Marido, mujer, una hijo, un hijo, huerta, perro, rezo en familia por las noches, misa todos los domingos, podría decirse que Mimi Parker y Alan Sparhawk componen desde hace treinta años un clásico matrimonio mormón oriundo de la norteamérica rural si no fuera porque también desde hace treinta años vienen dando forma (y deformando) a Low, una de las bandas más originales y extremas salidas en las últimas décadas de los Estados Unidos. Calma y ruidosa, oscura y brillante, provocadora y espiritual y comprometida en la lucha por los derechos de las minorías, la banda supo navegar desde sus comienzos sobre los márgenes de la industria con trece discos de una altísima calidad que una vez más se revela en su último trabajo, HEY WHAT. Algo así como EY QUÉ, todo en mayúsculas, sin signo de interrogación, tapa gris de lluvia estática de vieja TV en la que no puede leerse ni el título ni el nombre de la banda y un sonido roto, alienado y epifánico a la vez, un disco enfermo y hermoso que nació en medio de la pandemia y que llevó a la banda por primera vez en su historia a estar nominada en eso de los Grammys y a ser merecidamente elegida por los más importantes medios especializados entre lo mejor que pasó en el rock en 2021.

“Quizás haya sido una especie de venganza”, suelta Alan en videocharla junto a Mimi desde su hogar en Duluth, Minnesota, tierra madre de Bob Dylan. “Algo así como romper la tecnología de la misma manera en que la tecnología me rompió a mí, llevarla tan lejos que se quebrara y pateara los algoritmos y se arrastrara para encontrarlos otra vez”. Voz gruesa, cavernosa, a sus cincuenta y dos años de edad Alan lleva su pelo rubio largo como nunca y un flamante bigote metalero hasta el fin de la barbilla. Mimi está como siempre de negro, su pelo oscuro cayendo bajo un gorro de lana sobre su piel pálida, la voz dulce y relajada. Pioneros del género conocido como slowcore, ambos decidieron comenzar con la banda poco después de dejar las granjas de sus familias para casarse e irse a vivir juntos en 1993. Con Alan en guitarra, Mimi en batería, los dos en voces y un joven amigo que aún cursaba la secundaria en bajo –primero de los tres bajistas que tendrían a lo largo de su historia–, Low se plantó desde sus comienzos con decidida calma y un aura de misterio eléctrico en medio de la estridencia comercial del grunge. De hecho, la primera vez que escucharon una de sus canciones en la radio fue una madrugada cuando volvían a casa en auto tras una de sus primeras giras autogestionadas. El locutor anunció que Cobain acababa de matarse e inmediatamente después sonó “Words”, la canción que abre el primer disco de Low, una crítica a esos programas evangelistas de trasnoche que venden salvación a solos y rotos. Y disco a disco, entre melodías agridulces y letras con pinceladas surrealistas cantadas en armonía con devoción a la vez cruda y espiritual, la banda construyó una mística única que los llevó a tener admiradores como Jeff Buckley, Warren Ellis, Radiohead o Robert Plant, que grabó no una sino dos canciones de Low en su disco Band of Joy, de 2010.

A mediados de la década pasada, tras haber trabajado a lo largo de su carrera con productores de la talla de Steve Albini, Dave Fridmann o Jeff Tweedy, Alan y Mimi decidieron tomar un cambio de rumbo en sus métodos de composición. A partir del disco Ones and sixes (2015) comenzaron a trabajar con BJ Burton (Eminem, Taylor Swift, Bon Iver), sumando a su música elementos de producción del pop contemporáneo sin por eso perder su esencia. La sociedad se consolidó en su trabajo siguiente, Double negative (2018), un disco de ataque explícito contra Donald Trump donde retomaron los recursos de producción de su disco anterior para retorcerlos, saturarlos y deformarlos hasta alcanzar un sonido tan nuevo como quebrado y corrosivo. “El fascismo se instaló en nuestro país”, declaraban por entonces a la prensa con el mismo ímpetu con el que manifestaban en 2007 que su disco Drums and guns era una respuesta a la invasión norteamericana a Irak: ese mismo año, su set en un festival consistió en media hora de distorsión y drones sostenidos a modo de protesta, mientras que el video del corte de difusión de ese disco, “Breaker”, mostraba a Alan vestido de militar, sentado a la mesa de una cocina y comiendo de manera desesperada una torta hasta vomitar frente a la cámara mientras Mimi hace palmas de fondo.

