Se escribe por tantos motivos distintos que cada tanto aparecen compilaciones con las más diversas respuestas al insistente ¿Por qué escribir? El ejercicio de esta pregunta, cuando no se disuelve en pose, devuelve una imagen hermosa, una especie de fractal al infinito donde en la repetición surge también la diferencia. La pregunta no solo se muerde la cola sin perder el sentido sino que, gajes del lenguaje, lo multiplica. Escritores célebres y no tanto escribirán algo que a otros les servirá de reflexión para seguir pensando en el propio por qué de la escritura. Sin embargo, a veces también sucede algo mejor: la pregunta se internaliza, ya no hace falta que nadie la formule. Quien escribe, estando dentro o fuera de su tarea, observa en los detalles del trabajo sus reincidencias, las resonancias, esas que en algún momento le van a revelar algo como un estribillo semioculto de la obra, de la vida. Del caos de la existencia, de la escritura, surge la autosimilitud a diferentes escalas: se ha dado con el nombre de las obsesiones, con el principio creador que organiza en nuestro caso, formas con palabras. Ya hace unos años, durante una entrevista para la Universidad de La Plata y a raíz de la publicación de Aparecida, Marta Dillon lo decía así: “Escribir, sobre todo cuando decido trabajar de esto, se convierte en una pulsión por quebrar esos muros de silencio y siempre mi escritura va por ese lado: poder decir lo que en algún momento estuvo silenciado. Por eso, creo que mi escritura trasciende la anécdota y tiene que ver con toda una organización social, familiar que tiende a silenciar la experiencia amorosa y la experiencia del cuerpo”.

En esta afirmación está concentrada Marta Dillon en todas sus formas de expresión, de lucha y de expansión: la que entiende el amor en su materialidad más física, la que es activista en la calle, en la redacción, en la cama y en la fiesta, la que desde las columnas Convivir con Virus, allá por la intemperie de los años 90, comenzó una comunidad de lectores desde la que habilitó con su voz la de tantxs otrxs que decidían en el cóctel cotidiano de esos días no vivir signados por un diagnóstico de muerte sino reafirmarse como cuerpos deseantes y rebeldes frente a la retórica victimizante y condenatoria del poder biomédico. La escritura contra el silenciamiento impuesto guia la obra de la narradora, la cronista y la editora que es Marta Dillon cuando escribe. Y en La intensidad, su primer libro de poemas publicados por Salta el pez, aparece otro orden, otra forma del silencio en relación a la escritura. Las formas del silencio son tan múltiples como las palabras. Si antes se lo combatía por impuesto, ahora se le da espacio, se lo reconoce como materia fundante, materia significante por excelencia, distinta del lenguaje. En la escritura poética de Dillon, su voz se potencia en el vacío, hay un procedimiento de destilación de la imagen, de los verbos, lo que no se dice en estos poemas se transforma en aire comprimido. La intensidad entonces es palpable y no da tregua, organiza la entrada y salida de las escenas que abren con el final de una vulnerabilidad compartida. "Yo había hecho una casa en el pantano / de la euforia y el terror / a que se hunda". La materia sobre la que se construye la casa, la guarida, está hecha de arenas movedizas y al mismo tiempo el sentido está puesto en el temor autocumplido del yo poético que construye sobre el lodo antes de llevarse una sorpresa. La casa pesa demasiado cuando el alimento escasea y las batallas del amor se dan por perdidas incluso antes de empezar la contienda: "Lo peor no es perder / Es haber jugado, / esa miseria".

-¿Cómo fue la experiencia de escribir La intensidad? ¿Qué encontraste de vos corrigiendo y escribiendo poesía?

-Soy muy mala corrigiendo los textos, en un momento me canso y no soy capaz de releerme demasiado. Sin embargo acá no. Tuve que releer y releer y además tiene algo que es muy corporal, porque tenés que ponerle voz a los poemas. Releer no es releer sino leer en voz alta, escucharte, tener la paciencia de escucharte y que después eso más o menos quede, que cualquiera lo pueda leer y tenga la intención que yo le quería dar. Trabajé con Gabi de Cicco, y estuvo muy bueno, pero fue un trabajo arduo. Por momentos me preguntaba ¿Cómo puede ser que esté tanto tiempo con tan pocos caracteres? Por otro lado, mis textos siempre son bastante poéticos. Hay mucha metáfora, imagen. A veces demasiada para textos periodísticos o para una columna de opinión. Entonces me quería quedar en esa parte, con la posibilidad de que cada palabra valiera por sí misma. Que cada palabra cuente, que cada palabra tenga un valor. Es mucho corte también. No solo el corte de verso, sino también el desprenderse de un montón de cosas. Mi mayor trabajo fue de desprendimiento.

