El cuento por su autor

Es probable que algunas de las historias de la mitología griega se hayan compuesto para poder recordar la precisa serie de constelaciones que habrían de guiar a los navegantes durante la noche. Una suerte de regla mnemotécnica escrita con tinta de estrellas. No deja de ser sugestivo que historias crueles, y muy a menudo monstruosas, hayan tenido como función reconocer la ruta que llevaba a la calidez del hogar.

En lo personal, más que narrar una historia, muy a menudo me interesa presentar escenas donde aniden relatos y que juntas conformen alguna clase de constelación. Relatos que no necesariamente se resuelvan sino que se diluyan en otros para luego volver a aparecer. Historias que no nos sirvan para regresar a ninguna zona de confort sino, antes bien, nos alejen de ella en la medida de lo posible. No recuerdo bien desde dónde comencé el montaje de escenas, casi con seguridad diría que fue a partir de la extraordinaria descripción que hace Kapuscinski en su libro Ébano de esa tribu al borde del Sahara que pasa todo el día a la sombra del único árbol en kilómetros a la redonda. Y aun así, al final del día, todos allí tienen una historia para contar.

CUANDO EL DÍA ACABA

Hay un edificio de paredes blancas y módicas ventanas cuyo lateral enfrenta la autopista 25 de Mayo cerca de Parque Chacabuco; el lugar es incierto y no hay cartel publicitario u otra clase de señal que permita distinguir esa serie de departamentos en donde el escritor Jorge Consiglio vio un par de veces, hace ya un tiempo, en horas distintas pero siempre de tarde, a una mujer que, habiéndose quitado el corpiño y puesto los brazos en jarra, se bamboleaba con una lentitud nerviosa, como esas esbeltas africanas que llevan bultos sobre su cabeza, contó una vez. Yendo para el Bajo, el edificio se encuentra a la izquierda y, por lo que pudo constatar Consiglio en otros viajes, no hay enfrente ninguna ventana desde donde la mujer pueda distinguirse con claridad. Ubicada en un punto ciego, solo consiguen verla quienes van llegando a Capital en auto. La visión es breve, un par de segundos cuanto mucho; ni tiempo para tocarle una sorprendida bocina hay. Tal vez la mujer se quede unos pocos minutos así. O más, quién puede saberlo. Por cuestiones laborales Consiglio tomaba la autopista por la mañana, unas dos o tres veces a la semana y regresaba después de las cinco. La primera vez que vio a la mujer tuvo la sensación de que sus miradas se habían cruzado. Ella no sonrió, no hizo más que continuar con su indolencia de serpiente sin emoción alguna; en la segunda oportunidad ella tenía la vista perdida hacia la tarde que se deshilachaba, la forma de moverse era la misma, como si escuchara una música calurosa. Consiglio no puede calcular sin un mapa sobre qué transversal podía encontrarse el edifico. Un amigo en común le dijo que no hay dos sin tres, que ya se toparía de nuevo con su sirena muda y, medio en serio medio en broma, se ofreció a acompañarlo un día. Consiglio conjeturó que acaso la tercera vez ya había sucedido delante de sus narices sin que él lo advirtiera O, por qué no, la segunda vez fue la tercera de una serie de cuyo inicio nunca supo. Las ocasiones en que se percató de su cercanía al edificio, prestó mucha atención. En una oportunidad encontró la ventana cerrada; en otra, abierta; con la persiana por la mitad una tercera; nunca más dio con la mujer.

