La querella entre vida política y vida poética no deja de alargarse. Ni la tendencia de los políticos a distinguir su vestuario con detalles de poesía ni la fe de los artistas que acercan sus productos a las causas y caen prisioneros de la propaganda contribuyen a zanjarla. Bien que uno desvíe la mirada, el asunto sigue siendo acuciante. Porque, si bien tenemos ya ideas bastante acotadas de qué es la vida política, sobre qué es la vida poética hay demasiadas y difusas. La política, la vida que conforma, es plan, estrategia, productividad, control, y también denuedo en la conquista de dominio, dentro del sistema de oposiciones complementarias, en nombre del bien común. La política consume el presente como proteína de lo que debería venir. Su obsesión es alcanzar: cargos, número de adeptos, representación, metas –y seguridad- : la vida política no es solo la de los que hacen política; es la vida burguesa que se impone en todo el globo con su potaje de labor sacrificada y placer instantáneo. En cambio, las nociones comunes sobre la vida poética son muy dispersas, como corresponde. Vivir poéticamente podría significar: contemplación, atención abierta a la realidad y sus detalles, dedicación a las palabras de la tribu, desposesión, donación, apartamiento, leve locura, desinterés por el poder, confianza en que la virtud es su propia recompensa; o, en otra variante, rebeldía intransigente, simpatía por el mal, como si la única cura para el condicionamiento de la razón fuese el propio e impuro daimon, o la rabia. Un credo muy difundido sigue siendo que, como solo disponemos de un breve intervalo antes de caer en el olvido, algunos lo pasan en la indiferencia, otros inmersos en grandes o pequeñas pasiones y los más sabios refugiados en el arte y el canto, personal o ajeno. Menos sublime es la variante de que, si la vida política trata de polaridades, la vida poética transcurre en un clima de analogías, en un infinito relacionable donde una ciudad puede ser una rosa de fuego, tal vez para que al fin una rosa sea una rosa sea una rosa. La vida poética no quiere alcanzar nada. Pero la poesía desborda la letra: es un acto que engendra nuevas realidades. Desechemos ya la superchería de que ciertos oficios la perjudican. Hubo, hay, poetas (escritores) empleados de compañías de seguros, profesionales de las letras, funcionarios públicos, ingenieros de puentes, camilleros o periodistas cuyas éticas costaría desmentir que, a despecho de las obligaciones, nacieron de un desarreglo de los sentidos; basta leer las cartas de Kafka. Lo importante, según Baudelaire, sería mirar mucho las nubes; estar siempre un poco borracho. Pero hay una ebriedad de alcohol o hierba y una ebriedad del sexo, la palabra, la montaña, el amor o el dolor y hasta del resentimiento, como el de Céline. Buena parte de la vida poética consistiría en una ebriedad que afina la detección de la cursilería y el oportunismo; una negativa constante a aportar pensamiento mágico a la agarrotada razón política. Es que la política, en sus momentos honestos y apasionados, busca un mundo mejor; la literatura quiere otro mundo. A menudo transcurre en otro mundo, u otros. Hace unos años, cuando murió Luis Alberto Spinetta, cuántos no pensamos que hasta los títulos de las canciones que recordaremos, Durazno sangrante, Paquidermo de luxe, eran objetos del universo de pensamiento en paralelo que él se había hecho, y evidentemente habitaba, con la gnosis, Huidobro, Artaud, el tango, la visión de un boliviano durmiendo bajo un toldo, Baudrillard y mucho más. No es una excepción: de la contigüidad de elementos de distintos órdenes siempre surge algo que no estaba en el catálogo común de la realidad; de un aglomerado de cosas disímiles y momentos alejados puede surgir otro mundo. Esto sucede en el lenguaje, y el mundo que aparece inscrito es una superación virtual de los límites del discurso social. Las transformaciones de la literatura son, entre otras cosas, consecuencias del empeño inveterado de salir de los marcos, y atañen tanto al que escribe como al que lee, y la vida poética es la ilusión de pasar a otro mundo sin enajenarse. Al contrario: la mayor ilusión es que el pasaje no se cierre y afecte a la vida política, que olvida fácilmente, por ejemplo, que el derrumbe de un sistema corre parejo a la esclerosis de las palabras en la consigna y el mamarracho épico.

