EL CUENTO POR SU AUTOR

Cuando se despierta, la bodega está oscura, solo iluminada por un rayo de sol. Los cuerpos de los pasajeros empiezan a moverse. Se oyen bostezos, estornudos. La bobe se sienta sobre el colchón. Saca una galleta, la muerde, la deshace con dificultad en la boca. De pronto escucha un llanto, no sabe bien de dónde viene. Se para y se dirige a la litera del fondo. Una mujer acuna al hijo en su regazo, dice que el chico tiene hambre. La bobe busca las últimas galletas, las que guarda para terminar el viaje y se las da a la mujer.

A mi tía le gustaba contar la historia de la llegada de mi abuela a Buenos Aires como si fuera el desembarco en Normandía, aunque, según mamá, exageraba con eso de sacarse la comida de la boca.

La bobe llegó de Rusia a principios del siglo pasado. Era una mujer menuda, de mirada rápida, el pelo recogido con un rodete. Usaba un delantal con pechera y calzaba zapatillas de bailarina. Tenía un andar silencioso y pasaba de una pieza a la otra con el trapo en la mano para sacar brillo a los bronces o lustrar el samovar. Solo hablaba en ídish. Con el paso del tiempo aprendió algo de castellano. Arrastraba la ere, como Jevel Katz, un obrero de Vilna que un día también se decidió a cruzar el charco. A mí me daba vergüenza ese cocoliche, que la vecina fuera una kurve o el hombre de la otra cuadra un shleper, como si el Ídish fuera un río que riega el desierto, un fuego al que le salta una chispa, un lugar al que estaba condenada.

Y debería estarlo nomás, porque durante la pandemia, mientras trabajaba en Papeles de Ana, me anoté en un curso de ídish. Tanta intimidad y sin embargo no recordaba nada. Cuando terminé la novela volví sobre este cuento. Reescribí otros. Las palabras empezaron a mezclarse. En el ensayo Kafka, por una literatura menor Deleuze y Guattari dicen que la literatura menor es la que realiza un grupo dentro de una lengua mayor. ¿Cómo ser inmigrante de mi propio idioma? ¿Cómo picotear el castellano? ¿Cómo hablar, pese a todo? Para acercarse al pasado hay que comportarse como alguien que excava, volver siempre a la misma situación, revolverla como la tierra de las macetas.


REINA ESTER

¿Nu? ¿Y cómo sigue? El sol nos calentaba las cabezas, cubiertas con sombreros de paja; era un día nublado, caluroso y estirábamos la conversación esperando una lluvia que no llegaba. Las fichas de burako estaban desparramadas encima de la mesa, entre servilletas de papel y los vasos altos. La shikse había preparado limonada con jengibre y las rodajas doradas se mezclaban con el hielo derretido en el fondo de la jarra. Adelante, no muy lejos, estaba la pileta. Oíamos las risas de los chicos, el sonido de los chapuzones, las advertencias del mayor de Golde, encargado de cuidarlos. Atrás, apenas visible detrás del cerco de ligustrina, estaba la ruta que en un rato nos devolvería a Buenos Aires y si una de nosotras tenía suerte conseguiría que alguien nos llevara a nuestras casas de Devoto, Caballito o Villa del Parque. Pero a esa hora de la tarde en que todo estaba quieto y que las nubes parecían pensativas, nos sentíamos inundadas de buenos pensamientos hacia el porvenir de nuestras familias.

Las feministas arruinaron todo, continuó Golde.

Se acomodó el sombrero, metió la mano en la jarra y empezó a chupar una rodaja de limón.

Ellas tienen la culpa, insistió.

¿Por qué?, preguntó una de nosotras.

Ya no hay reinados…

Se quedó pensativa. En ese momento oscureció y a los pocos minutos un chaparrón nos obligó a refugiarnos en la galería vidriada mientras el mayor de Golde metía a los chicos y al cachorro spaniel dentro de la casa.