Mucho tiempo después me llegó una historia que bien puede ser un desprendimiento de la anterior. La visión de Consiglio parecía haber circulado en el modo de un teléfono descompuesto. Y a punto estuvo o está de transformarse en una módica leyenda urbana. Solo que aquí en vez de una mujer hay alguien que claramente parece haberse travestido. Desde el auto, afirman, se notan exageraciones; cierta desproporción y desprolijidad de quien no está habituado a hacerlo. Y también cierta timidez. La autopista es la misma pero no se especifica ningún lugar puntual, salvo, claro, que se trata de una ventana que solo puede verse por quienes bajan a Capital. Una sola cosa empalidece el énfasis del relato y es que quien narra nunca es testigo directo del hecho sino que el asunto le sucede, como siempre, a un amigo de un amigo. En fin, un relato lo suficientemente impreciso como para que a nadie se le ocurriera ponerlo en duda. Un día me encontré con Consiglio a tomar un café y, en medio de otras cosas, le conté las derivaciones de su historia. Hacía un tiempo que no tomaba la autopista, me dijo. Había dejado el trabajo en la óptica y se dedicaba ya de lleno a la literatura. En ningún momento se le ocurrió pensar que su relato hubiera dado lugar a un modesto mito urbano -aunque no había ahí ninguna historia como para llamar de ese modo a su encuentro con la mujer-, sino que le pareció bastante probable que en edificios así, donde el anonimato es santo y seña, mucha gente viera la oportunidad de hacer público lo que el pudor o la vergüenza inhiben. Y en tren de imaginar cosas, presentó una escena donde ambos, la mujer de lenta desnudez y el hombre que se trasviste, se saludan en el ascensor, traban una charla circunstancial -el tiempo, problemas de consorcio- para luego dirigirse cada uno a su ventana sin imaginar que el otro hará lo mismo también; en ese momento o un poco más tarde, igual da. Más allá de su sinceridad, el relato de Consiglio es más verdadero porque es casi inverosímil: una mujer de mediana edad no se exhibe sino que se ofrenda. Sabe de la naturaleza de su visión, el don del rapto, el fotograma de una película inalcanzable; una sensualidad seca, indolente, pero aun así hipnótica. Virtudes de lo fugitivo. La versión del travestido es más factible, la expresión de la fantasía de muchos; es decir, probablemente la historia sea falsa. Alguien se exhibe, se excita con esa exhibición, se anima a lo que nunca se atrevería tres pisos abajo, en la calle.

