Aún no está el soporte físico. Nadie lo ha escuchado completo, todavía, y lo que resalta en el inicio es claramente una incógnita: saber de qué va “lo nuevo” de Roger Waters. Hasta antes de que empiece a sonar enterito el disco, en la cúpula del Centro Cultural Kirchner, la única información que circula entre los privilegiados escuchas es un diario de cuatro páginas (tapa, contratapa y dos hojas internas) con las letras de doce piezas, todas suyas. El título, otro de los elementos paramusicales, permite prever una atmósfera densa. Como de percepción de un mundo que no sería el mejor de los mundos. Se llama ¿Is this the life we really want? (algo así como ¿Es esta la vida que realmente queremos?) y, tratándose de quien se trata, es casi imposible que no se deba a una pregunta existencial. Existencial y compartida, claro, porque al menos desde The Wall –incluso antes– las constantes auterreferencias del bajista, cantante y enorme compositor inglés incluyen un afuera. Dice a otros. Piensa a otros. Habla de él, y casi por ende de una porción de humanidad. Es yoica más que ególatra. Y por ahí marchan sus malestares, sus recurrentes preguntas, su melancolía vital. 

Un rápido raid de lectocomprensión por esas historias –aún sin sus músicas– da que ellas hablan, en una especie de dialogo platónico entre un abuelo y su nieto, de la soledad del hombre en este mundo interconectado, virtual, vigilado. De guerras y amenazas latentes. De Afganistán, Guantánamo o Laredo. De una historia que parece ser más cíclica que lineal, o evolutiva, como aún la piensan determinados idealistas del progresismo decimonónico (“El templo está en ruinas / los banqueros engordan”). De la necesidad, al cabo, de encontrar un refugio ante tanto castigo sutil, corrosivo, impersonal. El disparador no dista mucho de aquel que dio lugar al concepto de Radio K.A.O.S (1987), la tensión nunca resuelta entre el hombre y la máquina, su alienación simbolizada en el hombre mudo que sintoniza ondas de radio en su cabeza para intentar comunicarse con el exterior. En concreto, habla de imaginarse dios, o un drone “patrullando cielos extranjeros”, y ver cómo actuaría en consecuencia (“Deja vu”); se pone en la piel de un refugiado de guerra (“The last refugee”); vuelve sobre otro crudo alegato antibélico (“Smell the roses”); reparte ironías sobre el sueño americano (“Broken Bones”); y critica la indiferencia social y la frivolidad en dos temas seminales: “Bird in a gale” y “The most beatiful girl”.

Todo ese raid para, ahora sí, direccionar sentidos hacia la música. Igual que en los textos, “lo nuevo” de Waters va entre millones de comillas. Es más, quien pretenda encontrar algo del orden del cambio debería ir desistiendo del intento, ya. Lo que el alma mater de Pink Floyd trae “de nuevo” es nada nuevo. Es, por contrario, el desarrollo acabado y pertinaz de un estilo de los más definidos y personales que haya dado la música occidental en los últimos cincuenta años. Si tal sonido, con o sin Pink, es único en el mundo es porque la principal preocupación de su creador, al menos desde The Dark Side of the Moon para acá, fue exprimir las fronteras de una forma, de un contenido estético a esta altura inimitable. Impensable en otro cráneo que no sea el suyo. Con eso se van a encontrar las huestes floydianas, pese a los veinticinco años que separan este Is this the life... de aquel formidable Amused to death, su último disco solista, exceptuando los trabajos en vivo y las compilaciones que median entre ambos. Is this the life..., pese a ciertos matices, va en línea con Amused. Y si sintoniza con Amused..., también resuena al aura onírica de The pros and Cons of hitch hiking (1984), aunque sin el tópico sexual o cierto “minimalismo” –también entre millones de comillas– que caracterizó a aquél. 

Más aún, recala en la impronta de esa banda de sonido transgeneracional que anuda Wish you were here (disco que nombra explícitamente en la abismal “Picture that”) con The final cut (1983). Una viajada elipsis que, tras una breve introducción instrumental y climática (“When we were young”), muestras sus vísceras floydianas a través de “Deja vu”, un folk lisérgico, que remite por momentos a ciertos pasajes de Animals (1977), aunque más sereno y despojado, y por otros a canciones incluso más antiguas, como “Green in the colour”, remanso acústico de More (1969). Lo cíclico se reinventa a sí mismo –también– a través de la serena y melancólica “The last refugee”; o de “Picture that” cuyo loop, pese a lo que pueda aportar el vertiginoso avance tecnológico, viaja hasta la extensa “Pigs”, también de Animals. U, oída desde otro ángulo, a una especie de Tangerine Dream pero caliente. Otra similitud que sugiere la pieza es el sonido del teclado: lo más parecido al de Rick Wright en “Have a cigar” (Wish you were here), que se escuchó en años.  

Waters se reinventa de igual forma –y bien– en “Broken Bones”, uno de los temas álgidos, bien del riñón floydiano. En él convive la pata folk espesa con un lirismo que ayuda a calmar. A fugarse un rato –¿para qué existió Floyd si no?– de las garras de un panóptico que se está apropiando de la humanidad en estos tiempos difíciles. El tema que da nombre al disco, acompaña “la” pregunta existencial que hila fino el concepto de obra en tensión, propio del universo Waters. Acompañan la densa y rabiosa “Bird in gale” y una balada (la mencionada “The most beatiful girl”) que equilibra los tantos mediante un trip melancólico a la The Wall. Tras ellas, y fiel a la fiebre orfebre de su creador, “Smell the roses” emerge como la pieza más personal del disco. Sobre todo por un acento puesto en el ritmo, más que en las armonías o en la creación de climas. Resalta en ella, además, el Waters que construye músicas con perfección de relojero y volantazos de motoquero. En medio de esta pieza, en rigor, aparece un fulminante solo de guitarra a lo Gilmour que surte el mismo efecto que un cross a la mandíbula. Cosas del péndulo Roger, al cabo, que siempre vuelve sobre sí como en los dos temas calmos, para fogón de alba (“Wait for her”, “Oceans apart”). Y en un final apocalíptico cuyo nombre es parte de un muro que, pese a semejante sublimación, aún se sigue cerrando: “Part of me dead”.