En HEY WHAT, lanzado en septiembre del año pasado, BJ Burton se consolidó como tercer miembro de Low en estudios luego de la partida del bajista de la banda en 2019, logrando una simbiosis banda-productor de esas que hacen escuela utilizando métodos novedosos de ingeniería de sonido, sumando a la vez una épica de experimentación sin red comparable a la de Talk Talk en los ochenta o My Bloody Valentine en los noventa. Con la particularidad, claro, de que Alan y Mimi dieron este salto al vacío con casi tres décadas de historia encima: “Siempre tratamos de sorprendernos a nosotros mismos y hacer algo que nos resulte emocionante, pero ahora se siente como si estuviéramos completando un círculo”, apunta Mimi. “O sea, cuando empezamos todo era mínimo, estábamos muy decididos a que sonara muy simple. Después, a medida que avanzamos, nos fuimos diciendo cosas como ‘Oh, probemos con algunas cuerdas, hagamos esto o lo otro a ver qué pasa’, ese tipo de progresión típica de una banda de rock. Y ahora volvimos a esa cosa mínima. Este disco suena grande, pero en realidad está armado con muy pocos elementos”. “Solo grabamos voces y guitarras, recién a mitad del último tema suenan baterías”, agrega Alan. “En Double Negative tuvimos la intención de que las voces fueran procesadas hasta sonar indiscernibles, pero para HEY WHAT definitivamente tomamos una nueva actitud, aunque fue casi por accidente. Grabamos las voces de prueba limpias sobre las bases y encontramos que ahí había algo poderoso”. Mimi completa la idea: “Se siente como si emergiéramos un poco de la oscuridad del disco anterior. Tratando temas serios, pero con algo de esperanza a la vez”.

Alan y Mimi hablan de a dos. Intervienen con bromas en sus respuestas y completan sus oraciones cuando no encuentran una palabra, todo en esa misma conexión que los llevó a atravesar juntos hace dos décadas una crisis desatada por las adicciones de Alan. “Las drogas y la religión no son una combinación muy buena”, contaba él en el documental You may need a murderer, de 2007. “Había llegado a la conclusión de que había algo cósmico sucediendo y yo era este personaje involucrado en el fin del mundo que vendría. Sentía que era el Anticristo o algo así. Dejé de hablar, cerré mis ojos y no los quise abrir durante dos días. Quería quedarme allí y esperar a Cristo, de alguna manera sentía que yo debía existir en esta tierra para que él existiera. Hasta que me convencieron de ir al hospital, y ahí abrí mis ojos y comencé a hablar de nuevo. Fue la experiencia más fuerte de mi vida, pero desafortunadamente también fue la más desquiciada”. “Fue algo que se fue dejando ver lentamente, como el humo del agua hirviendo”, cuenta Mimi en el mismo documental. “Yo tenía problemas con el alcohol y a veces con Alan éramos una tormenta perfecta, pero poco a poco lo llevamos adelante, y la música fue una fuente fundamental para superarlo y continuar juntos”.

¿Hay algo en el hecho de haber sido banda y matrimonio durante tanto tiempo que les haya permitido llegar hoy a este lugar de experimentación atípico para una banda con tanta historia? “No sé si tengo alguna palabra de sabiduría al respecto”, responde Mimi. “Fue un viaje muy loco. La vida es muy loca, y en medio de eso es una bendición tener la oportunidad de crear algo hermoso junto a Alan, entender su tendencia al caos y mezclarla con mi tendencia hacia la armonía. En ese sentido nos complementamos. Si fuéramos solo en la dirección de Alan…”. “Sería todo muy raro”, ríe él. “Pero si siguiéramos solo mi camino sería demasiado calmo”, agrega ella. Alan concluye: “Las diferencias se juxtaponen, hay disonancias que necesitan ser resueltas, pero esas diferencias te llevan a encontrar el punto de conexión para hacerlo funcionar. Y de alguna manera la banda resultó fundamental para fortalecer la relación”.

Esa relación comenzó desde muy temprano en sus vidas, cuando se conocieron en la escuela primaria para ponerse de novios poco después. “Con mi familia vivíamos en una granja. La escuela estaba a millas de mi casa, y cuando era chico no me llegaba mucha información”, recuerda Alan. “Me enteré del punk por unas fotos que vi en un artículo sobre la movida del CBGB’s en una de esas revistas tipo People. Imaginé durante meses cómo sería el sonido de esa gente que lucía así, hasta que conseguí mi primer disco de The Clash, y ahí fue como una revolución. En mi casa había una guitarra y había empezado a tocarla inspirado por bandas como Pink Floyd o Van Halen, pero eran intimidantes. Y recuerdo escuchar a The Clash por primera vez y pensar: ‘Puedo tocar esto, son tres acordes’. Fue una revelación, y ahí me metí de lleno en el punk primero y el hardcore después”.

