Le cuento por no aburrirme mientras espero mi hora, no me venga luego con penitencias ni meas culpas o si no se puede mandar a mudar. Respeto en usted al hombre, pero no al disfraz que se pone para deslumbrar a los infelices. Para mí son la misma mierda el obispo y el juez, el cura y el patrón. Nunca doblé las rodillas frente a los poderosos ni del cielo ni de la tierra. Y no va a ser ahora que voy a agachar la sesera, arrepentido por temor a lo que venga a encontrarme en el más allá. No hay nada allá, todo es siempre acá. Y acá hice siempre lo que creí justo y creí siempre en lo que vi. Y lo que vi desde muy chico fueron la fusta y la cruz del amo sobre el lomo del peón. Le cuento por no aburrirme, pero le cuento al hombre y a nadie más.

Usted cree saberlo todo sobre mí solamente por lo que leyó en los diarios y en las revistas. Porque yo nunca le conté de primera mano nada de lo que hice. Solamente le revelé mi nombre por culpa de la caña. Cura mañoso que me vino a emborrachar así. Le respeto la astucia de hombre y le agradezco el silencio de amigo, por eso lo aguanto hoy aquí. Segundo David Peralta, le dije, ¿se acuerda? Mate Cosido, me respondió. Y sentí el tonto orgullo de la fama lamiéndome tibio en el huequito de la nuca.

Pocas cosas odio de este mundo, además de las injusticias del poderoso, de la suela del patrón en la jeta del jornalero; sólo dos: la vanidad y la traición. Por la primera me castigué muy mucho en largas horas de tormento. Por la segunda disparé el único tiro que le dio muerte a un cristiano en los muchos y cansados años de mi vida.

Cuando salvé el pellejo raspando en aquello trunco de Berzón, me dije que ya era hora de juntar los petates y guardarme. Curé mi herida, me vine para estos lares y como David Pérez me abrí el almacén. Me habían dado por muerto y era mejor así. Ya no estaba ni para seguir galopando ni para cambiar el mundo como bandido. Cuando uno es joven se emociona hasta los huesos con el atrevimiento ante lo nuevo y se indigna hasta en el último pelo con los pesares del hombre pobre; pero al viejo nada sorprende y sabe que todo lo aprendido fue al pedo y que todo lo actuado jamás habrá sido ni por asomo un atisbo de justicia.

Me busqué una mujer buena, cuidándome muy mucho de que no fuera querida de algún milico, y así tranquilo y domesticado me dejé crecer barba y barriga. Ni yo mismo era capaz de reconocerme parado frente al espejo.

Usted, cura ladino, algo me sospechaba. ¿Tal vez por la mirada? Me dice mi Teresa que no sé mentir, aunque ella solamente me conoce David. ¿Será por alguna reacción que tuve cuando aquella vez me dio las nuevas sobre la muerte del Juan? Me lo soltó como si me hablara de las lluvias que no llegaban o de las que nunca amenguaban. Se hacía llamar Francisco Bravo -me dijo-, pero era el otro. Y seguro me vio en los ojos que algo adentro me pasaba.

Y claro que me pasaba. Me afectó mucho la muerte del compañero y más sabiendo que fue consecuencia de una traición. Pero a la vez me alegró haber podido escabullirme más sabiamente de ese juego que tenía reservado para mí el mismo final.

La Teresa me dio amor y me dio hijos; me dio un techo y un piso firme. Casi fui feliz. Pero hasta el más domesticado y herbívoro de los leones siente nostalgia de la carne tibia y sangrante ganada en cacería. Había noches en las que salía de la cama y caminaba ida y vuelta sin pausa una y otra vez desde el almacén al primer palenque de la comisaría como esperando que algún milico me reconociera y me empezara a torear.

Tenía 50 años. Me sentía joven y viejo. Cansado desde hace rato y con un resto de ganas siempre queriendo asomar. Ya estaba el coronel de presidente, sacudiéndoles el morro a los mandamases. Eso también me debe de haber dado ánimos. Porque la tarde en la que los dos golondrinas mendocinos que se acodaron en el mármol mentaron haberlo visto al Ñato Gascón en Pico, yo ya había decidido que lo iba a ajusticiar. Los dos borrachines también querían sangre para vengar a su santito, pero cuando se les terminó la plata para ginebra olvidaron todo y alzaron vuelo hacia otra latitud.

