Hay momentos en que se desespera de esta Buenos Aires, que se piensa que bajo su cielo matrero ya no se cocinan misterios ni locuras. Es cuando se piensa cuántas veces la muy coqueta votó a Macri y cuánto hace que no se ve a un mago, un poeta sintético, un café atorrante. Pero esto es Buenos Aires, después de todo, y basta que algún amigo llame e invite, para encontrarse de boca abierta, de placer, escuchando una banda misteriosa. Es que hay en esta ciudad una banda de jazz que va por la vida de a nueve, que se dedica exclusivamente a tocar lo que compuso Charlie Mingus, que lo hace de un modo erudito y apasionado. Se llaman Mingunos, tienen su primer disco en circulación y, misterio e injusticia, parece que nadie los conoce.

En el mundo del jazz hay ciertos valores, pero dos se destacan. Uno es la telepatía que hace que gente que apenas se conoce pero que sabe lo que hace pueda tocar cosas complejas, muy complejas, como si no hicieran otra cosa que ensayar. El otro es la erudición, que uno en la zapada -o la pizza, o la jam- tire el nombre de un tema y todos sepan de qué está hablando, por dónde hay que ir. Es algo de este mundo y sólo de este, sin equivalente real entre los clásicos, los tangueros o los folkloristas.

En Mingunos hay una variedad de estos temas. La banda arranca más o menos en 2013 a partir de un cuarteto que se expande a septeto con la idea de tocar la obra de Mingus, un compositor bastante diablo que pide vientos y más vientos. Que el grupo sea de nueve, estables, que ensaye religiosamente cada semana, que toque en festivales y clubes de jazz, que logre un nivel tal de perfección formal y que a cada rato se empache de invitados para tocar de a once o de a doce, es simplemente un milagro de pasión. Acá no hay un productor bancando a nadie y todo el mundo anda dando clases o tocando en cruceros para pagarse la vida.

Lo de la perfección formal no es ligero. Los arreglos de Juan Klas, flauta y saxo tenor, y el más joven del noneto, son una suerte de apuesta al virtuosismo, de momentos como citados de Frank Zappa –alto elogio, en este planeta– y buscando una renovación del lenguaje de la big band. No extraña que los Mingunos, y sus invitados, toquen con los ojos pegados a las partituras, un nivel de concentración más común en un salón dorado y con Handel. Tampoco extraña que no se les escape ni una nota, que después de todo el grupo nació básicamente en la carrera de jazz del Manuel de Falla y se nutre de jóvenes de conservatorio.

El resultado es algo que envuelve al más indiferente, una masa de jazz bellamente sentido y pensado, tomado en largo formato como para buscarle los rincones. El grupo se anima a piezas como “Goodbye Pork Pie Hat”, oídos desde siempre y en todos los arreglos posibles, y le encuentra lados que sorprenden al más cansado. Polemizar con estos chicos es pedirles que sí, que arreglen y toquen nomás cosas como “The Dry Cleaner from Des Moines”, que ellos se lo bancan. Eso solo ya es un lujo.

Lucía Boffo usa su voz como si fuera un instrumento llamado scat y canta en inglés como si nunca hubiera hecho otra cosa. Los saxos son Camila Nebbia, Fidel Bravo y Patricio Bottcher, además de Klas cuando deja la flauta, y los vientas se completan con Andrés Ollari, trompetista y trombonista que cuando no está tocando parece viajar hacia alguna parte de su interior. Francisco Nava es un bajista de una solidez que hace rato, Alfredo Storti sostiene con la guitarra y Axel Filip es esa rareza criolla, un baterista perfecto. Cuando se agregan invitados como Inti Sabev, que toca un extraordinario clarinete bajo, la experiencia es importante.

El cinco de julio hay una rara oportunidad de comprobarlo en Thelonius, antes que la banda migre básicamente a Nueva York a cursos diversos. O se puede pedir por el Club del Disco el CD Cumulus Mingus.