Si bien los autodenominados “libertarios” son por ahora expresiones restringidas, no por ello dejan de constituir un evidente peligro. El futuro suele adelantarse y los escritores lo saben. El partido que nuclea a aquellos en la Argentina, comandado por un excéntrico y vociferante diputado nacional recientemente electo, obtuvo en la ciudad de Buenos Aires cerca del 20 por ciento de los votos, lo que debería despertar todas las alertas. Lo cierto es que los llamados “libertarios” (usurpadores del significante), de los cuales el diputado en cuestión no es más que un emergente, se definen como “antisistema” cuando en realidad no habría individuos más obedientes y sometidos al sistema que ellos. Se dicen transgresores y rebeldes pero repiten y reproducen fielmente las lógicas del “sistema” neoliberal que les ordena, en nombre del antiestado, intentar apoderarse del Estado para transformarlo en una instancia al servicio del absolutismo financiero global. En nombre de la antipolítica ocupan cargos políticos en el Congreso, en nombre de un combate a la “casta política”, pasan, cuando pueden, a formar parte de esa mal llamada “casta”. En nombre de la libertad clausuran toda posibilidad de diálogo democrático.

Es que la fase actual capitalista, financiera-especulativa, en su versión neoliberal, ha dado un paso más allá de los bordes y requiere hoy de la pata represiva y persecutoria para mantener, ante la desatada exclusión producida en el mundo, a raya las protestas y crecientes demandas populares y permitir así, sin pudores ni justificaciones ni relatos de índole alguna, la definitiva apropiación planetaria por parte de unos cuantos “semidioses” que creen en lo absoluto y que no están ya dispuestos a dar explicaciones. Jair Bolsonaro en Brasil es un claro ejemplo de esto. Es que los hoy llamados “libertarios” no son libertarios, si del concepto de libertad se trata, sino ultraneoliberales, estofado de una bullente olla donde se vierten sin mezquindad los ingredientes de la violencia, el insulto, el neofascismo y el neonazismo las más de las noches. Se los podría denominar ultraneolibernazifascistas, si el neologismo es válido.

El indigesto preparado encuentra su caldo de cultivo preferentemente en un sector, aunque por ahora minoritario, de los jóvenes de una sociedad cansada, frustrada, que ha visto a lo largo de las décadas cómo se derrumbaban todos sus anhelos e ideales modernos. Hay un cuento de Jorge Luis Borges “Utopía de un hombre que está cansado”, ambientado en el futuro, que muestra a un hombre solo, sin nombre, sin pasado, sin historia, desculturizado, que ha vivido ya demasiado tiempo y está esperando que vengan a buscarlo para llevarlo a su muerte voluntaria. Pero el autor se quedó corto. Hoy, inversamente de como suele ocurrir, la realidad se adelanta a la literatura fantástica y muestra en el presente algo de lo que el cuento de Borges sitúa imaginariamente en un futuro lejano: seres cansados en los que prevalece el aburrimiento, el vacío de la existencia que ya no deriva en un deseo y una motivación, sino a lo sumo en la espera de algún episodio violento que los saque por un momento del hastío y la fatiga. Por eso es que los líderes proclamados “antisistema” deben ser, o al menos parecer, personajes inusitados y excéntricos, enojados, furiosos, vociferantes, agresivos, para permitir el despliegue impudoroso e ilimitado de la pulsión de muerte y la canalización de un odio concentrado.

Es la violencia como modalidad de goce, el odio que se sitúa al margen del orden simbólico del lenguaje. Los referentes de los autoproclamados “libertarios”, muchos de ellos surgidos de la asistencia asidua a la televisión afín a los intereses corporativos, no dialogan ni debaten, sólo insultan. El insulto y las imprecaciones, cortocircuitos del lenguaje, devienen así en la nueva metodología “política”, clausurando toda posibilidad dialéctica. No hay discusión, hay insulto, acción puesta al mismo nivel del puñetazo, es decir, fracaso de la palabra como función mediadora entre los seres hablantes. (El vocablo “insulto” proviene etimológicamente de la raíz latina “saltus”, asaltar, saltar sobre el otro).

Los signos antes considerados negativos comienzan a lucirse como positivos. Lo que anteriormente por pudor muchos trataban de esconder, hoy se pregona públicamente: el racismo, la discriminación, la segregación, expuestos como “virtudes” tendientes a capitalizar las identificaciones de segmentos cada vez más amplios de sujetos cínicos y misántropos, que ven en la pobreza y en la marginalidad de los otros un alivio para sus propias frustraciones, cuando no una posibilidad de diferenciación social y tranquilidad fantasmática. El otro es construido como enemigo, se impone la presencia de las relaciones imaginarias y paranoides, no mediatizadas por lo simbólico.

Se trata de la mostración del mal como un ideal, la exposición sadeana del goce sin condicionamientos. La libertad tan reclamada por los “libertarios” tiende a no ser otra que la libertad para obedecer al actual imperativo de la época de gozar sin barreras ni consideraciones, por ejemplo, y sin exagerar demasiado, la pretendida libertad para golpear, amenazar, humillar, explotar, discriminar, segregar, contagiar, insultar y hasta matar a los otros, inclusive como divertimento y espectáculo, como alarde compadrón, como selfie mental de la propia imagen de impiedad y hedonismo. Pero el cumplimiento irrestricto de ese mandato de goce, lejos de representar la conquista de una mayor libertad, constituye por el contrario una de las formas más terribles de esclavitud y sometimiento. Hoy el líder “libertario” les promete más o menos a sus sometidos seguidores: “a ustedes los voy a guillotinar para que aprendan”, y lo dice no como un modo de ahuyentarlos, sino para asegurarse sus votos. Como en el cuento “Utopía de un hombre que está cansado”, algunos individuos parecieran esperar que alguien los venga a buscar para conducirlos, en su hastío, a la muerte voluntaria, a la vuelta contra sí mismos.

En síntesis, para los “libertarios” la partida se juega en los territorios del “Más allá del principio del placer”. El “sistema” necesita reproducirse pero lo hace actualmente en el goce mortífero y en la destrucción. Quizá después de todo no estemos solamente ante un cambio civilizatorio, como propone cierta literatura, sino ante una verdadera mutación antropológica.

Y escribir sobre todo esto no constituye una visión demasiado pesimista de la historia, sino simplemente una alarma, para que esos grupos reducidos de mutantes no conduzcan a la nave humana a sumergirse nuevamente en las oscuras aguas del Aqueronte.  

*Escritor y psicoanalista