EL CUENTO POR SU AUTOR

Leyendo la biografía de Lacan que escribió Élisabeth Roudinesco, Lacan, frente y contra todo, encontré la oración que sirve de epígrafe al cuento. Me pareció involuntariamente argentina. Hacía algún tiempo que venía marcando, en cualquier lectura, oraciones elocuentes que me permitieran el ejercicio de reponer la historia que, según creía, sugerían. Era uno de los modos de entrever la infinitud de la escritura: toda oración, al dar con su lector, podía habilitar una historia nueva. Y lo mismo ocurriría con cada oración de esa nueva historia, una vez escrita. Luego podría ocurrir, por ejemplo, que dos lectores repusieran distintas historias a partir de la misma oración. O tres. O más. Los estudios literarios clasificarían esos casos, aunque todas esas clasificaciones serían provisorias: siempre habría alguien que volvería a escribir a partir de la misma oración que otros. Así, la literatura sería el agotamiento de todos los sentidos de una oración. Esta literatura particular, la que parte de la unidad del epígrafe, pero habría otras. Quedaría entonces conjurada la observación amarga de Borges según la cual hay demasiados escritores: desde esta perspectiva hacendosa, nunca alcanzarían.


FERDINAND DE BEAUTOUR

"El gesto sigue siendo válido hoy: el psicoanálisis no puede ser otra cosa que una avanzada de la civilización sobre la barbarie".

Élisabeth Roudinesco, Lacan, frente y contra todo.


Ferdinand de Beautour, efímero discípulo de Freud, llega a la Argentina del centenario con una misión que parece haberle sido encomendada por los más negros heraldos inconcientes: escuchar al indio. Así se lo hace saber al gobierno argentino cuando presenta los borradores de su vasto plan de acción. Y aunque la desconfianza risueña de los funcionarios de la época es proverbial, Beautour argumenta, convence y finalmente tramita, nunca sin dificultad, los permisos necesarios. Almuerza con José Figueroa Alcorta, el presidente de la nación, y un día de 1909 emprende su marcha hacia el oeste.

                                                                    ***

Antes, sin embargo, se trata de reclutar voluntarios. Insólitamente, Beautour ha venido acompañado de unos treinta pioneros del psicoanálisis –alemanes, austríacos, franceses–, médicos, en su mayoría, ganados por el espíritu de la aventura y por las experiencias heterogéneas de Freud, de Ferenczi o de Breuer. Hipnosis, catarsis, imposición de manos, circulación de corrientes eléctricas y, sobre todo, la incipiente y misteriosa asociación libre. Incansables, los doctores se analizan unos a otros durante el viaje en barco, con el fin de poner a punto la técnica.

                                                                  ***

En Buenos Aires, a instancias de Beautour, cada uno de ellos deberá iniciar a dos hijos del país en la nueva ciencia nacida del estudio de la histeria. Y es así como los elegantes vástagos de las mejores familias porteñas, súbitamente envueltos en aquella ola positivista que llega desde Europa, se encuentran de un momento a otro hablando de pulsiones, de complejos nucleares o de represión. Jóvenes y acomodados mártires, su entusiasmo y su trágico destino nunca dejarán de invocarse cuando se trate de explicar el insólito auge que el psicoanálisis tendrá más tarde entre nosotros.

                                                                 ***

Nada nos cuesta imaginar el viaje a través de la pampa con sus noches acechadas por salvajes, siempre a punto de caer, cual enjambres de hienas, sobre las caravanas solitarias de carretas; o por el tigre que se esconde entre las sombras; o por la víbora que se puede pisar a cada paso. Pero son exageraciones de Sarmiento. Cuando el grupo se instala finalmente en la zona de Los Toldos, sobre la línea de fortines con que se busca contener los malones ranqueles, los voluntarios de la escucha ya son algo más de cien.

                                                                ***

Sin contar a los traductores, los lenguaraces, los gauchos que conducen la caballada, las cocineras, los militares de la escolta. Beautour rechaza la seguridad de las empalizadas y ordena armar las tiendas en el desierto vivo. Instalan las cocinas de campaña, eligen el emplazamiento de la despensa y de la enfermería, levantan los corrales. ¿Y entonces? Y entonces, cuando el campamento es una realidad vibrante de actividades diversas en medio de la pampa, alguien sube al mangrullo del fuerte más cercano y toma aquella imagen que será, por lejos, la más reproducida en los libros de nuestra historia.

