El cuento por su autor


Te voy a seguir queriendo, más allá de la muerte.

Es una promesa que muchos niños escuchan por primera vez en boca de su madre, a veces del padre, una manera de calmar el pánico de soledad que nos asalta ante la certeza repentina de una muerte que ha de durar por la eternidad sideral de las eternidades.

Esa frase se retoma y reorienta en la adolescencia para seducir a la amada o al amado, palabras que, fervientes, intentan probar que la devoción expresada (y el deseo, ah, el deseo) no tiene límites. Claro que, con el tiempo, su mera repetición incesante, ya de adultos, desmorona la posibilidad de que sea cierta.

Pero hay casos en que la frase no resultó falsa, casos en que aquel juramento se hizo determinación y belleza y hasta piedra inmemorial.

Tal vez porque estoy envejeciendo, tal vez porque medito frecuentemente acerca de la inminencia aterradora de que se muera mi Angélica, con la que ya llevo vividos más de sesenta aňos de amor, tal vez porque soy un poeta recalcitrante, tal vez por otras razones misteriosas, quise buscar y enseguida escribir un ejemplo histórico que me consolara, que podía demostrar que sí, que sí, no es mentira decirle a otro ser humano, te voy a seguir queriendo más allá de la muerte.


MUMTAZ

Soy Shah Jahan, el que fue rey del Universo, conquistador de Kandahar y constructor de los jardines de Shalimar, soy y una vez fui Shah Jahan y ahora me estoy muriendo, muero mientras la miro, la corona que era Mumtaz.

Describirla es un pecado.

Rechazar las palabras con que la evoco es un pecado aún mayor.

Una palabra, entonces: haya, vida, estar viva.

Tenía ella más vida que tiene cualquier pájaro ahora, y ahora, ahora también, incluso cuando miro la luz creciente de su tumba, más viva que todas las aves que he visto en mis setenta y seis años, que las aves que acuden al aire por encima y entre y por debajo y de nuevo por encima de sus cuatro torres, más viva de lo que jamás lo estaré, como nunca lo he estado, cambiando con cada rayo de sol y cubierta de nubes y de anochecidas y amaneceres, eterna en cada momento, eterna y serena.

Hubiera preferido perder mi reino que haber perdido la posibilidad de ver, siquiera por un instante, mi amor perdido.

Soy Shah Jahan, hijo de Jahangir y padre, por desgracia, de Aurangzeb, dominador del mundo, y sexto emperador de esta dinastía Mughal, soy y una vez fui Shah Jahan, el rey que perdió su reino y que, sin embargo, tiene un solo lamento.

Durante veintidós años, observé la profecía de piedras que montaban, una tras otra. Lo primero que veía por la mañana cuando me levantaba, lo último por la noche cuando me iba a dormir -- como ahora, como ahora mientras me voy muriendo en los brazos de Jahanara, una hija al menos, una niña que compartió el vientre de Mumtaz, una al menos, que no olvidó a este anciano.

Piedra sobre piedra, una tras otra, es lo que miraba cada día, prefiriendo esa visión que ser visitado en mis sueños por la madre de mis catorce hijos. Dulce tenerla de nuevo y la misma sonrisa con la que me saludó la primera vez: yo tenía quince años y ella un año menos. Prometidos el uno al otro durante cinco años, cinco años me dijo, deberíamos esperar cinco años para que ella pudiera dejar de ser Arjumand Banu e irse convirtiendo en mi Mumtaz, cinco años para que los próximos veinte fueran años de eternidad, para que no hubiera nadie más que ella. Dulce, tan dulce y sabia, soñar con ella y con su cuerpo en el sueño, pero amargo como una noche sin luna, despertar y no encontrarla a mi lado. Con este consuelo recurrente: desde mi cama presenciaba la respiración del mármol blanco de su mausoleo que brillaba al montar y montar. Día tras día dedicados a mirar ese milagro, demasiados días gastados en su memorial y su memoria y recuerdos de ella. Cada joya seleccionada personalmente por mí, ese fue mi homenaje. Cada arco de Jali aprobado personalmente por mí, un juramento. Cada rollo de escritura persa leído personalmente por mí, una promesa. Rodéala de pórticos de luz, los cuatro ríos del paraíso. Para que ella permanezca conmigo durante la vida que me queda, para que pueda estar aquí en este momento en que muero, aquí y allá mientras siento cómo la oscuridad se filtra en mí, de manera que ella me esté esperando, despidiéndose y también esperando al otro lado, cuando me una a ella, excelsa residente del paraíso.

Soy Shah Jahan y pronto entraré en el Salón de Banquetes de la Eternidad.

Oh Noble, Oh Magnífico, Oh Majestuoso, Oh Único, Oh Eterno, Oh Glorioso, ¿me negarás la vista de ella una vez más?

