En 1928 Federico García Lorca se negó en una de sus conferencias sobre pintura a seguir otorgándole al término inglés “sketch” el valor de boceto, esbozo o borrador. En la década del 50 Rodolfo Walsh, al traducir dos libros de enseñanza de dibujo del norteamericano Andrew Loomis –famoso creador de mujeres felices para publicidades de Coca Cola y otras empresas–, retomó el concepto vanguardista y tradujo el vocablo tal como propuso el poeta: “cuadrito escénico”. Es decir, ningún dibujo resulta ajeno al escenario de su tiempo y por lo tanto no puede tomárselo como sobra de una obra, sino como una parte atomizada de ella, como integrante genuina y reveladora de una totalidad.

Desde ya que los diccionarios nunca entendieron estas discusiones de fondo y aun hoy persisten en señalar que un boceto necesariamente forma parte de las tareas previas de una obra. Y entonces llegó Luis Scafati con su último libro titulado Sketchbook y la cuestión vuelve a repensarse.

Con más de un centenar de dibujos a tinta, lápiz y carbón Sketchbook es su tercer libro editado bajo el sello Loco Rabia. El primero fue Cadáver exquisito, 2013 y reeditado en 2018, y luego Sálvese quien pueda en 2019. De esta manera se conforma una suerte de trilogía que expone las líneas cruciales de la gran obra del dibujante, ilustrador y escultor nacido en Mendoza en 1947.

Así, Sketchbook –al igual que los libros anteriores– no debe tomarse como una reunión de estudios, ensayos previos y/o muestrario de los dibujos que Scafati hizo y hace para sí mismo, sino como los fragmentos –seleccionados y ordenados por el autor– de los principales ejes/obsesiones de su extraordinaria “Obra Mayor”. Una obra que desde hace décadas crece en las páginas de más de 200 cuadernos personales (de diversos tamaños, colores y calidades), y que se fue llenando en paralelo a su tarea de ilustrador para revistas, diarios, y piezas fundamentales de la literatura, e incluso mientras desarrolló su obra plástica.

“Siempre que veo un cuaderno que me gusta lo compro, compulsivamente, no lo pienso, lo compro. Ese cuaderno puede quedar en un estante de mi biblioteca por años hasta que un día llega su turno”, refiere en su blog El mundo que fluye (luisscafati.blogspot.com) y ahora, al ser consultado por el contenido de esos cuadernos, aclara: “No son bocetos, tampoco borradores, ni apuntes, aunque algo de todo esto circula en él. Son epifenómenos de mi obra gráfica”.


Estos fenómenos observables y de difícil de explicación, estos flashes de su memoria creativa, fueron entrevistos por Scafati en 2013 cuando comenzó con sus “incursiones en el pasado”, es decir, cuando se puso a revisar aquellos cuadernos y asistió al fenómeno referido: cada dibujo, por aislado que parezca, es una pieza posible de un puzle creativo, en donde cada rostro, cada pierna, cada edificio, cada cuerpo desnudo o grito dibujado teje una red de comunicación profunda, espiritual con el substrato de su obra mayor.

“A los 17 años publiqué mi primer dibujo en un diario, si bien aspiraba a ser psicólogo o arquitecto, continué publicando, y aprendiendo mientras lo hacía, eso que llaman el arte gráfico. Lo publicado, en diversas revistas de humor o de actualidad, en diarios o ilustrando libros, lo que algunas veces expongo en galerías de arte o museos, lo que todos conocen, es apenas una mínima porción de lo que sale de esta mano de dibujar. La punta del iceberg”, escribe el propio Scafati en la introducción a su Sketchbook.

Esa punta de iceberg arrancó con Cadáver exquisito donde retrata la tragedia humana y urbana (Scafati es, rigor, un dibujante de lo trágico) a través de sketches que abarcan un arco que se extiende desde finales de los ’70, cuando comenzó con sus experiencias en el humor gráfico (entonces firmaba como Fati) en revistas como El Ratón de Occidente, Mengano y Hortensia, pasando por sus aproximaciones a la historieta, hasta llegar, finalmente, a los años de su madurez como ilustrador a mediados de los ’80 (Humor, El Péndulo, Noticias), y como autor de libros ya fundamentales como el erótico El viejo uno dos (1988). Así, para entender el arte de Scafati en, por ejemplo, un libro como Cadáver exquisito, los “cuadritos” no pueden dejar de leerse/mirarse de espaldas al escenario histórico: los enemigos, la muerte, el hambre, la desesperación, la sexualidad como fuga, son líneas que atraviesan esa obra.

Y en Sálvese quien pueda, el mendocino vuelve a revisar sus cuadernos y descubre nuevos epifenómenos cargados de contenidos, por lo que dibujos realizados en los lejanos años ’90 del aterrizaje neoliberal se reconectan ahora con el resurgimiento de la peste en 2015. Páginas y páginas de rostros urbanos se entrecruzan con otros rostros surgidos de la locura de las redes sociales, gente ciega por el consumo y el éxito, enmascarados en paisajes nocturnos, “la pesadilla de la clase media” retratada en sombras, tal como se titula uno de los dibujos más reveladores.

