El cuento por su autor

En la línea final del cuento de Borges “El sur”, Juan Dahlmann empuña un cuchillo y “sale a la llanura”. Cuando lo leí por primera vez, me llamó la atención la elección del verbo salir y me hizo recordar una experiencia de la infancia: “la salida” que hacíamos los chicos de Villa Celina cuando cruzábamos la calle San Pedrito. De un lado estaban nuestras casas y del otro lado los potreros. Claro –se me ocurrió–, como en el cuento de Borges, nosotros también “salíamos” a la llanura y también allí nos batíamos a duelo, no con cuchillos sino con nuestras pelotas de fútbol. Así, salió la primera frase: “Pateábamos fuerte la pelota y salíamos a la llanura”. Después, fue recordar algunos momentos de aquellos partidos a cualquier hora, cuando fuimos jóvenes –divino tesoro–, invencibles ante las inclemencias del clima, y cuando, más que jugadores de fútbol, fuimos aventureros en un verdadero safari donde los campos de juego eran en realidad zonas agrestes llenas de plantas de espinas, hormigueros, barriales, zanjas que cruzaban las áreas y árboles en el medio de la cancha. El más famoso para nosotros fue uno que bautizamos “Nueve pescador”. A este querido árbol le tirábamos paredes e incluso una vez hizo un gol memorable que ambos equipos celebramos, abrazados a su tronco de cortezas despellejadas y corazones grabados con navajas por las parejas del barrio.

EL SUDOESTE


Pateábamos fuerte la pelota y salíamos a la llanura.

Afuera, el sol rajaba la tierra y parecía imposible que alguien dejara la sombra, pero cruzando la calle San Pedrito, el verano cocinaba soldaditos del fútbol argentino. Era la época de nuestra pobreza feliz, antes de la edificación compulsiva.

Jugábamos tanto que se hacía de noche. Entonces corríamos atrás de una pelota difusa, que brillaba seca como una luz mala. En cada cabeza flotaba el aura de los santos, nubes de mosquitos ansiosos por chuparnos la sangre.

Una noche cualquiera de enero, nos vinieron a buscar a nuestro propio campito. Aparecieron de la nada y se metieron en el medio. Eran tres desconocidos, de nuestra edad, tipo quince o dieciséis años.

—¿Qué pasa? —les preguntamos de mala manera, y los rodeamos.

—Venimos a hacerles partido —contestaron, sin perder la calma.

Nos contaron que vivían en un barrio cerca del Riachuelo, uno que nosotros no conocíamos, y que por allá se decía que teníamos un gran equipo. La verdad que nuestra fama nos sorprendió, porque jamás pensamos que aquellos partidos improvisados en los potreros pudieran tener algún tipo de repercusión. Pero ahora habían llegado a dorarnos la píldora y nosotros de lo más agrandados.

—Sí, es cierto —dijo Tidei—, hace poco le ganamos a Lugano.

—Ya sabemos, ganaron siete a cinco en la cancha de CAMEA.

No la podíamos creer.

—¿Y ustedes cómo se enteraron?

—Todo se sabe —dijo el más hablador, cortando por lo sano.

Lo miramos con respeto. Parecía muy capo.

—¿Cómo te llamás? —le pregunté.

—Me dicen Zamora, ¿y vos?

—Juan Diego.

Arreglamos ida y vuelta. El primero lo jugaríamos de local el sábado siguiente y la revancha en la cancha de ellos, una semana después. Llegada la ocasión, nos explicarían cómo ir. En caso de empate, definiríamos por penales.

Aunque se veía muy poco, me dio la impresión de que había algo raro en sus aspectos. A los tres les brillaba mucho el pelo, incluso las cejas y las pestañas, como si tuvieran todo platinado. Esto me dio un poco de risa, pero me contuve, porque en ese momento se imponía la seriedad. Nuestra fama nos precedía y había que actuar con profesionalismo.

Una vez que estuvo todo acordado, se fueron por donde vinieron. Nosotros, seguimos jugando un rato más, motivados porque el futuro nos deparaba grandes acontecimientos. Estábamos muertos de cansancio, pero de sólo pensar cómo se correría la bola por el barrio, nos venía la fuerza de golpe y corríamos como locos en el medio de la oscuridad, atrás de cualquier idea, porque la pelota hacía rato que brillaba por su ausencia, perdida entre los yuyos. Había llegado la hora de los bichitos de luz y por eso el campo y el cielo parecían la misma cosa.