Nunca despertaré para ver otra vez piedra sobre piedra al otro lado del río y de la llanura de Agra, nunca más despertaré en esta habitación en el Fuerte Rojo sobre esta colina en Agra, nunca más examinaré a través del marco de esta ventana -- todas las demás habitaciones me la prohíbe mi hijo -- el mineral de Bujara y la turquesa del Tíbet, el jaspe y la malaquita verde que los ebanistas incrustaron, las celosías florecientes tan blancas como su alma, decían los poetas, aunque mintieron como los poetas siempre mienten, ya que nada era, es ni puede ser tan blanco como su alma. Inclina los minaretes hacia allá, le dije a Uttar Ahmad Lahauri, inclínalos ligeramente hacia afuera. De modo que si caen (como debo caer y morir y declinar, también yo, Shah Jahan, una vez Rey del Universo), de modo que si fallan y caen, no caerán sobre ella, mi Mumtaz. Que únicamente la miel caiga sobre ella. Que sólo la leche y la miel caigan sobre ella desde el cielo. Que las piedras transformen toda la luz en leche y toda la lluvia en miel. Que las estrellas compitan con la luna, todas envidiosas los delirios de mi Mumtaz en la noche. Desecha la piedra que no es perfecta, que no absorbe y refleja y desdeña y subsume lo brillante. Rechaza la losa que no encaja, asegúrate de que el fuego suave de ese color sea tan rosado como blanco, para que el sol pernocte con ella y la mantenga caliente incluso adentro del invierno de sus huesos y mis huesos, ahora que no podía frotar sus pies cuando se enfriaban, asegúrate de que cada última cincelada sea impecable para que tenga compañía mientras me espera, los noventa y nueve nombres de Dios para guiarla mientras espero.

Hubiera preferido perder mi reino que haber perdido la posibilidad de ver, siquiera por un instante, mi amor perdido.

Es cierto. Pero ella me habría dicho que tuviera cuidado. Que no descuidara los asuntos de estado mientras vigilaba el edificio, día a día, de la tarde a la noche, sin preocuparme de nubes o lluvia o veranos implacables. Es lo que ella habría susurrado. Si ella hubiera estado cerca.

Miré a los hombres que trabajaban día tras día, primavera y otoño, durante veintidós años vi las piedras elevarse sin fisuras ni contratiempos, y luego los jardines, miré de frente a mi Mumtaz y dejé de fijarme en los impuestos, excepto para exigir más y siempre más para su sarcófago y tumba, dejé de interesarme en las guerras, excepto para librar las que me traerían más mármol translúcido de Jaipur, más artesanos de Baluchistán y artesanos de Persia, traté de no escuchar disputas y peticiones, las reyertas de un poder mezquino. Sólo tenía ojos para el mosaico de mi amor. Reverencié cada amuleto brillante de roca y cada rizo y curva de la caligrafía, le pedí a Alá, que Su Nombre sea bendito, que me conceda tiempo suficiente para completar su tumba y la mía, para que ella fuera una inspiración para todos aquellos jóvenes que aún no han descubierto el amor y todos los viejos que todavía esperan amar más allá de esta vida.

No tenía ojos para ver lo que ocurría a mis espaldas.

Detrás de mí, mientras observaba a los obreros y albañiles en la noche, detrás de mí, él estaba hablando con los generales, conspiraba con los cortesanos contra su padre y sus hermanos, detrás de mí consultaba a los imanes, Aurangzeb, cuyo nombre no voy a maldecir.

Ese hijo vino desde dentro de ella.

No me dignaré siquiera a condenarlo, el hijo que hizo lo que había que hacer, lo que sus hermanos nunca habrían hecho y que por lo tanto no gobernarán sobre una pulgada del Imperio, me hizo lo que había que hacerle a un padre tan enamorado de los muertos que olvidó a los vivos.

No entiende, no entendió, nunca entenderá lo que significa estar enamorado, esa palabra amor, esa palabra haya vida, con su boca donde la lengua ronda como un cadáver, no entiende nada. No entiende nada, y este es su castigo.

No entiendes nada, Aurangzeb, aunque hayas pasado nueve meses dentro del templo de tu madre, un lugar más hermoso que Samarcanda, más luminoso que la tumba de Timor. Esto es todo lo que sabías: que tu padre no tenía ojos para ver lo que pasaba a mis espaldas, esto lo entendió mientras se arrodillaba y torcía su alma hacia La Meca. Tan poco que sus oraciones le enseñaron: insinuar, cuando se levantó de inclinarse ante Dios, al principio simplemente insinuar, luego sugerir entre dientes apretados, luego algo más que un murmullo, y finalmente hacer que la saliva de sus pensamientos estallara en una palabra.

La palabra no era la palabra vida, esa no la entiende, nunca sabrá lo que significa haya.

Sacrilegio, esa palabra. Su palabra favorita. Para una mujer? Hacer todo esto para una mujer? Haram para nuestra religión, una traición. Idolatría. El hombre mortal no puede representar la figura humana. Sólo Dios, que sea bendito, sólo Dios puede hacer esto con la arcilla de nuestra carne. Y mi padre, dijo Aurangzeb, primero pensó Aurangzeb y luego lo dijo, mi padre, Shah Jahan, está haciendo algo peor que la blasfemia, convirtiendo a una mera figura humana -- una mujer, una mera mujer, incluso si era mi madre --- convirtiéndola en una diosa. Aurangzeb, su hijo y el mío, reuniendo ejércitos para derrotar a sus hermanos, reuniendo carceleros para encarcelar a su padre, ejercitando sus ancas para montar el Trono del Pavo Real.

