El reciente anuncio del retiro definitivo del sello SM del país, con una comunicación en particular que la empresa española distribuyó a más de doscientos autores y autoras, generó indignación dentro del campo de la literatura infantil y juvenil argentina. Les avisaron, a la gran mayoría de las firmas del fondo editorial, que sus contratos quedaban rescindidos, y que de allí en más podían disponer de los derechos de esos títulos (para relanzarlos en otras editoriales, por ejemplo). Pero lo que encendió alarmas particulares fue lo que quedaba expresado en letra más pequeña: se anunciaba que quien lo quisiera podía pasar a retirar una pequeña cantidad de sus libros en depósito, y que el resto pasaría a "desguace". Esto es, serían destrudos para evitar que "inunden el mercado" a precio de saldo, en competencia con los nuevos títulos. La noticia generó un pronunciamiento público de autores como los nucleados en el colectivo LIJ, que expresaron su repudio a la decisión editorial, y la movilización de muchos de ellos para tratar de "salvar" esos libros: buscar el modo de que sean donados a instituciones vinculadas a las infancias

Pero también impuso otro tema de debate: más que una excepción, el "picado" de libros es una práctica habitual dentro de la industria, que muchos editores consideran lógica e inevitable en la dinámica del necesario recambio de novedades. 


El caso SM

El caso que abre SM tiene, sí, algunas particularidades: aparece una gran cantidad de libros, cientos de miles, picados de una vez. Se trata, además, de obras pensadas y hechas para las infancias, con todo lo que esto significa. Claro que en un país en el que la quema de libros fue una práctica impuesta por la dictadura cívico militar, las analogías son ineludibles, y la carga simbólica de la imagen de un libro destruido --ya fuerte de por sí-- se redobla.  

"Sabemos que la destrucción de libros es una práctica usual de las editoriales que, incluso, figura en muchos de los contratos que firmamos. Pero el picado de cientos de miles de ejemplares es una decisión empresarial que no podemos dejar de repudiar en días cercanos al mes de la memoria y al inicio del ciclo escolar", expresaron desde el Colectivo LIJ, que nuclea a gran cantidad de escritores, ilustradores, especialistas y editores. "Con más del 50% de las infancias debajo de la línea de pobreza, creemos que la lectura de buena literatura es necesaria. La empresa debería hacerse cargo de la logística para distribuir dichos ejemplares entre las infancias expulsadas del tan mencionado 'mercado'".

La defensa de la industria 

"Esto no es Fareneheit", defienden desde un sector de la industria. "La mayoría de los libros se destruyen para hacer nuevos libros. Es lógico que una empresa que invirtió una cantidad de dinero tenga al menos un recupero, al reutilizar la materia prima", razonan. Explican, además, que se trata de libros que "ya no interesan", y que no tienen posibilidades de circular, ni siquiera como saldo. Sencillamente, ya no hay público para ellos, porque hubo un mal cálculo editorial, o porque son títulos que obedecen a una lógica de "instant book", hechos rápido, para circular rápido, y para durar poco.

No es el caso, sin embargo, de los libros del catálogo de SM, que abarca autores de la talla de Laura Devetach, Gustavo Roldán y Liliana Bodoc, ni de la lógica que rige en general a la literatura infantil y juvenil, menos propensa a correr detrás de la novedad y más atenta a imponer autores y temáticas. ¿Por qué, entonces, a una empresa como SM (que mantiene sus filiales en Latinoamérica y que está dejando una parte menor del catálogo para que distribuya un sello local más pequeño, Logos) no le resulta ventajoso anunciar que dona esos libros a instituciones, apelando a la mentada responsabilidad empresaria, como una manera de fortalecer su imagen?

Las explicaciones son muchas. La logística es complicada, el guardado en depósito tiene un costo, el transporte también. Es necesario asegurarse que esos libros no terminarán, de todos modos, vendiéndose a un precio menor (cuando se trata de cientos de miles, esa posibilidad existe). Pero, sobre todo, que no competirán con otros libros de los mismos autores, o con las posibles reediciones. Que no ocuparán lugar en un mercado ya achicado, en un estado actual de cosas de por sí muy complicado para la industria editorial. Aunque esta vez no se ofreció a los autores comprar a menor precio remanentes (algo usual en estos casos), cada autor es un mundo y cada libro también, y no a todos les conviene circular como saldo. 


Soñar un final feliz

Y está, por otro lado, la necesidad real y tangible: la de cientos de miles de niños y niñas que hoy en la Argentina, es seguro, no van a comprar esos libros ni hoy ni mañana, porque están y estarán por completo fuera de su alcance. Si se amplía la mirada y se suma ese dato al análisis, picar libros --y estos, en particular-- resulta inviable. 

Es lo que pensó un grupo de autores que por estas horas se está movilizando, haciendo gestiones, reuniendo voluntades públicas y privadas, para lograr que esta vez sí sea posible romper la lógica del mercado, y que esos libros "se salven".    

La publicación de la nota en Página/12 generó una inusitada respuesta, comunicaciones de todo tipo, desde la Defensoría de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes hasta los gremios docentes, pasando por una enorme cantidad de instituciones que contaron por qué y cuánto sus niños y niñas los necesitan. El Ministerio de Educación abrió una vía posible que por estas horas se analiza. Contra corriente, se está peleando por un final feliz.