Nos acomodamos en las reposeras, abrimos los bolsos y durante unos segundos nos dedicamos a cepillarnos el pelo, encorsetado debajo de los sombreros. Teníamos las uñas con gotitas de agua. Golde nos señaló una canasta de mimbre con toallas blancas. Olían a perfume, a ropa recién lavada. Nos secamos los pies, entre risas y los lamentos de una de nosotras, que esa mañana se había hecho un alisado. Llovía cada vez más fuerte. A través de los vidrios mojados veíamos cómo el agua inundaba los canteros, formaba olitas barrosas en los bordes y volvía la ligustrina más brillante.

Miramos a Golde.

Dijiste algo de un reinado.

Ella estiró las piernas y cruzó los pies.

¿Se acuerdan de Zulema Rotemberg?

¿La roite?

No, dijo Golde. La hermana, la menor.

La que se operó la nariz, dijo una.

¿Cómo le quedó?, preguntó otra.

Una vez la eligieron Reina Ester…

Se hizo un momento de silencio. Todas conocíamos la historia del rey Asuero, quien, después de repudiar a su primera esposa, organizó un concurso de belleza para conseguir una nueva novia. Ester, aconsejada por su tío, ocultó que era idn y se casó con gran pompa. Las despechadas eran confinadas con un eunuco y no podía volver a casarse. Con un futuro tan negro por delante, ¿quién no iba a inventar un mainse para ser reina? Aunque criticábamos a las que iban a las fiestas con los zapatos forrados del color del vestido, nos enloquecía la ropa de la realeza y devorábamos los modelos de la revista ¡Hola! Esperábamos que Golde continuara con su historia cuando la shikse apareció silenciosa y trajo unas tazas y café batido en un táper. El olor se mezcló con el aroma del pasto mojado y nos revolvimos en las reposeras mostrando que agradecíamos la invitación de nuestra anfitriona. Era una tarde en que, a causa de la lluvia, nos hubiéramos muerto de aburrimiento mirando una serie o repasando una y mil veces las pantallas de los IPhone.

Yo fui compañera de Zulema en el shule -comenzó-. Éramos íntimas. Vivíamos pendientes una de la otra. En el secundario fuimos a distintas divisiones pero, aunque a la distancia, no nos perdíamos pisada. Nos vimos una o dos veces más en un campamento donde nos preparaban para enfrentar a Tacuara: ella siempre arrancaba con el pie equivocado. Estábamos por cumplir quince cuando empezaron los preparativos de Purim. Ya saben cómo somos los paisanos, están a punto de matarnos, se suspende la masacre y entonces… ¡freilaj¡ Parte de los festejos era la elección de la reina y las dos éramos candidatas. Para todo el mundo yo era la favorita, ustedes se acuerdan de Zulema, por más vestido largo que le tapara las piernas... Durante días no se hablaba de otra cosa, era imposible que ella ganara­. -Golde tomó un sorbo de café-. Recuerdo como si fuera hoy cuando se corrió el cortinado. Estábamos paradas sobre una tarima en medio del escenario, haciendo equilibrio con los tacos altos. Miré de reojo a las demás, no eran competencia. Pero el padre compró todos los votos.

¿A vos Zulema te sacó la corona?, dijo una.

Imposible, dijo otra.

La hija del rico es siempre a sheine meidale, sentenció la densa, que no perdía oportunidad en demostrar que hablaba ídish desde el shule.

Golde dejó la taza sobre la mesita de ratán.