“Son tres libros que abarcan diferentes aspectos de mi desarrollo. Aunque el lugar común es el dibujo como lenguaje, algo que se va transformando a medida que pasan los años, como me transformo yo mismo, mi físico, mis ideas. Como bien dice el I Ching todo cambia, eso es lo único que no cambia. En ese aspecto, estos tres libros son diferentes. El primero es un recorrido por diferentes momentos de mi trabajo gráfico, el segundo tiene una mirada más conceptual, más política en gran parte, salió en pleno macrismo, y Sketchbook abarca otro aspecto del dibujo, más íntimo, más experimental. Los tres construyen una totalidad respecto a mi relación con este medio”.

Si bien Scafati tiene libros propiamente de ilustración donde un tema central (el cuerpo, el sexo, lo urbano y, sobre todo, la tensión entre la violencia real y al arte) los estructura, como son sus poderosos Tinta china (1986), Mambo urbano (1992) o Cabeza fresca (2007), los editados por Loco Rabia conforman un cuerpo extraño y de estudio. En suma, Scafati ratifica aquello que vislumbró hace mucho tiempo Cézanne en relación al arte moderno: “nosotros hacemos el fragmento”. Sketchbook es el pensamiento grafico astillado que le pide al lector que se lastime si quiere comprender de qué están hechas las obras de un autor.

De alguna manera en la ilustración literaria –esa maravillosa forma de alterar las señales de tránsito en las interpretaciones del texto– se trabaja por apropiación. En el sentido de que no hay un Lovecraft sin extrañar a Breccia, un Dolina sin ver a Nine, un Quijote sin pensar en Páez, un Hernández sin decir Alonso, un Cortázar sin escuchar a Muñoz, un Larreta sin sentir a Sirio, un Conrad sin soñar con los colores de Crist. Una ecuación mágica que también funciona al revés, claro.

A esa línea creativa pertenece Scafati, es decir, a la de los ilustradores que dibujan hasta que la tinta entra en la memoria del lector y hace huella, mancha sus ojos para siempre. Sus versiones/intervenciones de los cuentos de Poe, de La metamorfosis de Kafka, su versión de Drácula de Bram Stoker, su lectura de La peste escarlata de London o de Las venas abiertas de América Latina de Galeano (publicado en fascículos por Página/12), son inolvidables como sus visiones en el terreno de la ciencia ficción junto a textos de Anthony Burgess, Theodore Sturgeon, Ray Bradbury o Úrsula Le Guin, escenas que conviven en la memoria gráfica argentina cada vez que se habla de Luis Scafati.

“Soy un animal literario”, dice y hay que creerle. Y una manera de ratificarlo es detenerse en cada sketch de su libro que propone distintos escenarios como una cocina o un patio, una calle llena de animales, situaciones donde mujeres miran a hombres que gritan, gente que reconoce en su monstruosidad la monstruosidad del mundo. Son, además, sketches que dialogan con textos breves, casi relatos, y algunos casi poemas en prosa (“Yo puedo estar en otro lado, pero esta mano no tiene descanso, dibuja y dibuja y sigue dibujando)”, y agudas reflexiones sobre la condición humana: “A veces me recriminan que mis dibujos son violentos, sangrientos, oscuros, terribles. No lo niego, algunos de ellos son un pálido reflejo de estos tiempos que nos circundan. Pero también pienso que vivimos anestesiados en una pesadilla de aire acondicionado, masticando como vacas la basura que segregan las pantallas”.

Esos textos de alguna manera ordenan el sentido de esa memoria gráfica: “No es casual que en los tres libros referidos aparezcan textos, algunos aspiran a ser cuentos y otros son reflexiones. En mi trabajo como ilustrador, también circula esta idea, porque ilustrar una novela o un cuento no es transcribir en imágenes lo que se cuenta con palabras, creo que la función de la ilustración es amplificar eso que está escrito. Si bien mi trabajo está atravesado por un ingrediente puramente plástico, los lugares donde son mostrados condicionan lo que hago. No es lo mismo una ilustración en un libro que un dibujo colgado en una pared. Siempre me preocupó que una imagen que aparecería en un diario, rodeado de “ruidos” visuales tuviera que destacarse, tuviera la contundencia de llamar la atención del posible lector. Eso se fue haciendo carne en mi trabajo, que a pesar de tener cierto barroquismo es una síntesis”.

Sketchbook no es el libro de memorias de un dibujante sino el libro de un dibujante que pone al dibujo a recordar los misteriosos lazos que lo unen con la realidad, con ese cuadrito escénico llamado la vida: “El dibujo es un lenguaje, un lenguaje que relata, tanto como la palabra. Por lo que de alguna manera también alberga memoria. Los significados que esas formas llevan dependen en gran parte de quien los está recibiendo, del observador. Cuando recorro estos viejos cuadernos, encuentro en ellos una energía particular que se va transformando con el tiempo, cosas que hice siendo joven tienen una impronta muy distinta a los más recientes. Son cuadernos que me acompañan siempre, y donde dibujo irresponsablemente. El punto de partida puede ser algo que veo en un bar, o una noticia que escucho o cosas que van apareciendo a medida que las hago”.