Por esos años una amiga mayor me dijo que yo era tan literaria. No supe si se burlaba o era algo que estaba a simple vista. Después, hice un viaje a Marruecos. Todos quienes llegaban al departamento del hermano de una amiga que me alojaba gratis en Madrid, me pedían que desistiera, una extranjera sola en un país árabe podía llegar a ser una experiencia muy fuerte.

Muy fuerte sonaba parecido a tan literaria.

No iba a Marruecos como cualquier turista. Buscaba algo que descubrí en El cielo protector, que filmó Bertolucci a partir del libro de Paul Bowles; especialmente, la parte que viene después de la muerte de Port, cuando Kit sale de la fortaleza sin nada; ya le robaron el pasaporte y el dinero, y se larga a caminar por el desierto sin saber adónde va.

Para eso necesitaba ir al desierto. Nadie te explica cómo es el Sahara. Circulan siempre las mismas imágenes, las dunas, el sol, el camello, el oasis. Tardé mucho en entender si el lugar al que llegaba el bus estaba o no en el desierto; por las moscas seguía viaje un caserío más. Supuse que estaba cuando dejaron de salir buses. Tomé un camión, era más fresco viajar en el techo, me ayudaron a subir. Viajamos horas por una costra de tierra sin horizonte que el viento cargado de arena ocultaba y desplegaba a su antojo. La aparición de la huella de un camión certificaba que íbamos por un camino en uso. Todos los pasajeros sabían leer los signos donde yo no veía nada. Como se fueron bajando, el conductor me invitó a la cabina. Quiso saber adónde iba y por qué, sola. En ese momento no existían las redes sociales y yo detestaba las guías de viajero que te mandaban a lugares donde ya había un circuito de turistas. Escogía en un mapa, a partir de una mención casual o porque me gustaba el nombre. Eran combinaciones de letras difíciles de memorizar. Tenía una libreta en la que iba anotando mi itinerario. Cuando el conductor me preguntó adónde iba, recordé que la libreta estaba en una bolsa con el pasaporte y los dólares que no alcancé a ordenar. No podía decirle que había olvidado adónde iba. Al primer nombre que tiraron, dije que sí. Después vería. Pasamos por un pueblo, me sorprendió ver algunos restoranes, no me dejaron bajar. Ese no es el lugar al que vas, y me devolvieron al camión. A las afueras de lo que parecía menos que un caserío, bajaron mi mochila. Salieron tres hombres y niños a darme la bienvenida.

Era una pensión básica y limpia, con piso de arena, mosquitero, muebles empotrados de arcilla, cojines y reposeras dependiendo del sol. No me atreví a preguntarle a los hermanos o al empleado el nombre del lugar. No había teléfono, restorán, nada más la pensión. Cuando vi que uno de los dueños le pasaba un billete al ayudante del camión pensé que estaba donde ellos querían.

Era mi primer día, en la tarde, les dije que iba a caminar. Sola, enfaticé. No querían dejarme. Les pregunté dónde estaba el oasis. Les pareció que a ese lugar sí podía ir tranquila. No tienes cómo perderte, dijo el hermano menor, vas recto recto, cruzas el arroyo y llegás.

Seguí sus instrucciones y no encontré ningún oasis. Supuse que estaba más allá. Crucé por entre los jardines, había unos más silvestres, en otros crecían verduras y árboles frutales. Me robé una mandarina. La vegetación terminó abruptamente. Al frente aparecieron por fin las dunas, tuve que caminar mucho para llegar a la primera. Subí y apareció otra. Fue natural averiguar qué había después.

Para mantener una línea recta tenía que subir y bajar cada duna. Había una alternativa menos cansadora que consistía en enlazar una con otra por una suave pendiente que el viento acumulaba entre ellas. La desventaja era que me desviaban a derecha o a izquierda y así. Pensé que si llevaba la cuenta podía mantener el centro. pero eso duró poco. Cuando se hizo evidente que no había encontrado el oasis me detuve. No sabía dónde estaba o cómo volver. Por la sombra en la arena me di cuenta que atardecía. Tenía que escoger una dirección. Carecía de cualquier panorámica. Al llegar arriba, solo se veía la siguiente duna. Caminé en la dirección que marcaba mi espalda cuando me di cuenta de que estaba perdida, confié en que un milagro podía llevarme de regreso. Comenzó a hacerse de noche. La arena se me metía en los pantalones y en los zapatos, las piernas pesaban. No tenía reloj; los dólares y el pasaporte estaban en mi mochila en la pensión del lugar sin nombre.

¿Era esto lo que sentí al ver El cielo protector, especialmente la escena en la que Kit sale de la fortaleza y se larga a caminar por el desierto sin saber adónde va? No voy a contar cómo continúa la película, ya que es ampliamente conocida, y vale la pena verla. Sí puedo contar que en una de las dunas me encontré de frente con un viejo pastor que estaba buscando los dromedarios (no existen los camellos en Marruecos) que llevó allí por la mañana para regresarlos al corral. Por lo que le entendí cuando me encontró, me estaba alejando de la pensión. Los dos hermanos habían ido hasta el oasis, y estaban organizando un grupo de búsqueda. Qué oasis, no hay ningún oasis, me quejé. Cómo que no hay oasis, se ofendió el menor, si pasaste por los jardines, hasta dices que te robaste una mandarina.

Cynthia Rimsky, 1962, ha publicado en Argentina los libros: Poste restante, Los Perplejos, El futuro es un lugar extraño y, este año, La revolución a dedo en el Mapa de Lenguas de RHM; una joven idealista de 22 años viaja a dedo desde la dictadura chilena a la revolución sandinista. Durante veinte años guarda silencio. Hasta que encuentra un cuaderno con apuntes de ese viaje. El libro cuenta lo que anotó en 1985 y lo que el 2014 puede reconstruir con extrañeza e ironía. Actualmente reside en Argentina.