Poco importa que esté basada en un personaje y acontecimientos reales. En el fondo, el largometraje del finlandés Klaus Härö es una típica película de deportes disfrazada de drama histórico prestigioso. Allí están el entrenador venido a menos –su talento fatalmente desaprovechado– y el equipo de perdedores luchando por lograr aquello que nunca antes había siquiera imaginado, rodeados convenientemente por las condiciones más adversas imaginables. Claro que El esgrimista, la emisaria enviada a los premios Oscar por su principal país coproductor, Finlandia, recubre ese costado desembozadamente derivativo y popular con otro tipo de ambiciones temáticas que, en la ecuación final, terminan siendo las menos interesantes del combo. Aclaración necesaria, indispensable incluso: más allá de la nacionalidad de su realizador y de una parte del equipo técnico y artístico, la historia transcurre casi en su totalidad en un pueblito de Estonia y los personajes son, en su mayoría –como los intérpretes encargados de darles vida–, de ese origen. La única excepción geográfica remite al momento climático del relato, el concurso de esgrima que tiene lugar en la elegante San Petersburgo (llamada Leningrado en la era reflejada en el film, a comienzos de los años 50).

Endel Nelis llega a Haapsalu, en la entonces república soviética de Estonia, con los más altos pergaminos como instructor deportivo. Claro que bajo un nombre falso. Su pasado lo condena y el espectador lo sabrá mucho antes que el director de la escuela en la cual comienza a impartir a desgano clases de Educación Física a chicos de primaria: durante las últimas escaramuzas de la Segunda Guerra, el muchacho fue obligado a vestir uniforme militar y a luchar contra el Ejército Rojo. Corren tiempos estalinistas y desde el final de la conflagración que Endel anda escapando de una posible detención e interrogatorio, apoyado logísticamente por un amigo y excelso esgrimista ruso. De allí en más, la película rota alrededor de tres ejes, que van alternándose y entrelazándose hasta la conclusión: el posible descubrimiento de su verdadera identidad y consiguiente punición; la relación con una compañera docente, cada vez más cercana al amor; y el sorpresivo éxito de sus clases sabatinas de esgrima, poblada por un grupo extremadamente pintoresco de alumnos y alumnas y practicadas –en un primer momento– con ramas de árbol haciendo las veces de imperfectos floretes.

Película de fórmula al uso internacional, sus virtudes están depositadas sobre una pulida y lustrada superficie: un suspenso moderado, la calibrada actuación central, la simpatía de los niños, la evocativa y por momentos brumosa fotografía. También en cierta amabilidad que hace que incluso el villano de la historia –ese rector que le rinde todos los honores a la maquinaria de la delación burocrática– tenga un momento de comprensión y posible redención. Y, por supuesto, en el manejo de las instancias definitorias, que vuelven a demostrar que no hay nada como un buen partido del deporte que sea para atrapar al espectador en la telaraña de la tensión. El resto es prestigio construido con el manual del profesionalismo abierto de par en par.