Consiglio empezó a escribir un cuento con la mujer de la ventana pero lo ha dejado en el puro umbral; no quiso o no encontró manera de desarrollarlo. No era la primera vez. En una ocasión me contó una escena que para él cifra lo que debiera ser la literatura. En verdad es una historia que le refirió su padre cuando era adolescente. Le contó que un día estaba en una confitería en Caballito, una confitería con algún lujo en la pastelería y un par de botellas de whisky esmerado. En un momento llega un hombre de unos cuarenta y pico de años. Bien vestido, bien afeitado. No parece estar cambiado para la ocasión, da la impresión de haber salido del trabajo aunque, pasadas las siete, era un poco tarde como para eso. El hombre llama al mozo y hace su pedido. La orden, al parecer, es un poco compleja. Dos mesas que habían llegado después ya recibieron lo suyo. En aquel entonces no había celulares y el padre le asegura a Consiglio que el hombre en ningún momento miró la hora (tampoco había un reloj en el bar como para otear) ni parecía molesto. Por fin el mozo trae el pedido. No parece ser nada especial. Un café doble y un sándwich de pan flauta, bastante grande. El hombre ahí mismo pide la cuenta y paga. Por el gesto del mozo parece que ha dejado una buena propina. Le pega un mordisco al sándwich y, sin beber ni un solo sorbo, se levanta y se va sin apurarse, sin siquiera mirar atrás. Apenas se distingue una mueca de contrariedad. El mozo lo observa irse un tanto perplejo. Ese es el comienzo de una buena historia, le dijo el padre a Consiglio. Acá empieza la literatura. Y no dice más. Sin embargo, creo que esta confidencia, a la que Consiglio ha referido en algún reportaje, deja en ciernes otra historia. Su padre se demora en muchos detalles como para haber sido un observador ocasional. Cierta infrecuente precisión hace flamear las ramas del relato. Y nunca dijo qué estaba haciendo en ese café, solo, me ha dicho contrariado Consiglio una vez. Tengo para mí que la visión es la ocurrencia de alguien que también se asoma a una ventana: la creación literaria; alguien que intentó crear algo y hasta allí llegó. Por pudor, por falta de convicción o de tiempo. El relato ha quedado en un preludio. Aunque también es posible que se haya dado cuenta de que con eso era suficiente, para qué seguir narrando. La punta del iceberg sola, flotando sin cuerpo bajo el mar. En todo caso la historia que comenzó a contar Consiglio sobre la mujer en la ventana, y que me dejó en ascuas, se centraba en que ella era consciente de lo que ofrecía, como si devolviera algo; no le interesaba detenerse en la mirada de asombro de los automovilistas; contemplaba la autopista como si estuviera frente a un río pleno de salmones que van y vienen. O mejor, se corrige, un río de agua quieta con peces en movimiento. Como la arena del desierto que comienza ahí delante, justo donde acaba la sombra del último árbol, el único y enorme árbol de una aldea de Etiopía que conoció Ryszard Kapuscinski y que describe en el último capítulo de su libro Ébano. Cada tanto, y sin ninguna regularidad, se alza en medio de la nada un árbol, un mango en este caso. En esa pequeña aldea todos abandonan las chozas cuando amanece; las mujeres van por agua y los hombres a cuidar las cabras. A eso de las diez, once de la mañana, cuando el sol es rugido de yunque, hombres, mujeres, niños y cabras se acomodan a la sombra del árbol y con ella se desplazan hasta entrada la tarde como si fuera, y de hecho es, la aguja de un reloj de sol a la que se aferran para no caer al aire incendiado. Cuando baja la luz, las cabras buscan de nuevo la hierba. Y ya sobre el atardecer se enciende un fuego, es hora de regresar a la aldea. Hay que comer. Un hombre se ha demorado. La brisa desplaza granos de arena sobre la piedra que ya se ha enfriado. Mira hacia el oeste desnudo de pensamientos: es la única y verdadera forma de contemplar el crepúsculo. No importa donde uno se pare, el desierto siempre está comenzando; así ocurre con el mar y con cada acción circunstancial y ajena que por alguna razón nos llama la atención: nunca nada concluye en esos instantes. Y allí en la aldea, mientras las ramas crepitan y la carne se asa, todos tienen algo para contar, porque ese día han sucedido muchas cosas que recuerdan a otras cosas sucedidas hace tanto. Una vez alguien caminó hacia la puesta del sol buscando una pequeña cabra perdida. Logró encontrarla cuando el árbol tenía el tamaño de su dedo. Todos rieron aliviados cuando regresó. Cuántos hombres retirándose del bar sin probar bocado, yendo o viniendo por la autopista, observa la mujer desnuda en la ventana. ¿Solo se han perdido cabras en el desierto? El pastor ha escuchado una vez que dos niños se extraviaron. Y que una tormenta que nunca llegó hirió de luz el cielo toda una noche. Me contaron una vez de un conocido que, habiéndose enterado casi por casualidad de que un viejo amigo suyo, del que hacía más de veinte años no sabía nada, había perdido a uno de sus hijos, tomó un colectivo, cruzó más de ochocientos kilómetros de desierto patagónico solo para darle un abrazo. Su amigo y su mujer le dijeron de quedarse hasta el otro día. Cómo iba a regresar esa misma noche, sin descansar en ninguna cama. Por favor. El hombre no puede, debe regresar a su trabajo; pero también sabe que su abrazo es bálsamo en serio si se retira esa noche rumbo a su árbol. Pareciera aquí comenzar una historia, pero seríamos injustos con él si nos pusiéramos a buscarla. Nuestro