Esa semana la pasamos entrenando. Triple turno. A la mañana, hacíamos gimnasia. A la tarde, inventábamos jugadas preparadas como hacen los equipos de Primera. A medida que fueron pasando los días, las jugadas eran cada vez más complicadas y nunca salían igual. Había una que se llamaba “La trampa asesina”, un nombre que, a decir verdad, le hacía demasiado honor, porque en realidad la trampa era suicida. Consistía en que todos nuestros delanteros, al llegar al área contraria, dieran la media vuelta y corrieran con la pelota hacia nuestro propio arco. Supuestamente, al pasar la mitad de la cancha, los defensores tomarían la posta y atacarían, descolocando a los rivales. En teoría, teníamos como veinte jugadas, una más disparatada que la otra. Todas estaban anotadas y prolijamente dibujadas en un cuaderno que me había regalado mi vieja. A la noche, nos íbamos a la Richieri y allí subíamos y bajábamos las lomas al costado de la autopista, para “fortalecer los músculos”. Éramos los pibes de San Pedrito y Giribone, Tidei y sus amigos y mis primos los Cogorno, a quienes invité, porque la rompían.

El día anterior, nos ocupamos de la preparación de la cancha. Debíamos elegir qué parte del campito nos convenía más. Igual que otros potreros, los nuestros también estaban llenos de obstáculos y desniveles. Cada partido se convertía en una especie de rally; para ganarlo, primero había que vencer a la naturaleza. Por suerte, tantas horas de juego nos habían dado mucho oficio. Había pibes que parecían acróbatas. Saltaban pozos, escalaban lomas, esquivaban plantas de espinas y la pelota nunca se les despegaba del pie. El Chavo, por ejemplo, que estaba en su salsa. Cuando jugaba al fútbol era un guerrillero en la selva. Una vez lo fui a marcar y él paró arando la pelota a propósito en un charco, dejándome ciegos los ojos por el barro. Fue uno de los mejores jugadores que conocí. Los viejos decían que el Chavo jugaba igual que un tal Corbatta (un wing que yo después conocí por los libros), que tenía que ir a probarse a algún club, que seguro lo agarraban. Pero el Chavo nunca salió de Villa Celina. Le decíamos Chavo porque no tenía casa, era un pibe de la calle. A veces dormía en la Parroquia, a veces en la casa de algún amigo, o simplemente desaparecía por las noches adentro de cualquier barril que se encontraba, para reaparecer con la luz del día en el campito, donde era una persona importante, un jugador que todos querían en su equipo.

Dicen que no hay mal que por bien no venga. Por eso pensamos que lo mejor era elegir el terreno más complicado, para sacarle mayor ventaja, ya que igual a todos nuestros potreros los conocíamos de memoria y el equipo contrario no, así que nos decidimos por la parcela que estaba pegada a la calle muerta. Esa cancha era el mapa físico de la Argentina. Tenía todos los accidentes geográficos habidos y por haber.

Cerca de un lateral —que pintamos con cal— corría una zanja podrida que desembocaba en un pantano al borde de un área, y sobre un costado, entre el corner y la otra área, interrumpía un árbol, uno de copa chica, pero de tronco grueso. Con el tiempo, supimos usarlo bien. Al principio, era una ventaja para el equipo que defendía, porque los tiros cruzados le rebotaban y parecía que no había centros que pudieran con él, pero con el paso del tiempo los delanteros le agarraron la mano. El Chavo, por citar un caso, le tiraba paredes y no sólo eso: una vez, embocó con toda su fuerza la pelota en una rama y el tiro se desvió tan bien que terminó en gol. Me acuerdo como si fuera hoy. Para joder, fuimos corriendo hasta el árbol, le abrazamos el tronco y lo felicitamos por la conquista. A partir de ese momento, sus partidos como defensor se acabaron y los pibes lo bautizamos “nueve pescador”.

El día del partido, nos juntamos directamente en la cancha, una hora antes. Pronto, llegaron nuestros rivales. Traían un par de arcos desmontables, de esos que tienen dos parantes y una soga como travesaño. Zamora y los dos que habían venido la semana anterior, se adelantaron para saludarnos. La luz de la tarde los mostraba tal cual eran. Como lo había intuido aquella noche, el color de sus pelos era un detalle que no pasaba por alto, pero lo más sorprendente era que, detrás de ellos, el resto del equipo lucía igual. Todos llevaban los pelos como platinados, de tan rubios que eran, más rubios que los jugadores de la Selección de Suecia. Jamás habíamos visto algo así en Villa Celina. Era un equipo de albinos.