En el silencio del poema hay una extracción de las escenas pero queda una historia que se cuenta en versos. ¿Qué te llegó primero, la escena o la imagen?

-Por un lado tenía un texto no terminado que no quería que fuera novela. Pero ahí había imágenes que quería conservar, era parte de lo que quería contar. Fui armando como escenas. Y después de tener ese extracto trabajé poema por poema. Después tuve que ver en otro momento qué me faltaba, luego de haber sacado tanto. En general los poemas vienen, se aparecen un poco medio vomitados, a mí me pasa eso. Voy rumiando una misma imagen o escena y en un momento se escriben y después los tenés que dar vuelta varias veces.

FOTO DE SEBASTIÁN FREIRE

POESÍA, FAMILIA Y FICCIÓN 

Los poemas de La intensidad se hilvanan entre los distintos sentidos de la pérdida, en la ruptura hay algo de la identidad que se desmantela y aunque el desgarro es agobiante, también se elige perder. Como en un parto, hay alivio en la transformación material del cuerpo, a la que no se llega sin experimentar algunas formas de la violencia. Dillon no le teme, tampoco como poeta, a darle espacio a esta y otras contradicciones que habitan el juego erótico del amor, de la maternidad e incluso de la misma geografía, esos paisajes por los que transitan construyendo restos los cuerpos del poema: "Nosotres trajimos los torsos / desnudos las cicatrices al sol una pelota clavos y martillos / reparamos el techo del refugio la tierra herida / de cascos y pezuñas / seres anfibios que ensayamos / desear entre el cuidado y el daño".

El cuerpo en tu poesía no tiene tregua, la intensidad lo engulle todo. El cuerpo en el amor, en les amantes, en la maternidad y en la batalla. ¿Dónde estaría el descanso?

-No, no está el descanso en el libro. Aunque hay un poema que dice “perdedora, perdedora". Bueno, sí, hay un descanso, hay un desprendimiento de todo eso. Y la batalla está puesta también en términos no muy loables, no es la lucha feminista, es una batalla inútil, está muy ligada a ideas del amor muy antiguas en el sentido del amor como contienda permanente, o de la pareja -por lo menos en esta- en el orden de la competencia de cuánto tiempo estás con el hijo, de cuánto tiempo tengo que estar yo, toda esa cosa que arma la vida cotidiana. Un pase de cuentas permanente todo el día, hasta descubrir lo desgastante de la guerra y decirle: un besito, yo pierdo.

¿El hogar es una mentira que nos contamos o es un lugar posible?

-Lo que pasa es que el hogar, justamente la palabra hogar, para mí, es una ficción que está cargada de un sentido que es refugio, amor, familia. El nidito de los pajaritos o el pesebre con todo lo que te ponen adelante. Y, sin caer en lugares comunes, lo que quiero decir es que está atado a una idea de amor romántico, para siempre, donde estás ligada por la sangre, digo la sangre del parto, la sangre de nuestros muertos. Sí, es una ficción. Me gusta más la palabra casa y la casa tiene que ser abierta. O sea, la casa tiene que ser colectiva, no tengo ninguna duda. Más allá de que esta es mi casa y me gusta cerrar la puerta, a la vez sé que va a estar siempre abierta en caso de necesidad. Pero sí, para mí es una ficción el hogar, es una ficción como la familia, van juntas. Y tampoco es como hemos inventado ninguna otra cosa para familia. Digo, no existe tal cosa como familia queer pensando que si hay dos papás o dos mamás hacen una familia queer. No depende de eso.

¿Y en dónde encontrás la posibilidad de un armado familiar distinto?

-Podría decir que de todas maneras la familia que tenemos con Albertina y Alejandro sigue siendo una familia, con todas sus tensiones y porquerías. Lo que pasa es que una tiene una familia, nace dentro de una familia, eso no es una ficción. Lo que sí, es que una no tiene que estar cargada de lo que se supone que tiene que ser una familia. Es el lugar al que volvés. Te podría decir que mi familia también son mis amigas, los afectos y mis ex, que tengo más familia con mis ex que otra cosa. Sobre todo pensando en nociones de cuidado mutuo. Porque cuando se habla de la familia elegida se habla poco de las responsabilidades dentro de esa familia elegida. Es un cuento que nos contamos cuando somos jóvenes. Tengo mi familia elegida, nos juntamos, la pasamos bien, pero una se enferma o necesita más cuidados y bueno, ahí un poco se resquebraja. O a alguien se le ocurre tener una hija o un hijo, eso también desarticula un poco. Al principio están todas las amigas que dicen “¡Sí! lo vamos a cuidar entre todas” Y no. Vos podés revolear a los chicos pero la responsabilidad es tuya. Y el tema es ese, ¿Qué es lo qué arma una familia? Y bueno, es la responsabilidad mutua.

