El cuento por su autor

Durante la pandemia y sus cepas, que vuelven como bises, dormimos, escuchamos música, leímos en balcones, festejamos cumpleaños en pantallas, nos lavamos con fricción hasta arruinarnos las manos, miramos tele, escroleamos redes sociales, curtimos, cocinamos, cocinamos, cocinamos. Y también escribimos.

¿Qué historias pudimos contar del encierro? ¿Qué relatos circulan de la ciudad sitiada? ¿Sobre qué vamos a dejar registro? ¿Qué formas van a tomar los relatos de la pandemia? ¿Qué climas esbozan? ¿Qué personajes las protagonizan? ¿Qué van a narrar nuestros cuerpos? ¿Qué espacios van a ocupar o vaciar? En sí, ¿qué vamos a escribir sobre esta época extraordinaria?

“Tráfico de órganos” fue escrito en algún momento del largo quiebre que empezó en marzo del 2020. Una road story sobre los días que vivimos encerrados por la peste. 


TRÁFICO DE ORGANOS

Uno

En el bolsillo de la campera tengo el ojo de mi mamá. Está adentro de un frasco esterilizado que a la vez envolví en un pañuelo de tela bordó. Apenas subí al auto lo dejé en la guantera, arriba de unos pañales de mi hijo que le quedaron chicos y olvidé bajar. Anduve varias cuadras por la avenida Hipólito Yrigoyen vacía, agarrando hasta los pozos que me proponía esquivar. Cada vez que una de las ruedas mordía un bache escuchaba rebotar al ojo en la guantera; un dado sin suerte girando en un cubilete.

Antes de agarrar la calle que desemboca en Camino Negro, frené en un semáforo en rojo. Atrás mío no había ningún auto, tampoco al frente. Los locales comerciales de ambos costados estaban con las persianas bajas o con una ventanita abierta en un costado, por donde despachaban mercadería rociada con alcohol. Estábamos en la Fase 1 de la pandemia, en esos días en que le pusimos lavandina al queso fresco, descubrimos las virtudes de la vida en pantuflas y los escritores posteaban en redes sociales sus “diarios de la cuarentena”.

El semáforo tenía contador. Faltaban 39, 38, 37 segundos para que cambie de color. Hasta ese momento no me había dado cuenta que tenía la radio prendida. Una voz amarilla enumeraba cifras de muertos, contagios y de camas ocupadas en terapia intensiva. La apagué y bajé las ventanillas. El silencio en la ruta era total, como si al apagar la radio hubiese silenciado a la ciudad entera. El semáforo seguía en la cuenta regresiva. Yo continuaba sin avanzar, inmovilizado por un color, obedeciendo hasta el absurdo el contrato social de un mundo que perecía.

Mientras esperaba, subí las ventanillas y abrí la guantera. No vi el ojo. Rápido tiré los pañales sin uso al asiento del acompañante: no estaba. Luego saqué los papeles del auto, un cargador del celular roto y un libro de Cesárea Tinajero que había dado por perdido. Seguía sin verlo. Busqué en el suelo y lo encontré, entre botellas vacías de Sprite y cáscaras rotas de maní, quieto; como si me estuviese mirando fijo desde adentro del frasco.

Cuando el semáforo cambio a amarillo, levanté el ojo de mi mamá del suelo. Sin cerrar la guantera que colgaba como una lengua seca, lo metí en el bolsillo grande de la campera que tenía puesta a pesar de tener la calefacción encendida.

Dos

La pérdida de visión en el ojo derecho, según mi mamá, había sido abrupta. De un día para el otro, decía con voz de nena, como si estuviera en la dirección de una escuela justificando que no había detectado el problema a tiempo. Mi hermana la llevó a hacerse estudios y a consultar varios especialistas. Pronto un retinólogo de apellido polaco le diagnosticó que tenía un melanoma, que por estar en un lugar tan encapsulado no podía ramificarse, que de todos modos había que extirparlo. Es una buena y una mala noticia, me dijo mi hermana que les dijo el retinólogo de apellido polaco y cara cubierta por un barbijo y una mascarilla.

A mi mamá la operaron el 13 de abril del 2020 en la Clínica de Ojos de Lomas de Zamora. Fue recién al cuarto turno que le asignaron para operarse. Cada vez que llegaba el día previo a la cirugía, llamaban y la suspendían. No salió la autorización de la obra social, decían. El laboratorio no está en condiciones de recibir el ojo, decían. Por la pandemia no podemos hacer el traslado de Provincia a Capital, decían. Estamos saturados, decían.

La operación, nos explicó Ortega, el médico oftalmólogo, era sencilla. Como sacarse una muela, dijo. Pero hasta que el laboratorio no confirme que le van a hacer la biopsia y que tiene el transporte para trasladar la muestra, no la podemos hacer, agregó por audio de WhatsApp.

Escuché dos veces el mensaje. Antes de que termine la segunda reproducción, respondí:

Si es posible me ofrezco a llevar el ojo desde Lomas a Capital.