La literatura realista facilita el rebote de la ficción a este mundo; por eso la vida política desprecia la evasión a cualquier mundo que no pueda leer en clave de utilidad o entretenimiento. En la literatura realista, los datos necesarios para hacerse una idea de lo que un novelista no explica se obtienen del conocimiento de la cultura en donde transcurre la historia; de modo que el lector se mueve en su mundo. Las ficciones de mundos posibles o imposibles, en cambio, han ido acumulando su propio archivo de ítems inventados, que es la que permite al lector inferir los datos de paisaje, identidades o circunstancias que el relato da por sentado o sugiere vagamente. Ese es el bagaje que la literatura fantástica quiere traerse a nuestro mundo para apreciar mejor su real vastedad, y para eso la evasión tiene que ser radical. Pero está en duda que el pasaje de vuelta sea efectivamente posible. Además de que, no nos engañemos, el arte es tenue en sus efectos.

En todo caso, la Ciencia Ficción, que tanto amuebló el siglo XX y tan bien cumplió su función profética, ha quedado consumida por la voracidad del progreso técnico, que aspiró todas sus proyecciones, y bastantes profecías, y dejó ese territorio de la imaginación muy desierto. En eso estamos. Hoy la que pone algo en el terreno disponible es una literatura que, más que fantástica, habría que llamar de lo improbable. Cierto que el blanco ya está colonizado por el fantasy, un género que da compuestos de rara consistencia mítica, como las novelas de Liliana Bodoc, pero demasiados productos para “adultos jóvenes” aptos para entretenerse, incrustarse de bagatelas de asombro y perversidad y obtener una enseñanza moral; un género literal como Juegos del hambre o Crepúsculo. Pero no está tan saturado como para que no se puedan cortar, confundir y desbordar las líneas de los relatos genéricos, que es una vía para que otros mundos ocurran, por así decir, de facto y espontáneamente.

Detrás de los fundadores de lo improbable (de Mervyn Peake a Angela Carter y Gene Wolfe, uno de los más grandes e inasibles escritores vivos), una tendencia anarquista del fantástico se agrupa bajo la etiqueta de ficción weird, rubro en que sobresalen los cuentos de la extraordinaria Kelly Link. Qué entiende Link por weird se vislumbra cuando en las entrevistas dice que ella saca “una diferencia sumando algo de Lovecraft y algo de Lorrie Moore”. Es así, se nota; pero peca de modestia. Weird designa lo extraño, excéntrico y aun estrafalario y sugiere una influencia sobrenatural. Al contrario que en la tradición fantástica de montaje paulatino del misterio y velado de la manifestación, la de Machen o Aickman, uno de los rasgos de la ficción weird es el tratamiento directo de lo sobrenatural, una desfachatez de las apariciones. En la literatura del monstruo hay tanto prodigio como violencia y sangre. Link encuentra la soltura para mostrar el monstruo, no solo en la literatura de horror, sino también en la nitidez naturalista del gran cuento norteamericano y el versátil costumbrismo del cine y la tele, y la alianza de opuestos le aumenta la percepción: sus cuentos arrastran la sombra de la brujas quemadas y los ocasos lúgubres que Hawthorne veía en su país, el disparate verbal performativo de Lewis Caroll, los enredos diabólicos de E.T.A Hoffman, los fantasmas de M.R. James, pero también el melodrama pudoroso de Capote o de Cheever, y los encadenamientos de Las mil y una noches, y el cuento folklórico secular, y, una vez ha ganado distancia, incorpora a Tolkien, el cine de zombis y de vampiros, los comics de CF, el Scrabble, facebook y los mensajes de texto, y todo lo devora y lo transmuta. El héroe o la heroína (a menudo él y ella) suele ser el adolescente desajustado e insatisfecho de un grupo de amigos de pueblo, al modo Dawson Creek, o bien un niño, que barrunta que lo ha capturado otro mundo, o que él ha logrado reemplazar un mundo poco fiable por otro aún difícil de valorar.