hombre frente al Sahara ya está por regresar a la aldea. Han prendido el fuego que atrae historias que sí empiezan y terminan. No sabe que del otro lado del desierto, a tres horas de sol, en un pequeño poblado de Mauritania llamado Oudane, hay un pastor que, cuando él se encuentre durmiendo porque todos ya han dicho las cosas que tenían que decir, caminará hacia donde viene la sombra y se quedará en el borde también a contemplar en silencio cómo la noche llena de arena luminosa el cielo que trae consigo. Muy cerca de Oudane, el desierto forma una extraña ola de roca que cambia de color. Se trata de una estructura de piedra de cincuenta kilómetros de diámetro; solo desde el espacio se puede advertir su semejanza con un ojo. Al parecer no es consecuencia de un meteorito, como se creyó en un principio, sino de la pura y simple erosión. El ojo del Sahara, que en verdad se llama estructura de Richat, fue descubierto por Edward White, uno de los dos astronautas de la misión Gemini 4, en 1965. Fue en ese viaje donde por primera vez un hombre salió al espacio a hacer una caminata y sentir, por lo tanto, fuera de laboratorio, que la sensación de ingravidez es la misma que se experimenta al caer. Al borde de la nave, White duda un segundo antes de saltar. No puede haber vértigo cuando por el mismo camino se llega arriba y se llega abajo, como arrojarse a una pileta cuya agua es el cielo. Un cordón umbilical lo mantendrá a salvo. Y aun así, cuando salta, la caída es infinita, como el espacio que lo rodea. Caer hacia ningún sitio, caer sin un arriba previo. En los veinte minutos que estuvo fuera, alcanzó a distinguir de nuevo lo que había mirado desde la ventanilla de la nave: un espiral que lo observa y lo atrae hacia sí. Un cíclope enfurecido, de mirada hambrienta, abajo, en medio del desierto. Desde el espacio, dice en cuanto reportaje le han hecho, no se distinguen fronteras, sino una masa sin fragmentos y sin historias que separen esos fragmentos. Una esfera que muta sus colores en la misma tonalidad que el ojo de piedra allí abajo: índigo, violeta, azul, de acuerdo el sol impacte. La Tierra sigue girando, el ojo sin párpado va desapareciendo. Desde el espacio cualquier punto fijo es sitio de caída. El ojo del Sahara da la sensación de ser un imán gigante, una caída sin fin, confiesa White. Gea observa al primero de sus hijos en abandonarla. Brava pupila de madre que tira hacia abajo. Ningún astronauta tiene mucho tiempo para detenerse en nada que no sea lo que establece un protocolo inalterable. El viaje está pautado al cronómetro. La precisión de cirujanos, copiar a puro pulso un cuadro de Jackson Pollock. Es esa sirena de Ulises la Tierra allá afuera. Cubrirse los oídos con la cera del buen sentido y no dejarse cegar por una esfera celosa, una esfera medusa que te transforma en una estatua ingrávida y errante por todos los siglos si su contemplación te aparta de lo que ha sido planeado al milímetro. El planeta está por completar otro giro. A pocas cuadras, ya calcula Consiglio, debería aparecer el departamento de la mujer desnuda de mirada blanda y lejana como la del pastor sin tiempo al borde del Sahara. La vista recorre el horizonte; parece constatar un orden remoto antes de que el cielo y la arena sean una y la misma cosa. Desde el otro lado del mundo, la aurora empuja la tarde que avanza. ¿O es al revés? Ni los astronautas allá arriba pueden saberlo. Pero no, no es lo mismo. No es lo mismo regresar por la autopista que irse por ella. Cuando progresa el alba, avanzan la conquista y la diferencia, las cosas se reducen a sus límites, se manipulan y transforman, se transfieren, se dominan y desechan, se someten y se avasallan. Si el crepúsculo avanza, la luz dibuja los últimos contornos, las cosas se vuelven póstumas antes de reunirse unas con otras. Es el amor el que se renueva cuando progresa la tarde, los pájaros convocan a los cuerpos en asamblea y así las formas se alejan de nosotros y nosotros con ellas también nos alejamos; son las estrellas las únicas que fraguan alguna distancia para poder guiar a quienes aún deben reunirse. Ya se ha dicho que fue Virgilio quien descubrió la tarde, el crepúsculo, en una égloga dedicada a su amigo Galo, a quien ningún dios puede consolar de su tristeza amorosa. Avanza la sombra. Sin consuelo, Galo, inseparable de su amada en la penumbra. No hay nada que ella no recoja en su vientre oscuro sin estrellas. Virgilio culmina sus versos. Levantémonos. La sombra suele ser dañina a los que cantan, dice. Junta sus cabras y se aleja con el sol.

Y así como el pastor regresó al fuego de la aldea con la cabra perdida, así vuelve Consiglio a su casa por la autopista cuando el sol comienza a descansar sabiendo, esas cosas siempre se saben, que no verá otra vez a esa mujer desnuda. ¿Y a dónde regresa el hombre del sándwich? ¿O ha salido a buscar lo que ya no importa? Han encendido las luces de la Rivadavia cuando se marcha del café; una pena de amor, Galo, acaso te ha llevado a dejar todo ahí en la mesa. No salía apurado, como si nada pudiera ser recuperado, me cuenta Consiglio que imaginó una vez. En la aldea están contentos y abrazan al pastor de la cabra perdida. El astronauta regresa a la nave. La sensación de vértigo, de caída, ha terminado. La misión fue un éxito. Ríe junto a su compañero y echa una mirada por la escotilla para ver a ese planeta azul sin fronteras. El ojo del Sahara fue cegado por las sombras. El mozo levanta el pedido intacto. Alguien se comerá el sándwich.