Tres

El día previo a la operación fui a ver a mi mamá. Desde el inicio de la cuarentena que no la visitaba. El sol entraba furioso por la ventana abierta; sin embargo, las lámparas del comedor estaban prendidas. El suelo tenía una capa de pelos negros y blancos de sus tres perros, y unos manchones pegajosos de té o café que marcaban los cerámicos como una cicatriz o una mancha de quemadura.

Mi mamá se sentó con dificultad frente a la mesa de algarrobo de la cocina de su casa, de nuestra casa. Pensé en las veces que tendría que arrimarle la silla para que la encontrara. La vi más gorda, más ancha, con el pelo revuelto y sin tintura negra cayéndole sobre la frente. Luego me pidió que apague la hornalla, una antorcha doméstica que fulguraba en el corazón del corazón de la casa. Llené un termo de plástico violeta con agua caliente y preparé dos mates. Cuando le alcancé el suyo, su mano empezó a bailar en el aire como si no pudiera seguir el ritmo de la música.

Al segundo mate, con una mueca que podía intuir como una sonrisa detrás del barbijo con flores blancas y verdes, me preguntó si iba a escribir sobre el tema. Le dije que no, aunque los dos sabíamos que estaba mintiendo.

Cuatro

El Camino Negro une la zona sur del conurbano con la Ciudad de Buenos Aires. Menos de diez kilómetros de asfalto apenas elevado, un falso puente que atraviesa los suburbios de Lomas, Banfield, Escalada y Lanús. A los costados se ven talleres mecánicos, galpones vacíos, hoteles alojamiento, desarmaderos de autos, casas a medio construir o derruir.

Al acercarme a la General Paz, tuve que disminuir la velocidad hasta detenerme detrás de una fila de autos que no alcanzaba a ver dónde comenzaba. Por la ruta contraria, del otro lado del guardarrail de cemento, vi pasar una ambulancia y dos patrulleros con las sirenas apagadas. Al igual que el resto de los conductores, bajé las ventanillas para observar qué pasaba y disuadir al aire caliente y estanco del auto.

Pegado al guardarrail de cemento vi avanzar una mancha verde y negra. Me puse los anteojos, que me niego a usar mientras manejo, y distinguí que era un gendarme gordo que se detenía frente a la puerta de cada vehículo. Cuando lo tuve frente a la mía, me pidió el “Permiso de circulación”. Yo tenía el archivo con el permiso en el celular. Lo saqué del bolsillo del jean, toqué la pantalla táctil con el dedo y no prendió. Apreté el botón del costado, tampoco funcionó: la batería estaba agotada.

No pude ver el gesto del gendarme gordo detrás de la cara tapada con un barbijo, pero supongo que bufó pensando “otro boludo que me la hace difícil”. Le dije y le juré que el permiso lo tenía, que lo había sacado de urgencia a la mañana, que si le pasaba mi DNI en algún lugar lo iba a encontrar registrado, que la habían operado a mi mamá, que le habían sacado el ojo, que si no me creía se lo mostraba, que lo tengo acá, dije tocando la campera, en el bolsillo, adentro de un frasco, envuelto en un pañuelo, ¿lo querés ver?

Cinco

La Ciudad de Buenos Aires vacía parecía una locación abandonada luego de un rodaje. Aprovechando que habían habilitado estacionar en las avenidas, sin la amenaza de que una grúa te haga desaparecer el auto, estacioné en la puerta de la entrada al Hospital Roffo. En la vereda, puse la alarma y tanteé por afuera del bolsillo de la campera si tenía el frasco con el ojo adentro: estaba.

En el camino al Laboratorio Central, me apuntaron tres veces con una pistola para tomarme la fiebre. Las tres veces midió temperaturas distintas, siempre por debajo de 37°. En la sala de espera no había nadie; sin embargo, me hicieron sacar turno y esperar de pie. Las sillas y los bancos estaban en un rincón, encimados y revueltos como una pelea de gatos.

Con el número en la mano, me acordé de mi amigo Agustín. Apenas le conté el recorrido que iba a hacer, me dijo que no lo haga solo, que era muy pesado, que si quería me acompañaba. Yo desestime sus palabras con un chiste que ya no recuerdo.

No percibí nada sensible en trasladar el ojo de mi mamá; el mismo ojo que me vio seis meses adentro de un incubadora con una sonda en el estómago, el ojo que había bajado y levantado treinta años las persianas de su ferretería, el ojo que no leía libros, el ojo que vio a un falcon gris llevarse a su amiga Cristina, el ojo que vio a Alfonsín en una plaza repleta, el ojo que vio a la vecina en su cama con mi papá, el ojo que siguió a mi hermano mayor por comisarías, hospitales y granjas de rehabilitación; el ojo que recibió al siglo XXI bailando rock and roll con Alberto hasta la madrugada, el ojo que eligió ingredientes para cocinarles a sus tres nietos. El ojo, ese mismo ojo que me pidió la encargada del laboratorio; el ojo que me costó entregar, una ofrenda, un sacrificio para que continúe la vida, su vida, pensé cuando dejé el ojo muerto de mi mamá en las manos de una desconocida, antes de irme sin saludar y volver a las calles de una ciudad fantasmal que veía por primera vez.