La duplicidad originaria del escenario de los cuentos de Link genera posibilidades incontrolables, y ese descontrol es fuente del escalofrío, desasosiego, risa y ebriedad. Hoy las series de televisión son más intrincadas que montones de novelas, más opacas; abundan en subtramas, personajes plenos y/o huidizos, referencias varias y llamados a la cooperación del espectador, pero también en galletitas de misterio. Link usurpa el terreno de la tele, saquea trucos, se aprovecha de algunos y de otros obtiene efectos más rotundos porque suceden en la letra, es decir en la mente. En “The fiercy handbag” (“El bolso feroz”, un bolso donde uno puede meterse a riesgo de caer en un abismo temporal, contiene una población minúscula, refugiada bajo una montaña para salvarse de una invasión carnicera, que no para de pedir provisiones a los que meten la nariz. Al comienzo de “Pretty Monsters” la impúber Clementine Cleary sale de su casa en un rapto de sonambulismo y se mete en el mar; un surfista rubio, Cabell Meadows la salva de ahogarse y ella se enamora en el acto; será una humillante obsesión de años. En otro hilo del cuento, la adolescente Czigany Khulhat y su hermanita Parci, hijas de un diplomático difusamente carpático, son sometidas por sus compañeras de colegio (una de las cuales está leyendo un libro que quizás sea la historia de Clementine) a una “ordalía”, un rito de iniciación, digno de Mike Kelley, que se pone más tenso a medida que parece asomar una bestialidad latente de las Khulhat. En una de las dos historias alguien está leyendo la otra; cuando debería apuntar cuál de las dos es la real, Link introduce una historia más y el cuento se vuelve crispantemente maleable. La superposición de mundos complica el amor en general, como en “The Wrong Grave” (“La tumba equivocada”), donde un chico que quiere recuperar los poemas que dejó en el ataúd de su novia muerta, porque no tiene copia, resucita a otra muerta (con ortodoncia) que se prende comprometedoramente de él y no se le despega. Algo similar puede pasarles a los adultos. “The great divorce” (“El gran divorcio”) es un drama de alejamiento en un matrimonio legal entre vivo y muerta, con hijos muertos, supervisado por una terapeuta-vidente. Y, por supuesto, el registro de Link abarca inversiones del cuento maravilloso secular. Así “Los brujos de Abal”, con su niña vendida al servicio de unos hechiceros haraganes, siempre metidos en sus cuartos, que dominan un pueblo amenazado pero no se dignan obrar ningún conjuro salvador. En estas comedias dolorosas, la heroína o héroe solitario se fuga de la estupidez ambiente entrando (o cayendo fatalmente) en una región de mezclas concebida al unísono por las ficciones fantásticas de todo linaje y su propia confianza y sus candorosos terrores. Como en los ritos de pubertad, el tránsito a un lugar nuevo es un logro y una desolación, porque entraña más de una pérdida. Soledad, malevolencia de madres y padres, obediencia y venganza y ayuda por parte del fantasma no resuelven los acertijos. No hay acertijos. Por más pop que sea el clima, nada que contengan los cuentos de Link encaja en las pautas del relato popular, según Propp al menos. Y no es que no concluyan: se detienen en alguna de sus transformaciones, porque lo que han instalado está fuera de la lógica de la consumación; es un mundo pendiente de multiplicarse, siempre incompleto.

