En el comienzo de Los lanzallamas, Arlt pone en palabras de Erdosain una reflexión que podría muy bien servirnos para pensar una época. Conversando con el Rufián Melancólico en un cuarto de pensión lleno de la plata que le sacó a su primo Barsut, llega a la conclusión de lo que le falta al mundo es una mirada religiosa que vuelva a encantar a la humanidad. A las masas, para ser más específicos. Desde su punto de vista, los héroes del mundo moderno, del mundo futuro que está fundándose en ese mismo momento, son tanto Lenin como Mussolini. Ambos supieron beber del mito para convencer a la mayoría de que tenían razón. Bolchevismo y fascismo, polos opuestos del espectro político, terminan por ser coincidentes en algo: entendieron que las democracias liberales y parlamentaristas, en su apuesta por una razón pura, perdieron de vista el hecho de que las personas son algo más que seres racionales. Se presentan, ante todo, como criaturas sentimentales que pueden ser, y hasta desean ser, persuadidas. De ahí la angustia que Erdosain percibe como un trasfondo geométrico, para decirlo rápidamente, “cubista”, que todo lo envuelve. Erdosain se da cuenta de que necesita ser convencido, encantado, con ese toque de magia que no existe en su vida, y que sólo una política existencial encarnada por líderes convocantes puede devolver. Los siete locos y Los lanzallamas cierran la década del 20 y abren la del 30, entendiendo que las vanguardias estéticas y políticas del período de entreguerras ya pasaban de ser un discurso anhelante de lo posible a transformarse en la usina misma de la realidad. Arlt nació en 1900, como el siglo XX, algo que Borges presumía que le había sucedido a él (nació en 1899, último escritor del siglo XIX). De ese mismo mundo, de esas mismas preocupaciones, con esa misma lectura del caso, angustiante, existencialista, crítica a ultranza del racionalismo ciego y del parlamentarismo burocratizante; de ese mismo entusiasmo por las vanguardias y por el futuro manifiesto por Arlt y tantos escritores más, provenía Carlos Astrada, nacido en Córdoba en 1894 y fallecido en Buenos Aires en 1970. Existencialista, aunque dialéctico; nacionalista, aunque simpatizante socialista; peronista, aunque maoísta hacia el final de sus días, sus intereses son menos eclécticos que propios de la época que vivió, que compartió tanto con Arlt y Borges como con Martínez Estrada, con Marechal, con Deodoro Roca y, en un punto de vista más amplio, con Mariátegui, con Gramsci, con Heidegger y Scheler, con Stalin y Hitler. Carlos Astrada encarna, sin dudas, las contradicciones del siglo XX, la particular aventura de un período de cien años el cual, tal vez, aún no hemos superado, y que muy bien puede rastrearse en dos libros que la joven editorial Meridión acaba de sacar: el primer tomo de sus Escritos escogidos. Artículos, manifiestos, textos polémicos (1916-1943) y el libro de 1945 (reeditado con modificaciones en 1961) Nietzsche: Profeta de una edad trágica. Documentos imprescindibles para volver sobre un autor cada vez más presente en los pasillos académicos, en la lectura nacional-popular del pensamiento argentino, pero cuyos trabajos, salvo excepciones puntuales, se desconocen o mencionan de una manera general. Astrada no es sólo un filósofo que permite pensar a la Argentina del siglo XX: es, sobre todo, una figura intelectual que pone en escena cuestiones del pensamiento occidental, de la filosofía, en líneas generales, que aún hoy se convierten en temas de urgencia, tanto fuera como dentro de las aulas. Astrada pensó, mejor, existió, con vistas al mismo horizonte que hoy nos encanta y nos atosiga.