Cualquiera que tiene una corona en la cabeza no se la saca más de encima, siguió. A Zulema se le volaron los patos y pensó de verdad que era una reina. Más tarde me enteré de que a los dos años un gato le arañó la cara pero el médico les aseguró a los padres qué no le quedaría ninguna cicatriz: por ese entonces ya pensaban en casarla. La madre invitaba chicos a la casa, los miraba jugar y decía: “¿No son uno para el otro? Al final consiguieron al candidato y Zulema tuvo tres hijos, dos mujeres y un varón. El alemán era un santo, vacaciones en Uruguay, en julio a Europa, le subía el cierre del vestido mientras ella terminaba de arreglarse. Los viernes iba a un cineclub y los sábados jugaba tenis en el country. El varón no le salió gay, a Dios gracias. En fin, qué más podía pedir. Ustedes saben, ser una idishe mame es algo más que ser judía y ser madre. Es tener los ojos irritados, la frente con arrugas imperceptibles, los labios curvados hacia abajo. Los hijos te tienen que oír suspirar: si vos no sabés que hicieron para hacerte sufrir, ellos lo saben. Lo cierto es que los años pasaron, los chicos se hicieron grandes, se fueron a estudiar a Buenos Aires. Zulema les mandaba encomiendas con comida, decoró un departamento en Arenales, los iba a visitar todos los meses. Cuando la mayor fue a hacer un doctorado en Boston le mandó guefilte congelado.

Kleine kínder, kleine tzures. Groise kínder, groise tzures.

El nido vacío…

Pobre…

Años más tarde nos volvimos a encontrar en la sala de espera de un cirujano plástico, al lado del departamento de Arenales. Todas teníamos anteojos oscuros mientras esperábamos que la enfermera nos diera el pinchazo. Zulema no me reconoció, estaba de espaldas, con una de sus chicas, la soltera. Hablaba como una desquiciada: “Sabés cuánto hicimos con tu padre para darte los mejor que pudimos, las clases de crossfit, la universidad privada, las vacaciones en Europa, la ropa de Miami. ¿Y qué pedimos a cambio? Oíme, puedo aguantar que no me contestes las llamadas y que me trates como un trapo de piso…Está bien, yo no me quejo. ¿Alguna vez me oíste quejarme? Todo lo que te digo es esto. Ya no soy tan joven. Y me gustaría, antes de morir, saber que no estás sola en el mundo. Creeme, yo me iría contenta a la Tablada si supiera que tengo un nieto correteando en una plaza”.

Voy a encargar una lápida con la inscripción: “Yo les dije que no me sentía bien”, dijo la densa.

Golde la miró como si fuera transparente y continuó:

Volví a ver su nombre en las expensas de Mario Bravo. Mi marido compró un departamento para que la menor de nuestras chicas, que empezó diseño gráfico, estuviera cerca de la facultad. A verlo no pude evitar un sobresalto. Por más que pasara el tiempo no podía olvidar el nombre de la que me sacó el reinado. Por el encargado me enteré de que Zulema se había separado y vivía en un dos ambientes, con un balcón que daba a la copa de un árbol. En la reunión de consorcio no la reconocí. El viento zonda le había pasado por la cara y tenía una ceja más alta que la otra. Cuando entró el del 4 A se paró para ofrecerle una silla. Ella se sentó despacio. Creo que se veía en las pasarelas, con el don de volver locos a los hombres. No soportaba pasar inadvertida, que alguien no notara su presencia. Pero ya se sabe, el demonio no para. Cuando se lo rechaza, cuando queremos silenciarlo hay otro que levanta la cabeza. Estalla como las burbujas en el caldo, cuando una cae otra se infla…

Una madre no es un padre, dijo la densa.

Los años pasaron, siguió Golde. De tanto en tanto tenía noticias de Zulema por mi sobrina, la soltera, que ahora vivía en Mario Bravo. No hay como tener un departamento disponible para mantener cerca a la familia. Zulema se había comprado un perro y lo paseaba sujeto con una correa, era capaz de cualquier cosa con tal de estar acompañada. “Un animal gigante”, me contó Lara. “Le habla en alemán, la verdad, te parte el alma”. Yo no sé qué pasó con ese matrimonio, pero lo cierto es que la edad o el dinero transforman a las personas. Una vez estábamos en Punta Cana y a un hombre le dio un infarto en la pileta del hotel. Mientras un médico le hacía respiración artificial la mujer le sacaba los dólares de adentro de la malla. Pero les estaba hablando de Zulema. Ella derrapaba y yo me sentía cada vez mejor, no hay como el sufrimiento ajeno para aumentar la felicidad propia, si te querés ahorcar buscá un árbol grande. El cuento de mi sobrina me despertó curiosidad, quería ver su derrumbe con mis propios ojos. Inventé un problema de filtración en la terraza.

