Alguna vez el Indio dijo que Obras era el lugar del rock cortesano, pero a quién le importaba eso si cada vez que Patricio Rey corporizaba a sus muñecos en Avenida del Libertador se armaba la fiesta. Todo empezó en diciembre de 1989, primero en el estadio cubierto y después afuera, y el show del 29 en la cancha de rugby fue un caos y la banda tuvo que parar a cada rato para que se bajaran del escenario los inadaptados de siempre, y el Indio terminó notoria y justificadamente enculado. Un año antes, el 1º de diciembre de 1988, en ese mismo lugar estaba Soda Stereo presentando Doble Vida, pero los inadaptados no estaban subiendo al escenario sino pintándose la cara con betún en Villa Martelli. Gustavo Cerati se resistió a suspender el show, y diluyó el temor del público con música. Solari y Skay Beilinson se resistieron a que le coparan el escenario, y diluyeron la bronca de todos con música.

En 1990 ir a Obras a ver a los Redondos se convirtió en una costumbre. En 1990 ir a ver un show de la Gira Animal se convirtió en una necesidad. En el rock argentino pasaban muchas cosas: Spinetta tocaba las canciones de Don Lucero; Charly tenía un disquito llamado Filosofía barata y zapatos de goma; Fito le cantaba al Tercer Mundo; Attaque 77 hacía transpirar a Cemento con el sonido ramonero; Hermética atronaba con sus versiones de Intérpretes; Rata Blanca empezaba a perforar oídos con “Mujer amante”; los Cadillacs salseaban grosso con “Demasiada presión”, Calamaro conseguía editar el magnífico Nadie sale vivo de aquí, Divididos superaba el duelo de Sumo con sus dibujos en el piso... pero sobre todo había soda y había redonditos de ricota. 

En la Argentina de la inflación menemista y el desguace del Estado, de la miseria y el descubrimiento de que la revolución productiva era puro humo, quedaba confortarse con las canciones de Soda y los Redondos. Los primeros, siempre desde el universo pop, habían abandonado la elegancia funk para vestir el ropaje más rockero de Canción animal. Los segundos habían lanzado el colosal ¡Bang! ¡Bang!... Estás liquidado. Soda odiaba ese domingo híbrido de siempre, saltaba de cubierta y se envolvía en la corriente, comprendía que vivíamos entre caníbales, se sentía a un millón de años luz de casa y declaraba la imposibilidad de ser un superhombre. Patricio Rey maldecía los días hermosos, buscaba un gran remedio para un gran mal, entendía que vivir sólo cuesta vida y enarbolaba un himno que resuena hasta hoy, una de las más perfectas consignas dictadas por el rock argento: violencia es mentir. Desde dos vertientes estilísticas bien definidas, Soda y los Redondos eran la más potente demostración de la vigencia del género en el país.

A alguno le parecerá producto de una afiebrada imaginación o el embellecimiento que genera el paso del tiempo, pero lo cierto es que muchos iban a ver a ambas bandas con la misma pasión. El rock era un género popular pero aún no atravesaba a toda la sociedad, y había un público compartido. Quien esto escribe vio infinidad de shows de los Redondos en Obras y más de un concierto de la Gira Animal, y no era un caso aislado. Cuando Soda coronó el año con el segundo show de Vélez Sarsfield, ya sin Tears for Fears y sin el inoportuno diluvio del comienzo de temporada, llevaba puesta la remera de Oktubre sin que nadie lo mirara torcido.

Después se metió el fútbol, y el pensamiento cabeza de termo que dividió al rock en banderías y contaminó a la música con códigos de barrabrava. Declararse igualmente fan de Soda y los Redondos fue similar a querer meterse en medio de La Doce con la casaca del Mencho Medina Bello. Algo se rompió en la última década del siglo XX. Pero en ese 1990, el año del trío animal y los Redondos como bandera común, a nadie le parecía extraño tomarse –entre otras cosas– una soda con Patricio. Brindando por la excelente salud de un movimiento rock que tantos años después, a pesar de todo, de las ausencias y las tragedias, de los pozos y las levantadas, puede sostener lo mismo: vivir solo cuesta vida. Aunque suelan dejarnos solos.