Todos, alguna vez, la hemos visto.

Se diría que es una hilera de hormigas laboriosas que se pierde hacia el horizonte. O mejor, una cicatriz en la llanura. Sí, la línea heteróclita de divanes que Ferdinand de Beautour instala en la frontera con el indio parece una costura en la pampa. Una herida suturada en la carne de la tierra. Algunos han sido improvisados con maderas de cajones, la mayor parte son sacos rellenos de pasturas. Pero si se observa con lupa, como lo hacen los historiadores, perdido en aquel mar lineal puede descubrirse más de un diván imperio digno de madame Recamier, que los doctores habrán traído con ellos en el barco. Esos insólitos hallazgos hacen entender el sentido del todo.

                                                                ***

Se trata, entonces, de atraer a la barbarie al infinito consultorio a cielo abierto para psicoanalizarla. Durante días, durante semanas, se destacan partidas al desierto que convocan a los indios a terapia. Al principio, previsiblemente, la desconfianza ranquel es absoluta. ¿Qué sentido tiene hablar? ¿De qué tratarían esos parlamentos? ¿A quiénes representan esos extranjeros? Pero Beautour, que se pasa las horas reunido con los loncos en las tolderías, al cabo encuentra un territorio común de representaciones en las que consolidar su persuasión –les habla de las voces de los otros en nosotros, les habla del poder ritual de la palabra– y por fin alcanza un eco favorable en el viejo Yanquepilún, en su hijo Carretruz, en el gran jefe Mauliqueo. Logra acordar con ellos las condiciones en que tendrán lugar los encuentros: dos veces por semana, a la caída del sol, los indios, desarmados, asistirán a la terapia, se recostarán en los divanes, hablarán de lo que quieran.

                                                                ***

Y entonces los doctores se aplican a la escucha. Es octubre de 1909. El semanario Caras y caretas de Buenos Aires publica en portada una caricatura que quiere ridiculizar la empresa de Ferdinand de Beautour: un malón de indios serios se apresura levantando polvareda hacia una enorme oreja erguida en medio de la pampa. Son las distorsiones fáciles que se aceptan en nombre del humor. La verdad es otra: en pocos días el desierto mismo parece organizado al ritmo de las dos sesiones semanales. Los indios llegan puntualmente a la caída magnífica del sol, ocupan sus lugares prefijados en los consultorios a cielo abierto, hablan de sus cosas. No sin ripios, desde luego. Son seres decididamente menos locuaces que Elisabeth von R. o que Anna O., sin tener en cuenta las dificultades casi insalvables del idioma. Pero los lenguaraces y el tiempo hacen su trabajo, y pronto el sentimiento general que prima en el campamento es que los indios han entrado en franca transferencia.

                                                                ***

Los signos son inequívocos, además. Les traen regalos a sus terapeutas, por ejemplo, que los doctores atesoran prolijamente en sus tiendas: el caparazón de una mulita, una piedra rara, un hueso tallado. ¿Son bisexuales los indios? El tema se discute en las reuniones de supervisión que Beautour organiza los miércoles y los viernes: es que algunos profesionales han sentido durante la terapia que la franca y necesaria transferencia desbordaba por momentos hacia el deseo sexual más llano. Beautour les ordena desestimar las eventuales propuestas venéreas refugiándose en las ambigüedades de la traducción.

                                                                *** 

Pero Ferdinand de Beautour está exultante, y no es para menos. Desde el principio ha creído que la escucha flotante de la indiada operaría una mengua de la pulsión violenta, y que el pasaje al acto que suponían los malones podría finalmente sublimarse al servicio de la civilización. La puntualidad, la regularidad, el entusiasmo con que los indios encaran la terapia parecen darle la razón. Algunos ranqueles son capaces de decir: ¿sabe, doctor, que me dejó pensando?, y acomodarse en el saco relleno de pasturas para retomar el nudo dramático de la última sesión. Otros son eficaces contadores de sueños. Pueden contar, por ejemplo, que estaban persiguiendo una vizcacha en medio del desierto y que de repente caían en una zanja que era como la de Alsina, pero no, y que dentro estaba usted, doctor, es decir, era usted, pero al mismo tiempo era un ñandú, ¿se entiende?, y reírse solos de la condensación y del desplazamiento.

