Buscando información sobre Martín Chambí, con cuyas fotos me encontré hace poco y me produjeron una conmoción interna (hay un sitio oficial en el que se puede acceder a todas las series por categorías), volví a confirmar que en América Latina creemos que somos, todavía, en esa realidad artificial que cimentan los medios, lo que quieren que creamos que somos. No todos ni todas, pero sí la autopercepción dominante. Tenemos otras fuentes éticas y estéticas en las que mirarnos, pero como Garabombo, están signadas con su invisibilidad.

Chambí ya era un gran suceso artístico y sociológico desde que a principios del siglo pasado comenzó a sacar fotos, pero casi todas las notas que encontré al principio habían sido escritas para enterar a los lectores quién era ese fotógrafo peruano al que Google le había dedicado un doddle (esas aperturas que celebran a un personaje o una fecha), o porque en l979 hubo una exposición póstuma sobre su obra en el MOMA. En 2020, en Perú, su prolífico y exquisito trabajo fue declarado Patrimonio Cultural de la Nación.

Pero sus fotos no se ven. Su nombre no se conoce. Su mirada, posada miles de veces sobre seres inaccesibles para cualquier otro, comunidades de los Andes profundos celebrando en blanco y negro sus rituales todavía muy tutelados por la iglesia católica, no es conocida. Si logramos retomar un rumbo regional soberano que nos quite este horrible corset que nos colocó la colonización, habrá que comunicar todo lo que nunca fue comunicado. Comunicar a Chambí, por ejemplo. Porque todo lo que él hizo es un mensaje, desde el registro de la alegría de la vida simple y rutinaria de esos pueblos, hasta la altivez que le ocultaban al blanco, esos torsos ya no inclinados, esos ojos sin miedo.

Pero además, la parte enigmática de la obra de Chambí, sus autorretratos, son un festival de luz en el que su propio rostro es el que es ofrecido como un saludo que nos sigue dando, y porque fueron parte de otra de sus grandes oleadas de trabajo: los retratos de cholos y cholas en estudio, ya desprendidos del paisaje en el que los había fotografiado por años, yendo en mula por los Andes buscando esencias. Lo que Chambí hizo con el retrato fue singularizar lo homogéneo: les dio esa jerarquía de lo personal, los hizo objeto de deseo fotográfico, los involucró en ese otro ritual en el que dejarían sus imágenes para la historia, sus nombres, y hoy podemos verlos, están ahí, todavía mirando a la cámara de Chambí, y a través de ella nos miran a los ojos.

Martín Jerónimo Chambi Jiménez había nacido en 1891 en Coaza, provincia de Carabaya, departamento de Puno. Fue el tercer hijo de una pareja de campesinos quechuas que se dedicaba al cultivo de tubérculos y quinoa.

Cuando murió su padre Chambí tenía 14 años, y se fue a trabajar a la mina Santo Domingo Mining Company, en Puno. Allí ese adolescente quechua conoció a un fotógrafo inglés que documentaba la actividad minera. Le enseñó lo básico y le recomendó que abandonara rápido la mina y se fuera a Arequipa y tratara de acercarse al fotógrafo Max Vargas, que era famoso y oligarca y había estudiado en París.

Chambí dejó la mina pero se quedó un tiempo, juntando pepitas de oro que se guardaba para llegar a tener bastantes y presentarse ante Vargas. Llegó el día y Vargas aceptó las pepitas y le dio clases, pero algo debe haber percibido en ese jovencito de piel oscura y rasgos achinados. Lo nombró su asistente. Y juntos se propusieron un ejercicio que fue una aventura fotográfica: trabajar en replicar en las fotografías la luz que veían en las obras de Rembrandt. Algo de eso hay en la serie de los autorretratos.

Unos años después Chambí ya era famoso y se estableció en el Cusco. Pero no sería solamente un retratista. Allí comenzaron los largos viajes a las montañas, buscando esas comunidades que casi nunca bajan al pueblo. Eran las primeras décadas del siglo XX. El mundo andino, por primera vez confiado en quien quería fotografiarlos con grandes equipos y luces, ofreció su confianza y permanece en su esplendor en que series que Chambí les dedicó.

De haber pasado su primera infancia como un niño campesino, comiendo los guisos de quinoa que sus padres sembraban en las tierras húmedas de Coaza, Chambí, que fue uno de las grandes fotógrafos del siglo y el primer y mejor fotógrafo peruano que retrató el Perú escondido, en reserva, guardián de sus tradiciones, debe ser sacado de estos nuevos “closets” o placares en el que hay mucha gente cuya vida tuvo un sentido que nos daría aliento y que ignoramos.

Le preguntaron una vez a Chambí cuál era el sentido del camino que había recorrido, alternando siempre la prosperidad que había logrado con sus largos viajes en mula, adentrándose en la montaña. “Dar a conocer al mundo la belleza de mi gente y de mi patria”, dijo. Todo eso está disponible para nuestros ojos.