UN MITO QUE NACE

El primer artículo que se tiene registro de la pluma de Astrada es “Unamuno y el cientificismo argentino”, de 1916, en donde, fiel a su espíritu de polemista, interviene en un ida y vuelta entre Miguel de Unamuno y el filólogo italoargentino Matías Calandrelli con un objetivo claro: desarmar la confianza en el positivismo científico del pensamiento nacional desde finales del siglo XIX, y encarnado sin dudas en figuras como la de José Ingenieros. En la polémica inicial, Unamuno advertía sobre el peligro de esta centralidad del método científico entendido en su sentido más “cerrado”. Calandrelli le responde dos números después de publicado el artículo de Unamuno (“¡Ojo con vuestros científicos, argentinos!”) en la misma revista, La Nota. Allí, acusa al filósofo español de no estar atento a los avances que ese mismo método científico había producido en el mundo occidental, representando una perspectiva que considera retardataria, bien podríamos decir, escolástica y clerical en el sentido peyorativo que Calandrelli tiene de esas expresiones. El “cientificismo” que Unamuno denuncia es parte de lo que el filólogo llamará “filofastrismo”, una posición desde cierta concepción de la filosofía cerrada a toda novedad científica. Escribe Calandrelli que esa postura muestra una “filosofía de biblioteca, ciencia infusa, acuñada, troquelada, cataléptica y cristalizada en forma definitiva y perenne. ¿Cabe mayor desatino?”.

Astrada, con apenas 22 años, le responde a Calandrelli recurriendo a la misma retórica de combate, astuta en las fórmulas, satírica. No sólo hay ímpetu juvenil en su colaboración, sino un intento por marcar el espacio en donde una nueva oleada de filósofos van a situar el pensamiento de una disciplina para nada encerrada en los libros, sino en las contradicciones de la vida en su despliegue, en la existencia. El cientificismo termina por olvidar líneas filosóficas como las de Henri Bergson, quien defendió la intuición como método de conocimiento y aceptó las limitaciones que las disciplinas y sus líneas de especialización establecían con respecto a las auténticas preguntas que mueven la curiosidad humana. Astrada, con ironía, impugna la tendencia lombrosiana de ese espíritu científico para hablar del “cráneo rebelde” de Unamuno, quien está en la vereda opuesta del mito del progreso científico para escribir libros de importancia para la juventud, como El sentimiento trágico de la vida. Unamuno es el nombre que le permite a Astrada recuperar no sólo como bandera la pregunta por los mitos, que el bando opuesto podría acusar de teológica y a-científica, sino también introducir la necesidad de pensar lo mítico en un sentido nacional. Cierra Astrada su primer artículo con una observación que va a marcar su derrotero por el existencialismo y su adscripción a lo que podríamos denominar lo nacional-popular, vía el Facundo de Sarmiento: “abrigo la íntima convicción que Facundo con la visión de la pampa inmensa en el corazón y en los ojos y lleno de sueños de dominación, era espiritualmente más libre, mucho más libre que estos cientificistas esclavos del más mezquino sentido común”.

En ese primer trabajo, Astrada no sólo se ubica con su escritura en un entramado discursivo que pone a la polémica como instancia de pensamiento y que enriquece, sin dudas, el “cross” que su escritura produce (no por nada, Horacio González, en Radiografía de la pampa, lo piensa en línea con Jauretche y su afán por sintetizar en expresiones felices, a la mano, planteos filosóficos de peso); sino que también sienta algunas preguntas que desarrollará en etapas posteriores. La primera es referida a lo que la filosofía tiene como horizonte, que no es otra cosa que el planteo de lo que llama inicialmente “futurismo” (término que usa en artículos como “El sentido estético de la vida”, de 1922), esto es, no la adscripción al “marinettismo”, sino la necesidad de crear las condiciones para una vida más plena, en donde la humanidad pueda expandirse de la primacía de las cosas establecida por el capitalismo, con vistas a un verdadero porvenir. Y todo eso con un sentido estético de ese accionar, que sería un segundo punto a tener en cuenta. Algo que marca también la idea de que la obra de arte contiene las huellas del artista en un afán por hacer concreto un modo de ver el mundo y de bogar por su transformación, diferente al hacer propio y “sin rastro” de la mercancía capitalista. O sea, un pensamiento que no se desprende de la praxis, sino que la incorpora como modo, también, de pensar. La clara inclinación del joven Astrada por las vanguardias se muestra en artículos como “Globos de cristal” (1926), en donde reflexiona acerca de la manera en la que las obras literarias del presente superan la quietud inmovilizante del realismo decimonónico para volver a la vida con ligereza, con entusiasmo, recuperando la transparencia de la vida realmente vivida, en definitiva, y no representada.

El tercer punto está en la mención al Facundo: como lo hizo Sarmiento, Astrada se pregunta por lo argentino a través del recorrido de su paisaje predominante, la pampa, que marcará su adscripción al existencialismo, corriente de la que se adueña para tratar de hallar la manera en el que el Dasein argentino se encuentra imbricado en las fuerzas telúricas. Utopía, poesía y paisaje: tres constantes en toda la vida intelectual de Carlos Astrada.

