Si la disputa antigua en torno a la construcción de los sentidos sociales partía de una semejante aversión por lo mimético –encontrando Platón en ello el motivo de la expulsión de los poetas de su ciudad ideal y fundamentando por el contrario Aristóteles la importancia del arte en su diferencia con respecto a lo dado–, la sociedad contemporánea parece cada vez más atravesada por una construcción mimética de la significación. El amplio prestigio del que gozan hoy los memes, cuyo nombre deriva del griego mímesis, es un claro síntoma de un proceso que lleva años consolidándose. Para comprender sus alcances, resulta indispensable relacionar su contenido con la lógica propia de los medios en los que se difunden, donde la inmensa cantidad de información y la velocidad con la que ésta circula exigen la simplificación y la linealidad de su mensaje para que pueda ser replicado. No “como si fueran”, sino asumiendo un código literalmente viral, es que, justamente durante la pandemia, han alcanzado su consagración.

La importancia de este acontecimiento comunicacional se revela si se consideran las implicancias que trae consigo su imposición en distintos ámbitos. En relación a lo político, por ejemplo, llega a afectar sus más profundos principios, que, desde su fundación en la Antigüedad, se erigen bajo la forma de una argumentación, desplegada sobre un tiempo denso, en el que se manifiestan los matices que le otorgan profundidad a las decisiones que afectan a la comunidad en su conjunto. No es un dato menor que desde los resultados de una elección hasta los sentidos de la guerra se definan en torno a sintagmas cuyos rasgos emergen de la repetición de lo mismo por lo mismo. El meme, así, contagia la percepción humana, convirtiéndose en la principal coordenada de referencia y contribuyendo, por ello, tanto a una inmediata simplificación de la comprensión del entorno como a una mucho más grave tendencia a la viralización total del mundo, en el caso de que esa percepción mimética lograra guiar las acciones políticas concretas. De este modo, no sólo se horada uno de los principales pilares sobre los que se erigió la educación moderna, sino que se delega la formación de las próximas generaciones en quienes controlan su difusión a través de los nuevos medios de comunicación.

Este proceso, empero, no es, como suele afirmarse, algo inevitable, sino que se trata de una operación hegemónica históricamente realizada –y por ello mismo reversible–, que consiste en propagar a los distintos campos la lógica de uno específico, presentándola como general. Si, como advirtieron los antiguos, en el rechazo de lo idéntico se pone en juego el propio destino de lo humano, abogar por una comunicación no viral supone la defensa de la herencia recibida del mundo diverso y complejo que habitamos. Sin embargo, no se trata de censurar a los memes, ni de diferenciar entre los verdaderos y los falsos o los inofensivos que sólo hacen reír y los que encubren una intencionalidad espuria. El principal desafío consiste en inscribirse en la tradición que revisa los modos de construcción de las significaciones, dando cuenta de las contradicciones que ocultan sus mecanismos y proponiendo modos alternativos que, al contrario de los miméticos, sustenten en la diferencia una apertura hacia una transformación emancipadora. Si no es casual que esa tradición se encuentre en vías de extinción ante la creciente fascinación que despierta el meme, es justamente ella, la crítica, la principal estrategia con la que contamos para una verdadera comunicación antiviral.

* Sociólogo y docente UBA