Y eso es lo más difícil de reconstruir a largo plazo.

-Total. Poder contar, más allá de que haya amor, pasión y todo eso. Porque la familia está armada en torno al amor romántico. Si no hay amor, no hay familia, y a veces no hay amor pero hay familia. Por supuesto cuando digo relaciones con mis ex hay dos por lo menos que somos eso, nos cuidamos mutuamente y tenemos una relación que no es de amistad totalmente, sino que ya tenés es una intimidad del cuerpo, afectiva, es algo un poquito más en el borde. Yo apuesto a una cosa colectiva porque también pienso en la vulnerabilidad de envejecer, de que en un momento vas a necesitar caminar más un poco más despacio, no estar ahí al frente de la marcha porque ya no te da, o no tenés ganas. En ese sentido es todo un trabajo construir eso con amigues o con exes, donde todo pueda ser más dinámico. Se va armando, esta época de nuestro mundo, está más abierta a esta posibilidad de pensar el cuidado. De no tener que pensar que si no tenés hijes, o si no tenés una pareja nadie te va a cuidar.

FOTO SEBASTIÁN FREIRE

YO CANTO EL CUERPO

Aún antes de haber escrito La intensidad, Marta Dillon ya era una poeta del cuerpo. Su escritura, cualquiera sea el género que abarque, está urdida por el frágil y tenso hilo con el que se trenzan los rituales de la carne. Jamás se le escapa lo que los cuerpos dicen o callan en la intimidad o en la marea,  el dibujo social que forman, las resistencias que traman, la invasión y el desgaste que deja el paso de la vida por él. No es el cuerpo en el espacio tiempo despojado de su historia, sino que lo trabaja como la única o tal vez la más importante evidencia de la experiencia humana. Por eso lo escribe desde una exploración que no deja nada de él afuera. El cuerpo en la celebración de todas sus capacidades, incluso las más inconfesables, atraviesa y funda también su poesía. Tal vez por eso, la voz de La intensidad modula en una frecuencia baja que se va agarrando a los objetos del mundo y de la vida cotidiana sin pretensiones ni resonancias huecas. En un momento, la voz retiene de una tienda de antigüedades todo el frío de una tarde en Estocolmo, lo hace desde un cartel que nombra el calor de la conversación puertas adentro en la casa en donde duerme el hijo. Y la casa está pronta a desmoronarse. En otro poema la orfandad del cuerpo se inscribe en los restos preciosos que acerca la marea a una playa: "Cuántas veces se puede mirar la misma piedra/ y ver animales ver el tiempo que llevó esculpirla/ a fuerza de viento y lamidas de espuma/ Todas las cosas que tienen borde festonearon/ lo que quisimos y abandonamos".  

En el libro hay poemas de sexo en el puro goce y hay poemas de sexo donde aparecen cuestionamientos, preguntas que están vinculadas al dolor.

-No tengo más que decirte que sí. A mí me parece que está bueno ponerle palabra o ponerle el cuerpo al tema del dolor. Para mí salirse de sí siempre es un riesgo y en ese riesgo perdés, no volvés igual, es como cuando te drogás y perdés un par de neuronas. Es como cuando decís voy a tomar ayahuasca. Viste que la gente tiene miedo de tomar drogas que te sacan de vos, todo el mundo toma merca porque te potencia el yo. Bueno, salirte de vos -que es lo que hace la intensidad y es lo que hace el sexo- es más riesgoso, y eso nunca no tiene un costo.

¿Pero hay menos riesgo cuando hay más goce?

Lo que pasa es que ¿cuándo hay más goce? ¿eh? Claro, porque yo creo que más goce hay cuando hay más riesgo. Aunque sea el riesgo de “No la voy a ver más”. Igual con el tiempo, con el paso de los años, me voy poniendo demi sexual, se lo decía no sé quién y se me reían en la cara. Pero bueno, creo que es difícil pensar si hay más goce o menos goce. Ese poema sobre la relación de tres, o sea los dos poemas del triángulo, tienen su intensidad: esa cosa hecha de drama y de flujos y de agotamiento también. Agotamiento emocional, eso de estar midiendo, de que todo se articule, de que nadie sufra, es agotador.

Esta idea de que se goza más cuando hay riesgo me hace pensar en los 70. ¿Pensás que hubo o que había algo de goce en ese estar al límite?

