Podría decirse que en los seis relatos que integran Formas transitorias se encuentran la mayoría de los temas –por no decir las obsesiones– que conformarán el universo narrativo de Gabriel Bellomo con el paso de los años: el desierto, el despojamiento, la soledad de los personajes y lo inverosímil de la realidad. Desde una mirada retrospectiva siempre resulta interesante rastrear en un escritor o escritora cuya obra está consolidada el modo en que se asomó por primera vez aquello que terminará siendo una exploración de ese universo hasta alcanzar su propio límite. “Plagiarse a sí mismo”, lo llama Bellomo, porque en su concepción del arte de escribir sucede algo muy personal entre el tiempo y el autor. O para decirlo con sus propias palabras: “Formas transitorias es un centro en el cual giran mis libros posteriores, escritos en otras épocas, tal vez con otros propósitos, otras maneras, a la luz de otras formas, ritmos, tonos, otra cadencia, pero conservando una voz literaria que se consolidó con estas historias. Su reedición fue concretada sin modificación alguna, no corregí esos relatos escritos hace tanto tiempo, simplemente que los reedité, no por considerarlos terminados porque nunca un texto está terminado sino por considerar que de alguna manera debía honrar el modo en que fueron escritos en su momento por una persona que no era yo, que era alguien distinto a mí, uno cambia y entonces cualquier modificación sería la luz de ese cambio. Prefiero que los textos queden tal cual como fueron escritos en su momento por la persona que yo era entonces y no modificarlos, retocarlos, pulirlos a la luz de la persona que soy hoy. Por supuesto que soy otra persona, no digo con un concepto distinto del texto literario ni con un concepto distinto de la literatura, sino con otras posibilidades y otras limitaciones. Plagiarse a sí mismo es parte de una liturgia que los escritores tenemos que practicar de vez en cuando”.

Publicado por primera vez en 2005 luego de haber obtenido el primer premio del Fondo Nacional de las Artes, Formas transitorias permite ahora vislumbrar la génesis de varias de sus novelas, como Cita en Rabat, que parte de un relato homónimo con el personaje Ignacio Trepat, un corresponsal de guerra que instalado en un hotel en Tánger es victima de un ataque terrorista que le ocasiona la muerte a su esposa e hijo. “La clave de este traspaso de lo que comienza siendo un relato y después se proyecta en la novela, tiene que ver primero con una percepción que yo tuve: Ignacio Trepat, este cronista de guerra, me reclamaba algo. Ignacio Trepat se asemeja muchísimo a una persona errante en busca de algo que sabe que no va a recuperar y que por lo tanto vive con cierto desprecio por su propia vida. Lo cual está en las antípodas de mi caso como persona, pero no en mi ideario como escritor. Se me ha dicho que mis textos son más bien oscuros o que nunca hay nada feliz, nunca entendí muy bien de qué se trata la felicidad. Y tampoco creo que exista la felicidad, sí creo que hay momentos de alegría, pero no la felicidad como un estado. Soy bastante reacio a esta especie de mandato de felicidad que rigen en estos tiempos, como si fuera una decisión de los hombres, como si también fuera una decisión el sufrimiento, lo cual me parece un concepto muy banal y muy pobre de la existencia. Tenemos una vida y a veces no sabemos muy bien qué hacer con ella. Soy de pensar que todo encuentro casual es una cita, cierto determinismo, cierto fatalismo, es parte de mi personalidad” dice el autor de La vida ausente, novela con la que obtuvo recientemente el tercer puesto en el Premio Municipal del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Todo lo dicho hasta ahora no contempla de manera acabada las temáticas que encuentran su epicentro en Formas transitorias, hay otras aparentemente más sutiles o subterráneas que van armando una red o cosmología: personajes que tienden a tener problemas para expresarse o quedan detenidos en un instante infinito del pasado y cuya resolución se define en aparentes pequeños actos, como sucede en Verano, relato que abre la serie, y narra en principio la historia de un hombre que busca de alguna manera cerrar algo pendiente con sus padres ya fallecidos, inscribiéndose para ser integrante del selectivo Buenos Aires Rowning Club, solicitud que a su padre le fue rechazada por motivos que el hijo deberá reconstruir. También en ese relato magistral y de una intensidad poco frecuente, que lleva por título Tesis, Gabriel Bellomo aborda la problemática de padres e hijos, pero a partir de un hecho trágico atravesado por la culpa en el instante preciso en que un joven universitario ve un documental por televisión sobre Thomas Roberts, un pastor galés que a fines del siglo diecinueve, con una cámara cajón Eastman, había fotografiado a su pequeño hijo ahogado en el Río Chubut. La manera en que concibe la muerte Thomas Robert, lleva a Santiago a su infancia y aquel verano en que murió su hermano sintiendo que él pudo haberlo salvado si la ingenuidad de la infancia con su corriente lúdica no se lo hubiera impedido. Historia del Gueto de Varsovia es un indirecto homenaje a un alzamiento en contra de un régimen opresivo, la barbarie y la tortura, pero relatado de una manera muy lateral e indirectamente alusiva y doméstica. 

Entre los relatos más logrados por su rigor estilístico y su recuperación de hechos históricos es Pequeña catedral de luz, donde se narra la historia de Karl Breuer, un joven arquitecto del régimen nazi que ideó un proyecto para el Fürer que se materializará más tarde en Buenos Aires, huyendo de los juicios de Nuremberg, y entablando una relación de amistad con un inglés que le hará experimentar el valor de la amistad, un amor como legado en la presentación de una mujer, pero también, y por sobre todo, de la justicia. Personajes al borde del abismo o de una lucidez tan exacerbada que se parece a la locura, dominan las razones ocultas que estos tienen en Formas transitorias para continuar viviendo pese a cualquier fatalidad.