UN NACIONALISMO CONTRARIADO

Astrada constantemente vuelve sobre la pregunta en torno a los mitos, entendiendo que el capitalismo ha producido un distanciamiento de la cultura, ese reservorio de imágenes llenas de fuerza, las cuales proveen a cada ser humano de una forma propia en su transcurrir por una vida pensada como algo intenso y, por ende, trágico. La propia biografía de Astrada marca esos devenires: su espíritu revolucionario encontró un primer espacio de desarrollo en el ambiente de la Reforma Universitaria de 1918. Amigo de dos figuras claves del movimiento, Saúl Taborda y Deodoro Roca, una muestra determinante de su compromiso con la Reforma es el discurso que da el 15 de junio de 1919, a un año de la fecha clave del levantamiento estudiantil cordobés. Allí, Astrada deja entrever (como las investigaciones llevadas adelante por Natalia Bustelo y Lucas Domínguez Rubio del Cedinci lo demuestran), una colocación dentro de una cultura de izquierda en desarrollo que claramente se veía empujada por el fin de la Primera Guerra Mundial —conflicto entre “dos capitalismos”, para el joven filósofo— y el triunfo bolchevique en la flamante URSS. El discurso, ya desde su nombre, apunta a la búsqueda de un nuevo camino a partir de una asunción de lo épico de ese presente: “En esta hora en que vivimos”, texto leído en el Teatro Rivera Indarte y luego reproducido en La Voz del Interior. Su autor entiende a la Reforma como “revolución”, una movida por dos ideales que recupera de la lectura de Gorki: “Amor y Rebeldía”. Este período del pensamiento de Carlos Astrada tiene un particular viraje en 1927, cuando es elegido para llevar adelante, becado, sus estudios en Alemania por un período que terminará siendo de cuatro años. Allí, asistirá a las clases de Max Scheler y de Martin Heidegger, convirtiéndose en discípulo de ambos y en introductor, a su regreso (e inclusive antes de su viaje), tanto de la fenomenología husserliana como del existencialismo heideggeriano.

Heidegger es, para Astrada, después de Scheler, el máximo filósofo del momento. Fallecido el último, el cordobés se acerca más al autor de Ser y tiempo, quien estaba convirtiéndose en un nombre de referencia. En el artículo “Heidegger a la cátedra de Troeltsch” (1930), remarca la novedad que un pensador como el futuro Rector de la Universidad de Friburgo implica para la filosofía europea. Repasando ideas vertidas en la lección inaugural de 1929 “¿Qué es metafísica?”, Astrada subraya la diferenciación entre ciencia y metafísica, entendiendo que la primera se ocupa del ente en las limitaciones de su presentación al método científico, mientras que la segunda “bordea” al ente para interrogarse por las condiciones de su presentación misma, o sea, de dónde ese ente se puede constituir como tal: la nada. “La nada no es, por consiguiente, la negación del ente, sino más originaria que toda negación”, anota Astrada. Es primera, es de donde todo sale, y no se puede pensar como una cosa, como un ente, sino que se accede en alguna medida a ella a través de la angustia, no de la ratio. La angustia, entonces, es condición de la existencia y de aquello que Heidegger marcará como determinante de la estructura ontológica del Dasein, del Ser-Ahí que se interroga por su ser, del hombre: su ser para la muerte.

De regreso al país en 1931, seguirá bajo la órbita existencialista y celebrará uno de los textos más polémicos de Heidegger, el “Discurso del rectorado”, que deja a la vista la adscripción del máximo filósofo del siglo XX al nacionalsocialismo. En “La Nueva Alemania. Heidegger, conductor espiritual” (1934), destaca el llamado a que la Universidad se convierta en un espacio de formación juvenil y pujante en donde “los conductores tienen que infundir su propia fuerza a los conducidos” para que la nación alemana cumpla su “misión histórica”. Este entusiasmo no durará mucho y forma parte del conjunto de contradicciones tanto de Astrada como de un gran número de intelectuales de su tiempo, quienes veían en la emergencia de novedades en el plano político cambios históricos que demandaban la dureza de enfrentarse a las condiciones del mundo para transformarlo. El inteligente y minucioso estudio inicial de Martín Prestía, responsable de la edición de estos dos libros de Meridión, destaca el cuidado con el que hay que aproximarse a este momento de la producción de Astrada, quien luego verá con rechazo el camino tomado por los defensores de esa misma “misión histórica”, y criticará con rudeza a Heidegger, sobre todo, luego del “giro” establecido por su “Carta sobre el humanismo”, en donde incurre en transformar al Ser en un ente más a través de un cambio en su aproximación reflexiva.

