Laura tiene 83 veranos a cuestas y pasó por varias olas de calor, pero esa de enero de 1957 le quedó marcada a fuego en la memoria. “Estaba en el Patio de la Manzana de las Luces, esperando para rendir el examen de ingreso a la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA”, relata del momento exacto en que el 29 de enero de 1957 la temperatura en la Ciudad de Buenos Aires alcanzó el récord histórico de 43,3 grados. Lo hace en una sobremesa familiar delante de sus hijos y nietos que conversan sobre una nueva ola de calor que por estos días amenaza con superar a aquella y reescribir la historia. Ni los años ni el agobio de estos días nublan su memoria; tampoco la de Rosita ni la de Lidia: todas tienen presente aquel día y lo recuerdan como “un infierno”.

Las crónicas de una ola de calor histórica

Las sensaciones que ellas tres tuvieron entonces quedaron plasmadas en las crónicas de los medios de aquella época, en los diarios del día siguiente o en los vespertinos de ese mismo 29 de enero; no había sitios web que informaran minuto a minuto de lo que ocurría ni redes sociales donde compartir vivencias ni memes para sobrellevar el calor al menos con una cuota de gracia. Tampoco se hablaba de la sensación térmica.

"En cien años no se había anotado la marca de ayer: 43,3°", tituló La Nación el artículo en el que contó de la “tórrida jornada” que vivieron los porteños. Clarín lo graficó como “un día de bochorno”.

Laura, Rosita y Lidia dicen que fue así, tal cual; que los diarios de la época no exageraron. “Me morí de calor”, lo sintetiza Rosita. Unos tíos suyos llegaban ese día en tren desde San Juan y ella fue con sus padres a buscarlos a la estación de Retiro. Y se acuerda que el alivio, en su caso, llegó a más tarde cuando su novio pasó a buscarla en moto para ir a tomar un helado a Olivos. El viento en la cara y el romance pusieron su cuota de refresco.

Récord de calor en la Ciudad de Buenos Aires

De media tarde en adelante fue un poco más llevadero para todos porque se nubló. Los 43,3 grados fueron registrados por el Servicio Meteorológico Nacional en la medición de las 15. A partir de ahí la temperatura empezó a descender hasta el mínimo de 16 grados de la mañana siguiente.

Los trenes con pasajeros en los estribos en busca de refresco.

La ola de calor había empezado el domingo. Aunque en menor medida, las jornadas previas al martes también habían sido agobiantes, con registros cercanos a los 40 grados.

En la madrugada del martes récord hacían ya 28,2 grados. Se veía venir que el día sería el “infierno” del que las tres mujeres le hablaron a Página/12 y que recordarán también tantos otros porteños que vivieron la experiencia.

Una Buenos Aires distinta pero igual de sofocante

Las imágenes de entonces muestran una ciudad muy diferente a la actual. Hombres de traje, menos autos, edificios más bajos. En el Río de la Plata aún era posible bañarse y para muchos el Balneario Municipal de la Costanera Sur y el Balneario de Nuñez fueron una vía de escape en busca de refresco. Otros se metieron en alguna de las fuentes que entonces pasaban menos desapercibidas y se lucían más que ahora en parques y plazas porteños.

En el verano de 1957 aún era posible bañarse en el Río de la Plata.

En las casas había, a lo sumo, ventiladores. Muchos apelaban al hielo para darse algo de alivio. El aire acondicionado era algo de grandes oficinas, salas de espectáculos e industrias que lo requerían para su producción. O viviendas muy exclusivas, como los departamentos del edificio Kavanagh, que en 1934 se convirtió en el primero de América Latina dotado con un equipo de climatización.

Lidia fue una de las pocas afortunadas aquel martes y no porque viviera en la lujosa torre de Retiro. “Yo trabajaba en el Banco de Boston; ahí no la pasé tan mal ese día”. Debió soportar el calor de ida y de vuelta a su trabajo en Diagonal Norte y Florida.

Un hombre de traje, como se acostumbraba en la época, aquel caluroso martes de enero.

Habrá otras olas de calor y puede que se batan récords o no. Lo seguro es que siempre habrá alguien para contarlo, mejor que nadie, a sus hijos y nietos. Como Laura, que ese caluroso 27 de enero de hace casi 65 años rindió su examen de Álgebra nada menos que ante Manuel Sadosky y lo aprobó.