Estábamos sorprendidos, pero no les preguntamos nada. Lo charlamos entre nosotros y nos dimos cuerda. Como una cosa lleva a la otra, alguien se acordó de las historias de los cirujas del campito, que cerca del Riachuelo había tanta contaminación que podían verse bosques en miniaturas, animales petrificados por la lluvia ácida, pajaritos que en vez de plumas tenían pelos, perros de dos narices y gente más rubia que los dioses de los libros.

—Qué duda queda —dijimos, mientras contemplábamos al equipo contrario—, si lo estamos viendo con nuestros propios ojos.

Nuestra imaginación se disparó y a la hora de jugar estábamos totalmente desconcentrados. Al terminar el primer tiempo, nos ganaban tres a cero.

Era un papelón perder así de local. Aunque ellos no tenían grandes individualidades —ni un Chavo ni un Tato Cogorno—, su equipo, sin embargo, era compacto y bien parado. Además, le pegaban bien de lejos, y al Cabezón, nuestro arquero, lo tuvieron de hijo. Todos los goles que le hicieron fueron de larga distancia. Las complicaciones del terreno no los habían afectado tanto como a nosotros nuestras mentes.

Pero en el segundo tiempo nos pusimos las pilas. Pasada la fascinación, ahora ya no importaba si los contrarios eran rubios, negros o verdes, lo único que pensábamos era en salvar el honor.

Apenas arrancamos, Tato desbordó y tiró un centro pasado que conecté de volea. Le di de lleno. Era una de esas pelotas pateadas a la suerte. Podía tirarla al otro campito o clavarla en un ángulo. Por suerte, la mandé adentro.

Después, fuimos una tromba. Podríamos haberles metido como diez goles, de tantas jugadas de peligro que creamos, pero ellos se defendieron con uñas y dientes y el arquero sacó casi todo. Digo “casi” porque hubo otras dos que se las mandamos a guardar. El segundo lo hizo Tino de cabeza, gracias a otro centro de Tato, y el tercero lo definió el Chavo con un tiro cruzado, fuerte y abajo, a la ratonera. Inalcanzable.

La levantada del final nos dejó contentos, aunque el empate era un resultado que les convenía más a ellos, que eran visitantes.

—Buen partido. Un tiempo para cada uno —nos dijo Zamora, repitiendo esa frase de los periodistas deportivos.

Antes de despedirnos, arreglamos que el próximo sábado él nos vendría a buscar al mediodía, para llevarnos hasta su barrio, ya que nosotros no teníamos ni idea de dónde quedaba exactamente.

La semana que siguió fue calcada a la semana anterior. Entrenamos y practicamos más jugadas preparadas, algo que en realidad no tenía sentido, porque cuando llegaba la hora del partido jugábamos instintivamente.

Con el correr de los días, todos los vecinos se pusieron al tanto y siempre nos alentaban cuando nos veían pasar trotando por la calle.

—¡Vamos pibes, practiquen que les tenemos que ganar a los suecos!

Es que entre tantas versiones que daban vuelta, una decía que nuestros adversarios eran de una colonia sueca, que habían fundado no sé quiénes, después de que encallara su barco no sé cuándo, en un brazo del Riachuelo.

Nosotros no sabíamos qué pensar, pero la fantasía de jugar contra un equipo europeo nos motivaba más que cualquier otra cosa, así que la idea se nos metió de lleno en la cabeza y algunos nos pusimos en campaña para conseguir videos de equipos de Suecia, pero por más que tratamos, en videoclubes o haciendo zapping en los canales de la tele, no pudimos ver nada.

Todos nos daban consejos, nos enseñaban cábalas o nos daban amuletos, pero el viejo de la ferretería, un tipo muy agorero, decía que mejor nos quedáramos en casa.

—Así no van a llegar a ningún lado, esto me hace acordar al desastre de Suecia.

No le dábamos bola. Además, en ese momento no teníamos idea de qué estaba hablando.

El sábado al mediodía nos juntamos frente al almacén de Juanita, y una vez que estuvo el equipo completo, caminamos hacia el campito. Salió todo el mundo a despedirnos y a seguir diciéndonos cosas, hasta el ferretero se asomó. A los gritos, preguntaba si lo pasaban por la radio.

Nadie se ponía de acuerdo. Algunos, decían que nos convenía esperar y jugar de contraataque; otros, que los atacáramos desde el comienzo; éstos, que les hiciéramos marcas personales; y aquéllos, que nos concentráramos en nuestro propio juego. Nos sentíamos muy presionados. Había que dejar bien parados a Villa Celina y al Fútbol Argentino.

