Hace apenas unos días Lionel Messi se tomó una serie de fotografías en su museo personal de camisetas de fútbol. Impresionan los nombres de las tantísimas estrellas internacionales que han intercambiado las suyas con la del crack del Barcelona: Raúl, Casillas, Totti, Lahm, Toure Yaya, Piqué, Suárez, entre otros, pero lo que más llama la atención es que en el centro de esa magnífica y valiosa exposición de telas y números de los más diversos colores y valores sobresalen, ubicadas en el centro de la escena, dos camisetas del seleccionado argentino de fútbol: la clásica celeste y blanca, y una suplente azul brillante. No fueron elegidas al azar. Son las que el capitán de la Selección utilizó en el Mundial de Brasil 2014, ese que hizo vibrar el alma de los argentinos, abrazarse, festejar, fastidiarse, mancomunarse en ese canto –“Brasil, decime qué siente”– que se hizo escuchar día y noche por las ciudades de Río de Janeiro, Belo Horizonte, San Pablo y Brasilia, y que nos hizo delirar con la posibilidad de volver a levantar la Copa del Mundo en el estadio Maracaná, como lo había hecho Diego Maradona en el Azteca en México ‘86 después de vencer 3-2 en la final a Alemania, el mismo rival de Brasil 2014. Son prácticamente tres décadas las que separan la felicidad alcanzada en el primer momento –28 años para ser exactos– de la enorme tristeza del otro debido a la derrota que finalmente nos dejó a los argentinos con las manos vacías. 

Es cierto que alcanzada la final, lo que queda atrás no importa tanto. Tan cierto como el hecho de que el periplo de la Argentina en Brasil 2014 no había comenzado para nada bien, a pesar de los resultados favorables. La flojísima actuación para la victoria en el debut frente a Bosnia en el Maracaná (2-1, con un gol en contra de Kolasinac y otro de Messi) obligó al entrenador Alejandro Sabella a cambiar sobre la marcha, a meter el volantazo que propició el cambio de rumbo, un poco por intuición propia, otro tanto por el pedido de los jugadores que se sentían maniatados con el planteo táctico y se lo hicieron saber. Después llegó Irán en Belo Horizonte, y la Argentina ganó sufriendo por 1-0 (gol de Messi, que por las suyas comenzaba a levantar el nivel) y con la clasificación en el bolso llegó en turno de Nigeria en Porto Alegre, donde el capitán de la Selección ratificó su mejoría y su mando con dos goles, para un 3-1 que se completó con un gol extraño de Rojo (cabeza y rodilla). 

La Selección funcionaba mucho mejor que al principio pero igualmente le iban a costar horrores los partidos por los cuartos de final contra Suiza en San Pablo (1-0 con un agónico gol de Di María, que en el partido siguiente se iba a lesionar) y por los cuartos de final contra Bélgica (1-0, con el único tanto del Pipita Higuaín en el torneo). De todas formas, la Argentina volvía a acceder a las semifinales de una Copa del Mundo después de 24 años; la última vez había sido en el Mundial de Italia ‘90, donde el equipo de Bilardo terminó perdiendo la final contra Alemania (1-0).

El partido con Holanda fue otra cosa, mucho más tenso, mejor jugado. Así lo ameritaba el rival. Para entonces, los argentinos habían terminado de invadir Brasil y comenzaban a ser noticia también por cuestiones extrafutbolísticas, como la reventa de entradas comandada por el entonces vicepresidente de la AFA, Luis Segura, desde el hotel en el que se alojaban los dirigentes; antes también habían dado la nota un par de funcionarios de la Cancillería argentina, a los cuales quien esto escribe denunció a través de una nota periodística por revender entradas en la zona de Copacabana desde una camioneta oficial, ploteada con las insignias patrias: ¡una vergüenza!

La clasificación fue tremendamente ajustada. Con Robben, Van Persie y Sneijer, Holanda había sido hasta ahí un equipo sólido y regular, y ya frente a la Selección tuvo momentos de lucidez que pusieron al equipo de Sabella varias veces contra las cuerdas. Vale recordar ese cruce inolvidable con el que Mascherano le ahogó, con la punta de su botín derecho, un remate de gol a Robben. El capitán sin cinta del equipo de Pachorra iba a destacarse luego por su fenomenal arenga antes de la ejecución de los penales a Romero: “¡Hoy te convertís en héroe!”, y así fue. Chiquito le atajó el primero a Vlaar y el cuarto a Sneijer; para la Argentina, en cambio, anotaron todos: Messi, Garay, Agüero y Maxi Rodríguez. Los tres primeros, junto a Mascherano, habían integrado el equipo de Checho Batista que ganó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Beijing 2008 e integrado también la nómina de jugadores que Maradona llevó al Mundial de Sudáfrica 2010. El objetivo de jugar el séptimo partido estaba cumplido. Argentina estaba en una nueva final del mundo, aunque el rival no sería la verdeamarela –lo que deseaban prácticamente todos en Brasil–, sino Alemania, el Gran Cuco, que venía de someter al equipo de Scolari con una tremenda paliza por 7-1 en el Mineirao de Belo Horizonte. 

La final se jugó en el Maracaná. Argentina había conseguido en la cancha bajarle el copete a los dirigidos por Löw, cortándoles los circuitos de juego. En situaciones claras de gol, el equipo de Sabella también marcaba diferencias y dominaba. 

Se podrá recordar el pase de Lavezzi –que pese a haber hecho bien las cosas en la primera parte fue reemplazado en la segunda por Agüero– para que Higuaín definiera bien y todos gritaran el gol que acaso hubiera significado el triunfo de no ser por el juez de línea que se empecinó en anularlo por posición fuera de juego. Se podrá recordar también el remate de Messi que se fue apenas al ladito de un palo, o la chance que tuvo Palacio y que definió mal, con la canilla; se podrá recordar el penal que el bueno de Neuer le cometió al Pipita, y que el árbitro italiano Risolli hizo la vista gorda; se podrá recordar también –aunque el trauma quiera a veces bloquear ese recuerdo– que a sólo cinco minutos de final del partido, cuando ya prácticamente todos pensábamos en que ojalá Romero tuviera otra tarde de esas inspiradas como contra Holanda, Schürrle se desprendió como un demonio por la izquierda, encontrando a la defensa mal parada, y metió un centro que Götze paró con el pecho para definir luego de zurda y sacar el remate del 1-0 final para el que Romero se quedó sin respuestas, y el resto de los argentinos sin palabras. 

Ese fue el final de un Mundial en el que tanto los jugadores, el cuerpo técnico, los dirigentes, los periodistas y, por supuesto, mucho más aún los hinchas, habían depositado sus mayores esperanzas. Ganar el Mundial de Brasil 2014, en ese aquelarre universal del hincha que habían sido las calles de sus principales ciudades y de sus pequeñas barriadas, en el mismísimo Maracaná, hubiera sido algo realmente inmejorable. Pero no, otra vez Alemania, como en Italia ‘90, nos iba a aguar la fiesta. Cosas que pasan en el fútbol, por suerte.