Hay una historia de la literatura que es la del derribo periódico de los límites de la imaginación narrativa. En 1911 un pelotón de poetas vanguardistas fue en París a ver la versión teatral de Impresiones de África. “Que Raymond Roussel nos muestre todo lo que no existió. A algunos de nosotros sólo nos importa esa realidad”, se exaltó Paul Eluard. Más tarde Michel Leiris iba precisar lo que estaba en juego: “En Roussel todo sucede como si lo bello no tuviera la menor importancia y del arte sólo hubiera que quedarse con la invención, es decir con la parte de la percepción pura por la cual el arte se despega de la realidad.” Cien años después la literatura querría que sus aparatos más extravagantes y menos bellos se posaran sobre el ahumado cristal político de la realidad; pero no sabemos si la literatura hace contacto. En 1986 el filósofo David Lewis publicó On the plurality of Worlds, una teoría lógica sobre los mundos posibles, el tema que reconocidamente abrió Leibniz, basada en lo que él llama realismo modal. La tesis de Lewis dice que cuando se habla de mundos posibles se habla de una verdad. El mundo que habitamos, el cosmos del que somos parte, es apenas uno de una vasta pluralidad de mundos, cosmoi, todos espaciotemporalmente aislados entre sí. Cualquier cosa que habría podido ser en nuestro mundo es efectivamente en un mundo posible: un mono que canta y un Bolaño vivo con un hígado transplantado. Según el realismo modal, lo real y lo meramente posible no difieren en rango ontológico; sólo difieren en su relación mutua: a los mundos posibles no podemos acceder. Se comprende que este platonismo tonificante haya entusiasmado a los narratólogos. Uno de ellos, Lubomir Dolezel, propone apartarse de la historia ya abundante de los tipos de ficciones y atender a casos singulares, entendiendo que los mundos ficcionales, con toda su soberanía, son estructuras temáticas y están influidas por los problemas de una comunidad. Sólo que parte de las preocupaciones de una comunidad provienen de ficciones. Por eso hay tantos mundos ficcionales híbridos en donde numerosos mundos posibles fragmentarios coexisten en un espacio imposible.

Pero hay una literatura cuya razón de ser sería encapricharse en un más allá de la superficie de las palabras. Como los de Kafka, los de Angela Carter y los de Cortázar, los cuentos de Kelly Link sondean la índole de la realidad y su relación con la índole de las historias. Los mundos que fundan están tan compuestos de historias como de cuerpos. La impresión que causan radica en que uno experimenta, no lo real en pie de igualdad con lo fantástico, o al revés, sino nuestro mundo en términos de historias; de esas historias. Pueden leerse como argumentaciones de que las historias son, no un tipo de realidad sino realidad sin más: la nuestra.

Link lo asimila todo -el milagro, el lobo o el fantasma convertido en dije de pulsera, el pantano de aldea arcaica, el surf, los divorcios, el chat, las marcas de muesli, el destripamiento, Dante Gabriel Rosetti y la remera que dice soy tan gótica que cago vampiritos- y todo lo celebra en un estilo que corre sin esclusas de la balada medieval al limmerick y al magisterio norteamericano del diálogo coloquial; un estilo de una inmediatez y una amoralidad campantes: “Pero es difícil mantener la guardia alta en todo momento. Jeremy vuelve a casa de la escuela, sintiendo que aprobó el examen de matemáticas, después de todo. Es un optimista. Tal vez haya algo bueno en la televisión. Se acomoda con el control remoto en uno de los sofás mimados de su padre: de gran tamaño y retapizado en un corderoy color naranja, parece que el sofá se hubiera fugado de una prisión de máxima seguridad para muebles dementes criminales. El padre de Jeremy es escritor de novelas de terror, por lo que nadie debería sorprenderse si algunos de los sofás que tapiza son horribles y sobrenaturales”. El resto de la persuasión la obra la sensualidad: “Los pantanos tenían un olor salado y espeso como una taza de caldo. El caballo de Tolcet avanzaba hundiendo los cascos en el sendero. Detrás brotaba agua y llenaba las depresiones. Gordas moscas enjoyadas rondaban las cañas, vibrando, y una vez, en un charco de agua clara, Onion vio la cinta verde de una víbora enroscada en yuyos blandos como nubes de pelo”. En el ambiente que crea este lenguaje lo sobrenatural puede transformarse en mundo natural invisible.