Cruzamos al campito y nos encontramos con Zamora, que esperaba sentado a la sombra del “nueve pescador”.

—¿Están listos? —se puso de pie.

—Sí —dijimos—. ¿Para dónde queda?

—Vengan.

Caminamos a campo traviesa hasta la calle muerta. Una vez ahí, Zamora nos llevó hasta un camión estacionado, de caja abierta.

—Suban a la caja —dijo, mientras metía una llave en la puerta de la cabina.

Nos quedamos sorprendidos.

—Suban —repitió—, es el camión de mi viejo. Me lo prestó para que los pase a buscar.

Lo miramos fascinados.

—Vos —me encaró—, ¿querés venir adelante conmigo?

—Y bueno.

Subí a la cabina y los demás a la caja. Zamora puso el motor en marcha y arrancamos. Despacio, avanzamos hasta la rotonda y ahí doblamos a la derecha. El sol doraba las últimas canchas del club Banco Hipotecario. Por la ventanilla, escuchaba que atrás mis amigos cantaban “miren, miren qué locura, miren, miren qué emoción…”, pero de pronto ¡muuuuuuuuu!, Zamora, acoplándose, se puso a tocar la bocina, que sonaba igual que el mugido de una vaca, una vaca a todo volumen, así que no supe qué más decía la letra salvo la palabra “campeón”, pero cuando dejó de tocarla, los pibes, sin quedarse atrás, contestaron “¡suena, suena la bocina, somos la banda de Villa Celina!”, y entonces el chofer la tocó de nuevo y así seguimos, entre bocinazos y cantitos por la calle muerta, atravesando basurales y campos quemados hasta la entrada de Las Achiras, donde finalmente todos hicieron silencio y el cielo empezó a nublarse.

Antes de la bajada, doblamos a la izquierda por un camino de tierra que estaba lleno de autos quemados. Uno a uno, Zamora los fue esquivando, con gran oficio. Después, la calle se abrió en dos. Una —la izquierda—, avanzaba sobre un campito pelado; otra —la derecha—, parecía una cueva, porque la bordeaban dos filas de árboles que, de uno y otro lado, doblaban sus ramas sobre el camino, formando un techo. Por esta última fuimos nosotros. Era pleno día, pero las copas eran tan espesas que todo se oscureció y por eso Zamora prendió las luces.

Adelante, el polvo flotante brillaba por las luces del camión y me daba la sensación de que formaba figuras de jugadores que corrían, jugadores de Primera. Alguno se parecía al Loco Gatti, otro a Maradona. Verlos me hipnotizaba, aunque cada vez que me encariñaba con uno, pronto la misma velocidad lo deshacía, y lo atropellábamos.

En un momento, Zamora frenó de golpe, porque de un costado salió una persona, un jugador de verdad, que se cruzó por la calle. Buscó algo en la banquina, hasta que agarró una pelota. Entonces nos saludó, mostrándola bien alto. Zamora contestó el saludo tocando la bocina, y el jugador volvió al mismo lugar de donde había salido, desapareciendo entre los árboles.

Arrancamos de nuevo y después de dos o tres minutos el túnel de árboles llegó a su fin. Otra vez estábamos a cielo abierto. Alrededor, el campo estaba pintado de parcelas de distintos colores y en todas ellas se jugaba al fútbol. Había gente por todos lados.

—¿De dónde salieron? —pregunté.

—Vienen de los barrios de la zona.

Se veían partidos de todo tipo. En algunos, eran un montón; en otros, tenían toda la cancha para ellos, porque eran de uno contra uno, arco a arco. Jugaban chicos y grandes. Había partidos comunes, pero también “cabezas”, “medios” y “fútbol-tenis”. Cada uno estaba en la suya, aunque a veces los balones caían en canchas vecinas y la gente se mezclaba. Entonces parecía que se jugaba un solo partido de fútbol, de mil jugadores, con cien pelotas, a lo largo de todo el campito.

Poco a poco, a medida que avanzábamos, los potreros fueron dando lugar a zonas edificadas, y ya no vimos a nadie jugando. Al principio, eran casitas sueltas, pero después de un rato nos encontramos adentro de un barrio.

—Ya casi estamos —dijo Zamora—, la cancha queda pasando estas cuadras.

En la calle no había un alma. Ni siquiera se veían perros o gatos. Todo estaba quieto y mudo. Era como si nos hubiésemos metido en una foto.