-Yo supongo que sí, obviamente, si no no se entiende toda esa gente joven yendo a la muerte. Me lo decía Lilia Ferreyra, ella fue la pareja de Walsh y una vez que lo mataron siempre fue la viuda de Walsh, nunca más nada. “Qué querés -me decía- si cogíamos y al lado teníamos los libros, los fierros, los cables de noticias, todo se movía al mismo tiempo. Y sí, es el goce también de la calle, cuando estás ahí. Yo pienso en algunas marchas que fueron fuertes, y estás en medio del latido, sabiendo que todo se puede pudrir aunque más no sea porque hay una avalancha.

¡Sí! como la del primer paro de mujeres, el día de la lluvia. Ese día sí que fue muy intenso

-La lluvia, el viento en contra y más nos encendíamos. ¡Fue un día histórico, tremendo! Desde cortar la 9 de Julio, parar el tránsito, hacer el documento, subirme al escenario a leerlo y después escribir la nota. Llegué empapada a la redacción “Dale -me decían en el diario- aunque sea una contratapa, tenés 20 minutos.”

¿Y la pandemia, en ese alejar algo del ruido, que te trajo?

-Me permitió trabajar los poemas. Entrar en ese silencio. Esto es poesía, a nadie le importa, no es que voy a competir con otra novela. La verdad es que no tengo grandes expectativas parecidas al éxito, o de ver si voy a dejar una obra cuando me muera. Eso fue algo que lo sentí en el cuerpo. Viste que las conversaciones cuando alguien escribe o hace cine suelen ser: “¿Y qué estás haciendo?” “¿Qué estás escribiendo?” Qué se yo, estoy viviendo. Me corrí de la carrera del éxito, completamente. Pero no por una postura si no porque realmente sentía, ¿Para qué? ¿Para quién? Y además tengo un montón de años que eso también implica algo, digo, esto de la pandemia no me llega con treinta años. (¡Por suerte!) Sino con un montón más. Siento que un poco los años me han traído alguna sabiduría.

Pero la intensidad es un vicio

-Es un vicio, siempre.

 

Recuadro:

Como una amazona monté

a horcajada de mi yegua

El pelo suelto, mi arco tenso

La costura radiante en el pecho

Arremetí y no dañé

mi filo era de goma

el galope de paja

la cicatriz una herida

escupió agua

Esto es lo desgastante de la guerra

se hace de episodios

que nunca te saca

de la boca el gusto a tierra

justo cuando creías

ser la enterradora

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Un ejercicio de reconocimiento

me lo impongo Escarbo Aparece

el ideograma en su frente mientras el mar

golpea en la ventana a mi derecha.

Busco un resto, no un recuerdo

Un resto guarda las capas

del tiempo del que es testigo

un trozo duro entre las cenizas

de los calendarios que quemamos

Sabe lo que yo no.

Lo que se ama siempre está en fuga

aunque me lime las uñas y robe

un pedazo de piel Araño

algo que se ve apenas

emitido el primer jadeo.

Mi cuerpo conoce la punta

del ovillo que empieza a desmadejarse

y tira de unos hilos que tensan

la punta del pelo se llevan

los dedos de los pies como garras

las costillas arqueadas el olvido

hecho agua la tensión una ola

Maleable

Una cuerda musical reverbera

el deseo busca el final

tanto como pretende detenerlo

Qué inclemente es la intensidad

su filo es capaz de vaciarlo todo

la piel como un traje los órganos

vueltos carne molida

brea sobre el asfalto bajo el sol

que arde en verano

Esa materia no va a separarse entera

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Un día cerré la puerta

la llave dejó de funcionar

Era primavera volaban en el aire

mis cosas mis rutinas el surco de mis pasos

frente al hogar el nombre que tenía

fuera de la casa

los jazmines deshojados antes

de la sed del verano

motas en el último rayo de luz

que cruzó la bisagra

No lloré, ahorré

todas las lágrimas que iba a dilapidar

Cargué despojo la ropa que pedía la estación

No sabía

iba al destierro

Yo, desaparecida

Ni sillones ni palabras ni graznido de la violencia

ni el vaso bien agarrado para escalar todos los días

la misma cuesta por la que me desbarrancaba Antes

había lustrado los barrotes de la reja alimentado esa ficción

pero no a ella

le hice creer que podía

tapar un abismo con el dedo

en la llaga

Fui nadie

la impotente

de un dia para el otro Nadie, ni la madre

del hijo en común Ninguna

cómplice

Nada

Un cuarto sin señales donde una ventana de noche

golpeaba aluminio sobre ladrillo lacerando

el poco sueño que conciliaba

Todas las heridas una sola

la piel helada ardida en el desierto

de una cama individual Era una perra

perdida de la mano que teme y desea

Yo había hecho una casa en el pantano

de la furia y el terror

 

a que se hunda