La idea de un agotamiento del parlamentarismo, identificado con la República de Weimar, llevó al filósofo cordobés a identificarse errónea aunque brevemente con una línea nacionalista que luego abrió las puertas del horror. Eso no agotó la búsqueda de Astrada de vías nacionalistas que no tengan que ver con un movimiento hacia la derecha, cosa que prueba un artículo por demás elocuente de su búsqueda de una síntesis original de la filosofía europea y sus tendencias ontológicas o dialécticas, como sucede en “Heidegger y Marx: La historia como posibilidad fundamental de la existencia” (1932). Paulatinamente, la emergencia en su pensamiento del “pueblo” como pregunta existencial a partir de la idea de la comunidad y el con-vivir (el vivir con los otros) abierto por la lectura de Heidegger se convirtió en el camino para salir de la trampa de la determinación por la raza y la sangre y reforzar su cercanía, en el final de su vida, a las izquierdas revolucionarias del llamado Tercer Mundo.

PERONISMO MÍTICO

La celebrada “plasticidad” de pensamiento que Astrada entendía como ideal del vivir el mundo en su tragedia cotidiana lo llevó a acercarse al peronismo en su desarrollo histórico específico, tras haber apoyado el golpe de 1943 y desatacar la figura de Juan Domingo Perón en su ascenso y en el valor simbólico que tenía como líder-caudillo. Esto es en un sentido que volcará el camino de Astrada del existencialismo a la dialéctica hegeliano-marxista, o sea, no a un marxismo ortodoxo, sino a una lectura profundamente filosófica y atravesada por la praxis del pensamiento alemán en su interpretación argentina. Si El mito gaucho de 1948 (aparecido en el mismo año que Muerte y transfiguración de Martín Fierro de Ezequiel Martínez Estrada) muestra la búsqueda en la pampa de un ambiente y reservorio mítico-cultural que podía servir como ideal para la integración de los argentinos en un pueblo (entiéndase, de la masa en proceso de auto configuración como individuos dueños de su destino), un trabajo anterior, Nietzsche: Profeta de una edad trágica (1945) pone en evidencia la brújula que guiaría a Astrada en ese camino: la justicia social, la emancipación del pueblo, la importancia de la irrupción de los rusos como respuesta al nihilismo europeo y la necesidad de asumir la tragedia de la vida en su intensa función creadora. 

Es interesante ver la aparición de esta relectura de Nietzsche en un año tan significativo para el “mito” peronista, pese a que Astrada se distanciaría luego de Perón y el movimiento para inclinarse por el camino de Oriente y una nueva irrupción en el orden mundial: Mao Tsé-Tung y su modo de entender la revolución de los humildes. Nietzsche sintetiza en la idea de “Dios ha muerto” la necesidad de asumir una construcción mítica “humana, demasiado humana” que puede volver a religar a la humanidad y darle propósito a una vida que se encuentra desprendida de todo objetivo por el inmediatismo nihilista de la técnica. De ahí la importancia de la ética revolucionaria: cambiar al mundo construyendo nuevos mitos que impulsen a la humanidad al porvenir, al futuro.

 

Estos dos libros de Carlos Astrada, junto con la venidera publicación del Tomo II de sus Escritos escogidos, la presencia de su nombre en ensayos contemporáneos, que hasta vuelven a preocupaciones medulares de su producción; además de trabajos señeros como la biografía intelectual de Guillermo David, Carlos Astrada: La filosofía argentina (2004), nos permiten regresar a un autor fundamental para poner en escena los matices de una filosofía argentina que no es meramente un intento monográfico por sintetizar pensadores europeos, sino una búsqueda polémica de lo auténtico y propio a través del camino del debate. Con sus aciertos y desaciertos, Carlos Astrada fue enriqueciendo de vida y lecturas su punto de vista para mantener vigente la misma búsqueda desde su juventud hasta sus últimos días: la de un mundo atento a la existencia humana y sus contradicciones que escape al nihilismo decadente, a las soluciones fáciles y a la jerga imperante del capitalismo consumista. Eso lo hace, todavía, nuestro contemporáneo.