No lo vi.

No lo escuché.

No supe lo que tramaba a mis espaldas.

Ella no estaba allí, mi Mumtaz, para proporcionarme ojos.

Puedo decir una y otra vez que ella está más viva que yo, con más vida que los pájaros amaneciendo el cielo, pero ella no estaba a mi lado, mi Mumtaz.

Ella no estaba aquí, mi Mumtaz, mi corona, para proporcionarme oídos.

Puedo decir que está más viva que nunca, pero no me susurró, no dijo cuidado, cuidado, Jahan, ten cuidado.

Estaba muerta.

¿Cómo puedo decir esto, me atrevo mientras muero en este mes de Rajab a declarar esto, que ella está muerta?

No podía recibir noticias de los eunucos, no estaba allí. No estaba allí para mirar hacia el patio y leer esos labios, ver a nuestro hijo caminando alrededor de la fuente, su cabeza altiva mientras bajaba los ojos, esperando asaltar el trono apenas enfermara.

Ella no estaba aquí, mi amada, para decirme qué hacer, a quién temer, a quién castigar, en quién confiar, cómo detenerlo.

Reposaba en el santuario que yo construía para ella y para mí. Ella no podía ser mis ojos ni darme oídos, no podía ser mis manos y mis piernas, no podía ser piel de mi piel.

Sin ella, era ciego y sordo.

Le di la espalda a los asuntos del mundo hasta que cada piedra estuviera en su lugar, cada coyuntura de cada piedra con cada piedra como su cuerpo y el mío, cada piedra haciendo el amor con la piedra de arriba y la piedra de abajo y la piedra que miraba al oeste y la piedra que miraba al sur, desatendí el reino hasta que la cúpula diseñada por Ismail Afandi hubiera subido hacia el cielo. Conquisté provincias y recaudé impuestos y emití edictos, oh, fingí gobernar, planifiqué y construí el Jardín de los Viñedos, diseñé la Mezquita de la Perla y la piedra arenisca roja de la Mezquita Vazir Khan en Lahore, me reuní en Bagdad con el Sultán Murad el Cuarto, pero sólo para poder robar a su principal arquitecto otomano, visité mi residencia de verano en Cachemira, pero todo lo que vi en la fuente magnífica de Srinagar fue el agua de mi Mumtaz, olía el jazmín y sólo la olía a ella, seleccionaba las violetas y las rosas y eran ella, siempre ella, instándome a retornar a la construcción y asegurarme de que nada faltara en ese lugar que iba a ser su lugar de descanso final, como los lugares de descanso que construí mientras ella estaba viva para que los viajeros no se fatigasen, como los hospitales que me hizo levantar para que los enfermos fueran atendidos, para que otras mujeres no vieran su sangre fluir desde la fuente y el centro de su vida tal como la sangre fluyo desde su interior mientras ella moría, ¿Me atrevo a decretar que es verdad, que ella realmente murió?

Estaba de espaldas al mundo y mis ojos existían sólo para el recuerdo de Mumtaz.

Mientras Aurangzeb preparaba mi prisión y su palacio, su palacio y sus ancas para un largo reinado.

¿Lamento algo?

Sólo que ella no está conmigo ahora.

¿Lamento lo que hice? Lo haría todo de nuevo, cada primer y último minuto de todo lo que hice. Esto lo dice Shah Jahan, una vez Señor del Universo, Shahanshah Al-Sultan al-'Azam Wal Khagan al-Mukarram, digo esto, mientras me voy muriendo lentamente en los brazos de mi hija, la niña que mi esposa me nació para que pudiera cuidar a este hombre, como el sol cuida las piedras de nuestra tumba, para que no estemos nunca solos.

Aunque siempre estaré solo.

Hasta que cruzo el río de la muerte y la encuentro.

Esto lo dice Shah Jahan, esto lo digo yo, el que una vez fue y ya no es Señor del Universo, Shahanshah–E-Sultanat Ul Hindiya Wal Mugahliya, nieto del gran Akbar e hijo de Jahangir, me atrevo a decir, yo que fui el quinto Emperador de los Mughal, me atrevo a decir que estoy solo ahora que mis ojos están cerrados y no puedo verla allí, al otro lado del río Yamuna y la llanura de Agra, me atrevo a decir que como todos los hombres en esta tierra debo morir solo.

Ah, pero detrás de mí.

Detrás de mí, vean, detrás de nosotros, ella y yo, miren, vengan y miren, detrás de nosotros dejamos atrás para que otros puedan entender, para que los amantes jóvenes y viejos mañana y más allá de mañana, dejamos atrás un refugio donde todos los deslices pasados y los ojos abatidos serán lavados, dejamos atrás para que puedan tratar de entender, dejamos atrás, Mumtaz y yo, vengan y miren y traten de entender, dejamos frente a nosotros y detrás de nosotros el consuelo del Taj Mahal.