Lo primero que le pregunté fue por qué me había agregado como amiga en Facebook. No nos conocíamos ni de la escuela primaria, ni de la secundaria, ni del club, en fin, nunca lo había visto. Ricardo, así se llamaba. Fue sincero, porque sos linda, contestó. Acepté su amistad y si un hombre conoce a las mujeres sabe muy bien que haberlo aceptado no significa nada. Él no era lindo, tenía la cara muy redonda, barbudo, con rulos motosos. Chateamos cada noche un rato, él era de Mendoza, mil y pico de kilómetros nos separaban, así que yo no tenía ningún temor. En internet, si alguien molesta se lo elimina, se lo bloquea y chau de la vida. Era maestro de primaria y coincidimos en el amor a García Marquez. La diferencia era que yo decía que su mejor novela era El amor en los tiempos del cólera y él sostenía que era Cien años de soledad. Con el tiempo me confesaría que Cien años de soledad era un libro que había marcado su vida. Esos milagros de la literatura. Había aprendido a querer al coronel Aureliano Buendía y a sus pescaditos de oro, y así Ricardo había vuelto a querer a su padre.

Yo sostenía que había leído El amor en los tiempos del cólera a los 19 años y que por mucho tiempo me había referenciado con ese libro a la hora de vivir el amor. Coincidíamos en que el mejor cuento era el de la madre del ladrón muerto que viaja con una niña en un tren, un día de calor insoportable. En algún momento empecé a querer a Ricardo, no sé como ocurren esas cosas, si son de repente o de a poco pero un día me cayó la ficha, me descubrí ansiosa por que llegara la noche para chatear, y hasta lo soñé, y lo extrañaba. Ricardo era feo, como dije, pero debo sincerarme, no sé cómo explicar que eso me gustaba. Siempre me gustaron los feos, siempre creí y creo que los feos son personas profundas. Una vez tuve un novio que tenía una oreja más grande que la otra, y nunca me importó. Él conocía Kafka de punta a punta y yo lo único que había leído de Kafka era La metamorfosis.

Una tarde empecé a decirle a Ricardo que lo extrañaba, y él me dijo que también, y le dije una cosa y él me dijo otra, y así de una frase a otra, encendimos las cámaras de la compu, y me dejé ver y mirarlo y él se mostró y yo lo miré. Lo deseé, y me alivié con mis dedos mientras sonriendo me mostraba una mano embadurnada. Así comenzamos a practicar esta forma de estar más cerca. Pero seguimos hablando de nuestras vidas. Él me contó que quería ser escritor, o que ya lo era, tenía un libro publicado pero se lo había pagado su bolsillo. Así que no sabía si era escritor y yo le decía que en el momento en que él se ponía a escribir algo, un cuento, un poema, una novela, aunque sea en ese momento era escritor, sin dudas. Él decía que en caso de ser escritor, era un escritor de la B, pero que alguna vez iba a jugar en primera, y si Dios lo ayudaba alguna vez el mundial. Que había empezado a escribir en la adolescencia, y el motivo era su angustia. Una angustia profunda que lo acompañaba desde siempre y que solo se aliviaba escribiendo. Por eso escribía, y por eso sabía que iba a escribir por el resto de sus días.

Yo le conté que era médica, y que no sabía explicar por qué había estudiado medicina. Tal vez porque mi grupo de amigas del colegio estudiaron medicina y yo me dejé llevar y después nunca me animé a decirles a mis padres que no me gustaba. Ricardo me dijo que me envidiaba, que cómo había hecho para soportar semejante carrera, difícil y que requiere de tanto esfuerzo si encima no me gustaba. "Vos vas a poder hacer cualquier cosa en tu vida, entonces", me dijo.

Me pasaron el domicilio de la atención, el motivo de consulta era malestar inespecífico en una nena de 11 años. Malestar inespecífico, había atendido cientos de esos malestares, recibir ese motivo de consulta podía ser desde un dolor de pie por uña encarnada hasta un edema agudo de pulmón. Así que me puse nerviosa porque encima era en una nena de 11 años. Cuando me estaba acercando al domicilio, vi desde la otra cuadra, un móvil de los bomberos y varios de la policía.

Quilombo, dije.

Vos vas a poder hacer cualquier cosa en tu vida, se me vino esa frase a la cabeza, y después me dije, sí, cualquier cosa, por fin animarme a dejar la medicina.

Me detuve en el domicilio indicado. Una mujer esperaba en la puerta, tenía el pelo largo, lacio, y lentes, Estaba en un short rosa y ojotas. Los bomberos y la policía estaban en una casa de tres pisos en la esquina. Me presenté a la mujer, y agitada me dijo que pasara, que su nena estaba llorando.

Entré a la habitación, la pared empapelada con fotos de cantantes y músicos; un placard blanco, delicado, femenino a un costado; un espejo con calcomanías, y la nena sentada sobre la cama y sollozando. Miré a la madre, que me explicara.

"Estaba con la niñera hasta hace una hora -me contó- Nos enteramos que la mujer se pegó un tiro después de que mi hija viniera a casa".

Pensé en los bomberos y la policía, y entendí todo o casi todo.

Me senté junto a la niña. Me angustiaban estas situaciones pero ahí estaba y algo debía hacer.