                                                                   ***

Una tarde, Beautour decide escribirle a Freud.

Se dice, entusiasmado, que el maestro tiene que saber lo que está ocurriendo, que debe estar al tanto del extraordinario éxito del análisis en tierras de salvajes. Se dice, entusiasmado, que redactará entonces una larga carta de relación en la que registrará todos los pormenores concebibles de su empresa. Beautour sabe que de esas observaciones suyas brotarán, en Viena, innumerables temas de investigación, y que en cada una de esas nuevas líneas de estudio su nombre quedará asociado para siempre al de Freud. Sonríe, sin que nadie lo vea, en medio del desierto. Sonríe ante el cálido resplandor de la consagración que lo aguarda en el porvenir. Cuando sale del hechizo mira las hojas de papel que sostiene contra la mesa de madera para evitar que se las lleve la brisa vespertina, moja la pluma en el tintero y escribe con prolijidad: Querido y lejano doctor.

                                                              ***

En ese momento, algo ocurre.

                                                              ***

En principio, nada fuera de lo normal: llegan los indios a terapia.

                                                              ***

Ferdinand de Beautour se levanta y camina hacia la línea de divanes sin dejar de mirar la polvareda que crece en la llanura. Ve llegar primero al viejo Yanquepilún, junto a su hijo. Algo más atrás viene Mauliqueo en un caballo negro, rodeado de otros indios que Beautour reconoce, pero cuyos nombres ignora todavía. En una inspiración repentina se decide por un gesto adusto, muy digno: la palma abierta, alta, sostenida, como un frontón de paz a la distancia.

Los indios no responden, o acaso condescienden a algún cabeceo imperceptible. Los que se analizan saben cómo y dónde acomodarse: desmontan y caminan los últimos metros hasta el lugar en que los esperan los doctores. Los otros indios, sin apearse, hacen un cerco viviente de caballos para encerrar a la tropilla sin jinete. ¿Han venido en número mayor que otras veces? Es posible.

                                                              ***

Beautour vuelve al escritorio que ha dispuesto justo a la salida de su tienda. Entinta una vez más la pluma, mira el cerco final de la luz solar que agoniza a la distancia, queda pasajeramente ciego, es feliz. Lo que nunca sabrá es que aquel día, mientras él escribe, los indios parecen unánimemente psicóticos: sobre la línea de divanes cada uno aburre deliberadamente a su terapeuta con relatos prolijos e intrascendentes sobre el pelaje de las vizcachas, la forma de las nubes o el gusto de las pasturas. Los doctores sostienen la escucha con dificultad creciente. Se aburren, se duermen. La guardia dispuesta por el gobierno argentino –un hombre cada cincuenta metros junto a la línea terapéutica– parece contagiada de la misma somnolencia. Es el momento. A una señal del viejo Yanquepilún, que nunca ha desmontado, todos los indios extraen un cuchillito minúsculo que han traído escondido en el taparrabos y con un ademán fulmíneo degüellan al unísono a los profesionales de la escucha aprovechando la disposición contraria de los divanes. Hay un rumor sordo y sorprendido de no entender la tarde lo que pasa.

                                                                    ***

En su escritorio, Beautour levanta la vista. Ve, primero, el apresuramiento de comedia muda de algunos de los guardias: quieren cargar las armas, pero parece que ya no supieran cómo. Hay una detonación y una primera voluta de humo blanco que emerge en algún lugar de la línea de divanes, y luego el eco de otros fuegos que lo siguen. Ferdinand de Beautour ve entonces a los indios que corren encorvados hacia el cerco de caballos, que a su llegada se dispersa y se derrama: ya galopan las danaides de las pampas.

                                                                    ***

El horror de la tarde habrá tardado mucho en aquietarse: nunca tantos ni tan íntimos cuchillos, nunca tantos ni tan repentinos destinos sudamericanos.

                                                                   ***              

La tragedia no merecerá de parte de Freud sino aquella mención pasajera en Pulsión y destinos de pulsión (1915) que en ediciones posteriores fue suprimida, acaso por inexplicable: "Hace algo más de un lustro llegaba a nosotros la triste noticia de un episodio luctuoso protagonizado por un antiguo discípulo nuestro, Monsieur de B., en la Sudamérica salvaje, a manos de pueblos dominados todavía por la pulsión de muerte".