monarcas tenían la morbosa costumbre de invitar a palacio a los seres más deformes y extraños de los que se tuviera noticia. Estos engendros tenían el paradójico privilegio de ser recibidos por los reyes que, fascinados por obtener alguna distracción, sumergidos en una mezcla contradictoria de horror y curiosidad, de repulsión y deseo, presos de cierto morbo inscripto en la obligada existencia visual del monstruo, contemplaban ruborizados las más extrañas deformidades humanas. 

Así fue como en 1629 el monarca español Felipe IV recibió a los hermanos siameses italianos Lázaro y Juan Bautista Colloreto. Lázaro era alto, bello y bien formado; Juan Bautista estaba incorporado a él de forma monstruosa: incrustado en su torso, le faltaba una pierna y todo el tiempo echaba una baba asquerosa por la boca. Estuvieron de gira por las cortes europeas durante varios años, y siempre despertaban el mismo debate: ¿Era necesario bautizarlos a los dos o solamente era Lázaro quien merecía el sacramento? El desfile monstruoso era una manera de exaltar la normalidad y pureza de los espectadores. Como muestra Las Meninas, el famoso cuadro de Velázquez, era habitual que las familias reales adoptaran algunos enanos, como objetos de compañía y diversión, en el mejor de los casos como leales confidentes. Se dice que Felipe IV quedó sumido en una tristeza profunda cuando murió Bonamí, un enano muy querido que le había regalado su tía y llegó a tener epitafios escritos por Góngora y Lope de Vega.

Los anormales

El pasaje hacia la modernidad despoja al monstruo de su condición cosmológica: ya no son razas o extrañas especies caníbales en tierras remotas, sino que se incorporan a la imaginación como seres aislados y excepcionales que conviven en la comunidad. La interiorización del monstruo por la técnica científica y jurídica es analizada por Michel Foucault en su curso Los anormales, donde define al monstruo humano como uno de los ámbitos centrales de la anomalía, que comienza a ser lentamente colonizada por el pensamiento moderno a partir del siglo XVIII. Para Foucault el monstruo es, a la vez, una violación a las leyes de la sociedad y de la naturaleza; “el punto de derrumbe de la ley y, al mismo tiempo, la excepción que sólo se encuentra, precisamente, en casos extremos”, escribe. Así, como “gran modelo de todas las pequeñas diferencias”, representa el caso límite que enfrentará el dispositivo de disciplinamiento de los cuerpos durante la incipiente modernidad. El monstruo cósmico, legendario y maravilloso de las épocas antiguas se diluye así lentamente en una multitud insignificante de desviaciones aisladas y queda atrapado en el relato del aparato médico-jurídico. “Un monstruo cotidiano, un monstruo trivializado”, apunta el autor.

Bajo el advenimiento del cientificismo, las razas monstruosas, que antes transgredían todas las clasificaciones, prevalecen, por ejemplo, en los estudios sobre fisionomía criminal desarrollados por Cesare Lombroso, donde los rasgos faciales y corporales de delincuentes, asesinos y violadores pasaban a formar parte de un catálogo de monstruos cotidianos. En su Tratado Antropológico Experimental del Hombre Delincuente, de 1876, el médico italiano identificaba las constantes genéticas que se repetían en cada tipo de crímenes, intentaba demostrar así que la maldad, más que un hecho cultural, era la extensión moral de una desviación biológica anterior e intrínseca, y así la criminalidad el resultado de una tendencia biológica innata. La nariz aguileña de los ladrones, los huesos frontales del cráneo pronunciados de los violadores o el dedo gordo del pie más separado de las prostitutas eran identidades que expresaban la materialización de la maldad por vía genética. 

La aparición de la técnica fotográfica, y su posterior ampliación al uso científico, reforzó el deseo positivista de dar cuenta de manera realista y fidedigna de aquellas anormalidades que merecían ser estudiadas y clasificadas. Durante el siglo XIX, mientras las energías imperiales de los europeos se desparramaban por el globo, la fotografía antropológica restauró, bajo el manto del exotismo o la compasión, el estilo de los bestiarios medievales y las antiguas creencias en las costumbres horrorosas de los pueblos de los confines. 

Los seres mitológicos y de leyenda que habían alimentado la imaginación de generaciones enteras se desvanecían en hombres y mujeres que eran objeto de tratamiento médico y vigilancia policial. 

Los hijos del átomo

La edad contemporánea, con el ascenso de un panorama cultural dominado por las fantasías asociadas a la potencia técnica, tras el desenlace atómico de la Segunda Guerra Mundial y la exhibición de una fuerza contenida e ilimitada que potencialmente podía derivar en la mismísima destrucción del planeta, también engendró en su reverso toda una serie de fantasías asociadas al advenimiento de nuevo tipos de seres monstruosos hijos de la radiación atómica. A comienzos de los sesenta, Marvel Comics lanzó dos tiras que daban un giro a la conceptualización de los superhéroes clásicos: El Increíble Hulk y Los X-men. El horizonte abierto por el despliegue atómico y su consecuencias no esperadas  rompía con el modelo clásico de superhéroe que dominaba el género. Tanto Hulk como los X-Men rompían con el optimismo norteamericano en torno a las consecuencias del desarrollo nuclear. Abundaban las tiras protagonizadas por muchachos de buen corazón que recibían extraordinarios poderes del átomo y se sumaban sin titubear a las filas del bien y la justicia. Hulk, que era perseguido tanto por norteamericanos como por soviéticos, que como Doctor Jekyll y Mr. Hyde estaba disociado y no llegaba a comprender verdaderamente su propia naturaleza mutante, era el estado de excepción de los superhéroes, el patito feo de la Liga de la Justicia. La misma ambigüedad era explotada en los X-Men. Escrita en plena lucha del Movimiento por los Derechos Civiles de los afroamericanos, proponía un argumento en donde un grupo de mutantes apostaban más bien al diálogo y la buena convivencia con los humanos; mientras que el bando más radicalizado, encabezado por Magneto, postulaba, sin miramientos, la supremacía mutante sobre la raza humana y, finalmente, el llamado a la rebelión generalizada de todos los monstruos.

Monstruos y monstruosidades Marta Piñol Lloret (compiladora) Sans Soleil 368 páginas