Pero se deja leer, contar, y al fin y al cabo se deja ver por la tele. Los personajes leen mucho y cuentan con exuberancia y siguen series y discuten por qué los personajes de las series se toman el sexo con más sencillez que ellos. En algunos cuentos, como “Magic for Beginners” (“Magia para principiantes”), la convicción de que las historias intervienen, o interfieren, se concentra y termina por desbordar. “Magic for Beginners” cuenta con escrupuloso realismo una serie que trata de un grupo de amigos adolescentes adictos a una serie llamada La biblioteca. Una chica del grupo es aturdida e iluminada, otra es maniáticamente equilibrada, otra una emo presumida; uno de los varones es un mitómano agudo y envidioso y Jeremy un lector atormentado, perceptivo, que padece la inacabable separación de sus padres. Menudean las charlas triviales, los chismes esquinados, los amores cruzados y la psicología del televidente compasivo. Como la serie que los desvela se emite a intervalos arbitrarios y horas imprevisibles, la cadena de anuncios de urgencia es lo que más los mantiene unidos; eso y un amor sanguíneo por los personajes. El escenario excluyente de la serie es la Biblioteca del Árbol-Mundo del Pueblo Libre, un edificio desmesurado, y narra las andanzas de una muchacha llamada Fox, su lucha en defensa de los bibliotecarios contra las huestes sádicas del príncipe Wing, la catastrófica muerte de Fox y el intento de reanimarla por una estatua de George Washington; el aglomerado de géneros es tal que nadie logra figurarse sobre qué normas se va a encarrilar el siguiente capítulo. El enigma de la continuación fluye de la serie a las alertas (¡están dando uno!), inunda la vida de los chicos y se los lleva en su curso; y como Jeremy se deja entrenar por la incertidumbre, de su intuición se agarran, para durar en la realidad, los personajes que en la ficción están zozobrando.

En un capítulo intempestivo, la estatua de George Washington transporta a la exánime Fox por infinitas escaleras hasta el umbral de la Biblioteca del Árbol-Mundo del Pueblo Libre. Los fans quedan demudados. “Nadie en La Biblioteca, ni en un solo capítulo, salió nunca afuera. La Biblioteca está llena de todo de lo que uno solo puede disfrutar si sale: árboles y lagos y grutas y campos y montañas y precipicios (y también llena de cosas de interior, como libros, claro). Fuera de La Biblioteca, todo es polvoriento, rojo y extraño, como si George Washington hubiera transportado a Fox a la superficie de Marte”. Desde ese mundo incompleto pero pleno que tiene su propio exterior, el mundo al que él pasa, Jeremy ve que el drama de su pálida vida en nuestro mundo no es la familia disfuncional; es que la disfuncionalidad no puede no ser la norma. Ve claro.

Convendría no acudir una vez más al blablá de las cajas chinas y la puesta en abismo, esas adhesiones timoratas a la teoría fuerte de la soberanía de las ficciones. El asunto de los cuentos de Link es más jovial y crudo. Es la naturalización de las historias y la animación de la naturaleza; y también la impregnación mutua de las historias y el lector. Es un animismo de los mundos inventados. Link quiere una superación dialéctica del quijotismo. Regularmente la voz narrativa de Magic for Beginners reitera que lo que está contando no es la realidad sino una serie. Link se lo permite porque sabe que al lector ya no le importa la diferencia. Es imposible no reconocer que el realismo modal tiene razón: no tenemos acceso a los mundos posibles. Sin embargo, uno puede elegir en qué ficciones vive. A los personajes de Link, elegir las ficciones en que creen los libera del miedo y la esperanza. Los cuentos de Link no son soluciones al dilema de la vida poética. Son ejemplos.