¿Cómo estás?, le pregunté, le puse una mano en el hombro.

La nena sollozó, le pidió un pañuelo a la madre y se sonó la nariz con fuerza. Le empezó a salir sangre.

A veces le pasa, dijo la madre, cuando está nerviosa.

Agarré un algodón, le hice el tapón, le apreté la nariz. Cinco minutos en los que estuvimos en silencio y la sangre calmó.

--¿Hace mucho que la conocía a la niñera? -le pregunté a la madre.

--Pregúntele a ella, por favor -me dijo la madre. Tragué saliva, sentí vergüenza.

--¿Hace mucho que la conocías? -le pregunté.

--Sí -dijo-. La quiero mucho.

Me quedé en silencio ¿Qué puede uno decir ante esa respuesta? Cualquier cosa que diga sería una estupidez.

--¿Qué hicieron hoy? -dijo la madre.

--Comimos.

--¿Qué comieron? -pregunté.

--Arroz, arroz con manteca y un pollo.

--¿Estaba rico? -pregunté y me sentí una pelotuda.

La nena dijo "sí", y volvió a romper en llanto.

La madre fue hasta la cocina y le trajo un vaso de agua.

La nena tomó de a sorbos. Levantó la vista, se corrió los cabellos de los ojos, me miró.

Cuando terminamos de comer nos sentamos en el sillón y se puso a leerme un cuento, dijo la nena.

La escuché.

-Nancy comentó que era el cuento más hermoso que había leído en su vida y que lo quería compartir conmigo -dijo.

-¿De quién era el cuento?

-No sé, no me lo dijo.

La nena se acostó en la cama, la cabeza sobre la almohada, de costado.

-¿Te gusta leer? -le pregunté.

-Sí, le encanta, -dijo la madre-. Se leyó todo Harry Potter, agregó.

-A mí también -le dije. ¿Leíste a Cortázar?

-Axolotl -dijo la nena.

-Muy bien -dije.

La madre de la nena trajo una silla y se sentó a un lado. Me preguntó si quería algo para tomar. Le dije que no.

Por la ventana se escuchaba la voz de algunos policías pero no se entendía qué decían.

Hubo un silencio, pensé en Ricardo, pensé en él y me sentí protegida y pude ver una imagen, él y yo, tomando vino en una bodega, afuera soplaba un viento fuerte y él me decía que mirara el paisaje y el paisaje era hermoso. Después vi la mano embadurnada de Ricardo, y me estremecí. No era el momento.

--¿De qué se trataba el cuento que te leyó? -pregunté.

Sentí una opresión en el pecho, pensé en lo lejos que estaba mi casa, no conozco este barrio ¿Qué hago sentada en esta cama? ¿Qué mierda puedo hacer yo con una nena a quien se le murió la niñera? Soledad. Me pareció que la habitación era inmensa y volví a arrepentirme de haber estudiado medicina. Hubiera sido, tampoco sabía lo que hubiera sido.

--Se trataba de un hombre, en una playa, que hablaba con una niña -dijo la nena.

--Seymour Glass -dije.

La madre se sorprendió. Me miró, con los ojos abiertos: "¿Conoce el cuento?", preguntó.

--Sí.

--El hombre decía algo de un pez banana -dijo la nena- Que el pez banana se mete en un pozo y come tanto que después no puede salir.

Miré el piso, tuve ganas de acostarme junto a la nena, pedirle a la mujer que se fuera y apagara la luz y cerrara la puerta.

--No me quiso leer el final -dijo la nena-. Dijo que el final era triste, era un final bello pero triste, eso dijo.

Me puse de pie. La nena seguía sollozando. Pero yo sentí que ya no había más nada que hacer.

Le dije a la nena que se pegara una ducha tibia, una larga ducha tibia y que después se acostara a dormir. No la ausculté, ni la revisé, pero la madre no me dijo nada, parecía estar de acuerdo con el consejo. Me dio las gracias. Le iba a decir que tal vez fuera necesario que la llevara a un psicólogo pero no se lo dije. Yo nunca había ido a un psicólogo.

Me fui pensando en eso, por qué nunca había ido a un psicólogo. Una vez un amigo me dijo: yo nunca indago demasiado en por qué hago lo que hago, y sentí que a mí me pasaba lo mismo. Mejor dicho, me había pasado lo mismo hasta ese preciso momento en que salí de la habitación de esa nena y recordé el final del cuento, y tuve muchas ganas de llorar. Volví a pensar en Ricardo. Extrañé a mi padre, a mi madre no. Recordé la vez que mi papá me llevó al centro y después de haberse negado a comprarme una muñeca que yo quería, me llevó a una librería. Recuerdo que había estantes tan altos que los empleados usaban escaleras para llegar a los libros. Entramos y los ojos de mi papá brillaron, tal vez era felicidad o alivio, y entonces me dijo: "Acá me podés pedir que te compre lo que se te antoje". Una tarde, mi papá tomaba un té, mojaba las galletitas de agua que se le deshacían y él intentaba hacerlas llegar a la boca antes de que cayeran sobre la mesa. Sentí, en ese momento, pensé todas las palabras precisas que debía decir para contarle, por fin, que ya no quería estudiar medicina. Pero después entró mi mamá, y se quejó de algo, no recuerdo qué, y entonces nunca se lo dije.