—¿A dónde se fue todo el mundo?

—La mitad está durmiendo la siesta y la otra debe estar en la cancha.

Atravesamos el barrio por un boulevard y salimos de nuevo al campito. El cielo se había puesto negro. Después de la última esquina, apareció la cancha. El equipo contrario practicaba centros. A los costados, un montón de vecinos miraban. Todos eran albinos. Zamora entró tocando el mugido de la vaca, y la gente se puso a cantar.

Igual que nuestro potrero, también el de ellos tenía un árbol adentro de la cancha, un gomero enorme justo en el medio. Pero lo más llamativo era el pasto, porque no tenía color, era pasto transparente. No lo podía creer. Parecía una cancha de cristal.

—¿Cómo puede ser una cosa así?

—Es por las aguas residuales del Riachuelo —explicó Zamora—. Se comen la clorofila de las plantas y los pigmentos del pelo.

No le pregunté nada más. Nos separamos y cada uno se reunió con su equipo. Como nos había pasado en el primer tiempo de la semana anterior, otra vez empezamos perdiendo tres a cero. Es que el paisaje nos distraía y por eso no agarrábamos una. Para colmo, el gomero tenía la copa tan grande y caía tan baja que no dejaba ver bien qué pasaba en la otra mitad de la cancha. Los jugadores aparecían y desaparecían, como si fueran fantasmas entre dos mundos, la defensa y el ataque. Ellos estaban acostumbrados y lo hicieron valer. Sus delanteros picaban al vacío y nos descolocaban. Al rato, les caía la pelota del cielo, por encima del árbol.

En el segundo, remontamos a fuerza de voluntad y gracias a la habilidad del Chavo, que le agarraba la mano a la cancha y gambeteaba a todo el que se le pusiera adelante. Metió dos goles, uno más lindo que el otro. En el primero hizo un sombrero doble, a un jugador y después al arquero. En el segundo, pasó a los defensores con la pelota muerta sobre la nuca, avanzando medio agachado. Los marcadores no sabían cómo sacársela, porque iba demasiado alta para el pie, demasiado baja para la cabeza. En un abrir y cerrar de ojos, el Chavo quedó mano a mano con el arquero, y no perdonó. Todos lo ovacionamos, hasta los albinos que miraban.

Parecía que los teníamos. Un gol más y empatábamos.

Casi al final, el arquero contrario sacó fuerte y la colgó en el gomero. Sin perder tiempo, uno de cada equipo se subió para bajarla. Los trepadores eran Zamora y Tidei. No valía tocarla con la mano, porque la pelota seguía en juego. Había que mover las ramas o algo así. Abajo, los demás no podíamos ver qué estaba pasando, porque las hojas tapaban todo. Pasó un rato. Los equipos alentaban a sus trepadores, que, además de haber desaparecido, guardaban completo silencio. De pronto, un pelotazo brotó de adentro del árbol. Zamora había llegado primero. Pateó desde lo alto, parado en alguna rama gruesa, un tiro largo que cruzó la cancha. Todos seguimos atentos la trayectoria de la pelota, que primero levantó vuelo con un efecto raro, bien arriba, y después bajó dibujando una curva que se fue cerrando y cerrando hasta nuestro arco. El cabezón estaba adelantado y lo pagó caro. La pelota entró por el medio del arco. Nos queríamos matar.

El gol le había bajado la cortina al partido. Primero apareció Tidei, y se sentó en silencio. Después lo hizo Zamora y todos los albinos invadieron la cancha. Lo levantaron en andas y empezaron a dar la vuelta olímpica. Cantaban y tiraban cohetes. Alguien se subió al camión de Zamora y tocó el mugido de la vaca, que retumbaba por el eco. El barullo era tan grande que despertó al resto de los vecinos que dormían la siesta. De a poco, fueron bajando la loma y se sumaron al festejo. Al costado, el Riachuelo arrastraba la basura. Arriba, el cielo, tan negro como las aguas, desataba finalmente la tormenta. Las gotas rebotaban contra el río espeso o se hacían vapor enseguida en las orillas, al caer sobre las quemas. Los jugadores de Villa Celina nos quedamos solos, contra un lateral. Petrificados, miramos al piso vidrioso no sé cuánto tiempo, repasando mentalmente las jugadas que no pudieron ser, la victoria que no pudo ser en aquella Suecia del sur, del sur del oeste, donde jugamos el Mundial un mes de enero, sobre pozos y elevaciones, espinas y árboles, barro y pasto transparente.