Pico estaba algo lejos y podía no ser verdad lo que decían esos dos. Igualmente a la noche preparé la montura y le di ración extra de alfalfa y agua al tobiano por lo que le iba a tocar cabalgar. Me disponía a salir junto con el sol. Me sentí vivo y poderoso de sólo imaginarme cruzando a caballo el monte con mi colt en la cintura y un Winchester en la montura, como en los viejos tiempos.

Cuando todavía noche puse un pie fuera de la cama, la Teresa, que había estado atenta a todos mis preparativos, me encaró.

- ¿Y usted a dónde va a estas horas?

Le dije que iba a la ciudad.

- Ni crea que a caballo, que el pobre animal está más viejo que usted. Vaya en el expreso que pasa por la ruta a las 10.

El ómnibus fue puntual y me subí ya desayunado y recién peinado, llevando conmigo un canasto de mimbre cubierto con un mantelito de flores donde cargaba el almuerzo y la merienda del primer día más tres docenas de huevos colorados y cinco frascos de conservas que mi mujer le enviaba de regalo a la comadre.

Cumplí con el encargo primero y para cuando por fin pude librarme de la hospitalidad de la comadre, ya empezaba a caer la noche. Mentí torpemente para justificar el que me fuera a un hotel en lugar de quedarme a pernoctar en su casa. No podía mezclar los tantos. El que iba a actuar era Segundo y no David.

A la mañana siguiente fui a la plaza San Martín y me senté a esperar. En los poblados chicos, tarde o temprano todo el mundo pasa por la plaza principal.

Al Ñato lo conocí cuando lo de La Forestal, ya desde entonces me dio mala espina ese gallego bocón. No recuerdo si le advertí al Juan Bautista o solamente lo pensé: ojo con los aduladores porque son de la estirpe de Judas. Él le tenía confianza. Igual yo algo me malicié; olí la pólvora y preferí bajarme del proyecto. El Juan primero se molestó conmigo y casi nos vamos a las manos; pero después, a la luz de los hechos, me supo comprender.

La tarde del segundo día por fin lo vi. Era él, estaba igual. Algo más gordo, pero era el mismo Ñato taimado que había conocido en el Chaco. Iba bien vestido, brillante y perfumado, puesto como para un baile. Lo seguí durante varias cuadras. Se quitaba el sombrero cuando cruzaba a alguna mujer, que lo saludaba con confianza. Evidentemente era conocido en la ciudad. A las ratas lisonjeras como esas les resulta fácil caer en gracia entre los inocentes.

Caminaba sin orden ni rumbo. Tan pronto iba hacia el norte como hacia el oeste, cruzando de a ratos a la vereda del sol y de a ratos a la sombra. De pronto se detuvo y me encaró. Tenía un filo en la diestra.

- Qué busca, por qué me sigue.

Me lo quedé mirando en silencio, a menos de diez pasos de distancia. Y algo en los ojos, un destello o más bien una mueca, o ambas cosas a la vez, me dieron la certeza de que a pesar de los kilos y la pelambre me reconoció. Fue entonces cuando saqué el revólver que llevaba en el bolsillo del saco, perfumado de lavanda por el contacto con el pañuelo que me obligó a llevar Teresa. Me vio trajinar torpemente con el seguro del arma hasta que por fin pude amartillarla. La mano me temblaba y también el cuello y la nariz. Sentí miedo y asco. Asco por el miedo y también porque no había vuelta atrás. Pero dudaba, aún dudaba. Las piernas se me aflojaron. Ya no era Segundo ni me sentía vivo, era simplemente el agotado y gordo David, y desfallecía. Empezaba a bajar el arma cuando le escuché decir, al borde de la súplica:

- Yo lo hice santo.

Y eso fue lo último que dijo.