“Admirar no es conocer, tampoco es ignorar, subsiste entre lo que es y lo que querría ser”, Emily Dickinson le otorga un valor semi cognoscitivo a la admiración, una pre-compresión de la realidad proveniente de alguien o algo que nos entusiasma. Fascinación, atracción, sorpresa. Nos conmueve por su singularidad, agudeza, creatividad. La admiración es un temple de ánimo constitutivo de la existencia, (el germen de los existenciarios formales de las filosofías de la existencia), modos de ser en el mundo, estímulos para la acción. ¿Quién no ha sentido admiración en su vida? En el momento menos pensado nos acaece. Nos posee el pasmo ante una mirada, una frase, una obra, una actitud, una intervención atinada.

No podemos vivir sin interacción con el afuera. Los intercambios nos afectan con diversas pasiones, una de ellas es la admiración. Un sobresalto de la sensibilidad que se enciende como luciérnaga en noche apagada. Nos acaece, nos salimos de sí y nos dejamos cautivar por la otredad. Encandilamiento. La admiración es alegría por el logro de otra persona o la excelencia de algo. Brota a la vista de algún encanto, provoca el deseo de imitación y ¿por qué no? de superación. También puede provocar envidia, pero esa es otra historia.

Admiramos una figura política por su lucidez, un libro por su claridad, una persona por su carisma. También nos sorprenden las maravillas naturales y en general todo lo que se tutea con lo sublime, por tenebroso, como una tormenta en alta mar, o por inaccesible, como el infinito matemático.

La admiración bien entendida no es pasiva, quisiera estar a la altura del objeto anhelado o la persona admirada. ¿Y qué es lo contrario de admiración? Desprecio o indiferencia, actitudes comunes en tiempos de competencia insalubre y falso mérito. Por el contrario, reconocer a quien es admirable por su autenticidad es justicia y estímulo existencial. La admiración es una emisión social que se siente ante el talento y/o el esfuerzo de quienes superan los estándares. Admirar lo extraordinario facilita el aprendizaje, motiva la inspiración e incentiva el impulso de actuar.

En Teeteto, de Platón -que trata sobre la naturaleza del conocimiento- quien le da nombre al diálogo le dice a Sócrates que la admiración que siente por su sabiduría es desmesurada, como si sus agudas hipótesis brillaran y el vuelo del pensamiento socrático le hiciera sentir vértigo. El maestro contesta que experimentar admiración por los conceptos es una característica indisoluble del pensar riguroso. Nos admiramos ante lo fecundo y no es frecuente que algo o alguien incite la idea de encandilamiento. La admiración se remite al mito de Isis, mensajera de los dioses, la personificación de la actividad filosófica, uno de sus orígenes es precisamente el asombro, el misterio que presentimos detrás de los pensamientos bellos.

René Descartes, en Las pasiones del alma, dice que la admiración es una pasión básica, como el amor, el odio, el deseo, la alegría y la tristeza. Cuando algo que nos sorprende -por nuevo, original, fascinante- nos produce una súbita sorpresa, puede ser de utilidad al permitir el acceso a cosas ignoradas. Conocerlas, deconstruirlas, desarrollarlas. Si bien la admiración llevada a la exageración puede ser perniciosa, pues pervierte a la razón cuando aplaude y nada más. Extasiarse y actuar en la justa medida es la consigna de Aristóteles, para quien también la admiración fue el impulso que arrojó a los primeros pensadores hacía las especulaciones filosóficas. El salto metafísico del pensamiento occidental.

La admiración bien entendida nos conecta -real o simbólicamente- con quien la promueve. Nos posee y nos impulsa. Es verdad que a veces la admiración inmoviliza y que frecuentemente se produce una retracción ante el objeto de admiración. Pero si se supera el estupor se recibe energía para indagar más allá del misterio de admirar. Quien se deslumbra ante lo consistente busca saber y reconoce su ignorancia en ciertos temas. “Solo sé que no sé nada”.

Los prisioneros parecían eslabones de un collar. Sus cuellos sujetados. Solo podían mirar al frente, hacia una fogata, delante de la cual pasaban gigantografías: un conejo, una rosa, una mariposa. Al fondo de la caverna se reflejaban las siluetas de esos carteles. Según Platón los prisioneros tomaban los reflejos por verdades. Pero fueron obligados a salir a la luz del sol y ¡ahí sí se admiraron! Vieron seres concretos: conejos, rosas, mariposas reales. Advirtieron el engaño de las apariencias (el falso saber). Encontraron los senderos de la sapiencia. Pero -tal como consideraba Emily Dickinson- la respuesta generada por la admiración es una categoría que fluctúa entre el conocimiento, la ignorancia, la fecundidad, la iluminación y el enigma.

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Es posible admirar sin amar, pero imposible amar sin admirar. El amor, como una lámpara votiva, requiere del fuego que reavive su llama. Si se deja de admirar, se deja de amar, una mortecina luz se apaga, “ya no es mágico el mundo, me han dejado”. En cambio, mientras hay admiración nos nutrimos con potencias vitales. Nos reconócenos en otra subjetividad. El amor es la imagen que me devuelve de mí misma la persona amada. También el arte proviene de la admiración, por ejemplo, Lewis Carroll y su seducción por el ilógico espacio inmaterial de la lógica. Surgen las caravanas de sombrereros locos, risas sin gatos, reinas de corazones y orugas azules. Oscar Araiz y Renata Schusshein han realizado proyectos estéticos rutilantes a partir de su admiración por el mundo de Carroll. En la obra de Renata siempre hay elementos escapados del país de las maravillas. Otra mujer, allá lejos y hace tiempo, nunca dejó de admirar el arte, la amistad, la naturaleza, la equidad de derechos, la no violencia, la lucha feminista. Lo último que Rosa Luxemburgo escribió antes de que la raptaran y asesinaran es un grito de admiración, en este caso, por la revolución. “¡El orden reina en Berlín! ¡Ah! ¡Estúpidos e insensatos verdugos! ¿No os dais cuenta de que vuestro orden está levantado sobre arena? La revolución se erguirá mañana con su victoria y el terror asomará en vuestros rostros al oírle anunciar con todas las trompetas. ¡Yo fui, yo soy, yo seré!”.