Ni en el paraíso es bueno estar sola…

La interrupción nos sobresaltó. Le pedimos a Golde que continuara.

Zulema me recibió como una vieja amiga. Nos abrazamos y aparecieron unas lágrimas. Aunque estaba toda hecha al separarnos la vi más encorvada. Del reinado no le quedaba nada cuando me invitó a entrar. Si bien era un departamento todo eléctrico y Dios sabe qué hacen cuando hay cortes, eso no era lo peor. El animal lo había destrozado. Había marcas de patas en las paredes, las fundas de los sillones estaban desgarradas, botellas de agua mineral mordidas... Zulema me indicó la única silla entera. Me senté. No le quise mencionar al marido, aunque sabía que se había vuelto a casar con una goie y se la pasaban haciendo compras en Miami. Fue ella la que sacó el tema. “Creí que nuestro matrimonio era para siempre”, dijo. “La goie es separada”. Le costaba articular y como no podía cerrar los ojos hablaba con las manos. “Cuando un divorciado se casa con una divorciada, son cuatro en la cama”, la consolé sin apartar los ojos de las fundas desgarradas. Mientras tomábamos un café nos mostramos fotos de la familia. A la mayor le costó quedar embarazada porque, según Zulema, lo hacían demasiado en la semana. Cuando se relajó tuvo mellizos. “Para una chica que estudió Letras, ¿qué le costaba escribir un mail a su madre de vez en cuando, contestar un whatsapp?” Después se quejó porque la nuera no le atendía el teléfono aunque ella jamás de los jamases se metió en la crianza de los chicos, los padres eran universitarios y sabían lo que hacían. Hizo una pausa. “Bueno, ya aprenderán cuando lleguen a mi edad, espero que no sea demasiado tarde. La otra noche mi nieto mayor apareció con un auto que le regaló el padre. Cuando me invitó a dar una vuelta le dije: qué apuro, con el tráfico que hay. Tu zeide iba a la fábrica en bicicleta. Además, ¿viste la cantidad de accidentes? Está bien, está bien, que lo disfrutes. Prenderé una vela para que no te pase nada”… Ella seguía hablando del nieto cuando escuché los ladridos en el pasillo. Largos, insistentes, penetrantes. Al final la bestia logró abrir la puerta. Una lengua roja se me vino encima, buscó mi pierna. El perro estaba a punto de devorarme cuando Zulema gritó: “Nein”. El animal se detuvo y empezó a lamerle los zapatos.

No tengas miedo, es vegetariano...

Sonreí aliviada.

Ella levantó la cabeza.

Me clavó los ojos.

Vos decime, ¿en qué me equivoqué?

Seguimos en las reposeras, sin hablar. La historia nos había afectado en lo más hondo y de alguna manera todas compartíamos esa duda. Aunque seguía lloviendo nos incorporamos mientras arreglábamos quién se volvía con quién. El agua de la pileta estaba oscura y en la superficie flotaban las hojas caídas de los árboles. Un inflable amarillo la cruzó de punta a punta. El cerco de ligustrina era de un verde más intenso. No había ruido adentro de la casa. Aunque teníamos frío y nuestra anfitriona nos ofreció otro café, lo rechazamos. Juntamos las fichas de burako y las metimos adentro de la caja. Buscamos los bolsos, los sombreros, las ojotas y las mallas de nuestros nietos. Algo de esa pregunta nos empujaba a buscar el refugio de nuestros maridos, amantes, tíos, primas, amigos, en caras familiares. Metimos a los chicos adentro de los autos. Entre besos y abrazos, Golde se despidió prometiendo una invitación para el mes próximo. Arreglamos un encuentro en el Malba.