Los mismos que hoy dicen sí se puede, entonces decían que no, que no se podía, que era imposible y que era un error. No les entraba en la cabeza. Iba en contra de la lógica económica que habían impuesto en la sociedad como parámetro de sentido común. “Es una medida que no apunta a resolver ninguno de los problemas acuciantes que hoy vive la Argentina”, rechazó Mauricio Macri. “Es un inmenso error. La Argentina queda en una situación de vulnerabilidad interna absolutamente innecesaria”, reprochó Elisa Carrió. “La visión internacional es que fue una acción política interna y que, en el mejor de los casos, la Argentina seguirá igual”, evaluó el ex FMI Claudio Loser. “Cuando un país se queda con menos reservas es más vulnerable a los shocks externos y, por lo tanto, es más dependiente del Fondo, no menos”, aleccionó Rodolfo Terragno. “Se ha hecho un show marketinero del pago, pero desde el punto de vista económico no cambia nada, porque el país se queda con un poco menos de plata y un poco menos de deuda”, se sumó Daniel Artana, de FIEL. Carlos Melconian, Ricardo López Murphy, Jorge Avila, entre otros referentes del pensamiento neoliberal, también cuestionaron la oportunidad y las formas. Las calificadoras de riesgo internacionales se alarmaron. “El rumbo adoptado por el Gobierno inquieta a muchos analistas, porque hay un enfoque no ortodoxo en algunas áreas. Hay dudas por la autonomía monetaria, por el intervencionismo estatal y por un ambiente político que cada vez tiene menos contrapesos”, resumió Mauro Leos, de la agencia Moody’s.

Todo ello sobrevino después de que el gobierno de Néstor Kirchner anunció el 15 de diciembre de 2005 que había resuelto cancelar toda la deuda con el FMI de una sola vez. Fueron 9530 millones de dólares que salieron de las reservas del Banco Central y llegaron a las cuentas del organismo mediante una compleja operación financiera, a fin de esquivar eventuales embargos que pudieran intentar los fondos buitre. El día de pago fue el 3 de enero de 2006. La decisión consolidó el quiebre en el rumbo económico del país que se había producido desde la llegada del patagónico a la Casa Rosada. Fue una inversión en soberanía. Kirchner dinamitó el canal por donde bajaban las instrucciones del Fondo Monetario Internacional en innumerables áreas de gestión del Estado, casi en una recreación moderna de los tiempos del virreinato. Pero al mismo tiempo, con esa ruptura de un vínculo enfermizo el Gobierno les quitó la careta al poder financiero, a los sectores concentrados de la economía, a las corporaciones empresarias y a los espacios políticos vinculados, quienes utilizaban al FMI como propagador y lobbista de sus ideas e intereses. Los que se ocultaron durante décadas detrás de las figuras de Michel Camdessus, Horst Köhler, Dominique Strauss-Kahn y Rodrigo Rato son los mismos que se enriquecieron con Martínez de Hoz, Cavallo y en la actualidad con Macri. La función que ejercen para ellos los gerentes del FMI es presionar a los gobiernos populares para que cambien sus políticas o darles aliento a los que eligen la senda del ajuste y la distribución regresiva del ingreso. No se recuerda en las últimas décadas misiones del FMI a algún país para reclamar mejoras en salarios y jubilaciones, pedir por leyes que aumenten la protección social ni levantar la voz en contra de la desigualdad. Su trabajo es exigir ajuste, flexibilización laboral, reformas previsionales para segmentar entre ciudadanos de primera y de segunda, quitas de impuestos a empresarios y desregulación financiera.

“Queremos volver a ser independientes y manejar nosotros los resortes de nuestro país. Por eso le dijimos al FMI basta de deuda externa. La Argentina paga, la Argentina se libera, la Argentina construye su destino, la Argentina empieza a construir su independencia”, definió Kirchner el día que anunció la medida. “Es una cuestión de sentido común y lógica: recuperar autonomía de la política económica y reafirmar un modelo. El pago implica reafirmar un modelo de producción y trabajo”, agregó Cristina Fernández aquel verano de 2006.

Hasta ese momento, la presencia permanente del FMI en la Argentina estaba naturalizada. A favor o en contra, siempre algo había que responderle. Era un factor de poder con una incidencia central en la economía y la política nacional, con puntos de contacto con el rol que en otros tiempos ejercieron las Fuerzas Armadas. Como se demostró años después de su salida, el hecho de que el kirchnerismo lo corriera del medio no terminó con las presiones del poder económico, pero sí le agigantó los márgenes de maniobra para avanzar con políticas heterodoxas cada vez más a fondo. Que el pago de la deuda fuera al contado de una sola vez le dio mayor impacto simbólico. Era el sí se puede, en otra dirección. Las reservas del Banco Central cayeron de 28.045 millones de dólares a 18.575 millones, pero la fortaleza del nuevo proyecto económico, con recuperación del salario, el empleo y el consumo, en un contexto de altos precios de exportación de la soja y otros commodities, transformó la jugada en un éxito rotundo, dejando en una posición incómoda a quienes levantaron la voz para oponerse.

Otra alternativa que tenía el Gobierno para mantener a un lado al FMI era pagarle los vencimientos de deuda en forma gradual, no en cash, sino afrontando cada compromiso en la fecha pautada. Esa opción, sin embargo, no hubiera producido el corte en la relación que efectivamente se produjo con la cancelación anticipada. El distanciamiento desde entonces fue casi total. En ese sentido, fue una verdadera reforma estructural. Pese a su evidente proximidad ideológica y de intereses, Cambiemos no ha podido restablecer un acuerdo formal con el FMI. El resultado de las próximas elecciones será determinante también para que ello siga siendo así o para que, por el contrario, la Argentina abra otra vez la puerta del Fondo.