Mimi, por su parte, menciona a su madre y su hermana a la hora de citar sus influencias más grandes: “Siempre me inspiró mi mamá, que era una cantante country autodidacta. Y mi hermana mayor se la pasaba cantando, todos creíamos que ella sería la música de la familia. Las dos me inspiraron mucho. En casa se escuchaba mucho country, mucho Willie Nelson, canciones generalmente basadas en historias reales con un modo simple de narrar, eso también me influyó mucho. No tuve entrenamiento formal, simplemente cantaba con mi hermana, hacía armonías con ella y así aprendí a hacer eso. Hoy en día amo a cantantes country como Gillian Welch o Allison Crowe, que abre su boca y hace ‘oohh’ y es como un ángel…”. “Tiene una voz perfecta…”, agrega Alan. “Y quizás sea por esta cuestión autodidacta que mientras más vieja estoy más me animo a probar nuevas cosas a la hora de cantar”, ríe Mimi.

A finales del siglo pasado la banda comenzo a ganar popularidad con dos obras maestras producidas por Steve Albini: Secret name (1998) y Things we lost in the fire (2001), que arranca con la preciosa “Sunflower”: “Cuando encontraron tu cuerpo/ X gigantes sobre tus ojos/ compré unos dulces, dulces, dulces girasoles/ y los regalé a la noche”. Ese disco fue justamente el que sirvió a Mariana Enríquez como inspiración para titular su libro Las cosas que perdimos en el fuego. “¡Qué loco!”, exclama Mimi mientras le saca una foto con su celular a la pantalla de la videocharla tras pedir ver por segunda vez la tapa del libro. “Wow, es un honor”, suelta Alan. “Hubo referencias a nuestra música en el cine y la televisión, en el teatro incluso, pero en la literatura definitivamente no lo esperábamos”.

Tampoco esperaban, cuentan, la repercusión que tuvo HEY WHAT. Sus discos siempre fueron muy bien recibidos por la crítica, pero esta vez, fascinados por el cautivante poder de esos sonidos irreconocibles entremezclados con la armonía celestial de sus voces al frente, prestigiosos medios como Uncut se despacharon con halagos del tipo “Low está reescribiendo el lenguaje de cómo puede sonar una banda de rock en el nuevo siglo”. “Nos pone contentos, pero la verdad es que nunca esperamos nada”, cuenta Alan. “Desde que empezamos sabíamos que nuestra música no sería popular. Una vez mi hija, cuando tenía seis años, me preguntó si éramos famosos como Green Day. Eso le dió la perspectiva que necesitaba”, ríe. “Por supuesto, siempre está como una sombra el pensamiento de cómo será recibido”, agrega, a lo que Mimi completa: “Quizás el hecho de no preocuparnos demasiado por eso es lo que nos permite ir más un poco más allá”.

Hay algo fascinante en el hecho de un matrimonio de mormones practicantes componiendo algunas de las piezas más rupturistas del rock actual, algo que para ellos –que en los videos de su último disco tratan sobre cuestiones de libertad de género (como en “Disapearing”, un bellísimo trabajo audiovisual protagonizado por la artista trans Dorian Wood)– es totalmente natural. “Vamos siempre a la iglesia, tenemos amigos muy cercanos que conocimos ahí”, cuenta Mimi. “Y participamos de encuentros con tareas puntuales, por ejemplo damos clases de música a chicas y chicos en la escuela dominical”. “Ver sus caras cuando tocan por primera vez una guitarra enchufada a un equipo es impagable, me fascina pensar en todas las nuevas ideas que la juventud va a tener para salir de los lugares comunes de la música actual con formas que nuestra generación jamás imaginó”, agrega Alan. Y concluye: “La religión es una parte esencial de nuestras vidas, la base de quiénes somos. Es ese reflexionar acerca de qué es la vida, la naturaleza humana, el potencial de trascender y lidiar con las penas, el dolor y la alegría sintiendo que quizás un día eventualmente todos vamos a ser uno. Y la banda resultó el camino ideal para expresar todo eso. En ese sentido, si algo aprendí en todo este tiempo es que la música está más cerca de nuestra idea de religión que cualquiera de las religiones del mundo. Y mientras haya jóvenes buscando expresarse, rebelándose contra las injusticias y los clichés de su época, va a seguir habiendo esperanza”.